El Orinoco no se lo llevaron.

El Orinoco no se lo llevaron.

Luisana se levanta a media mañana, apenas si logra conciliar el sueño por las noches. Es de poco hablar, tal vez porque se acostumbró a vivir sola. Su rutina se desarrolla en la casa, con el tiempo y las circunstancias del país se doblegó a los menesteres domésticos. Al levantarse, abre las ventanas del frente con las hojas hacia lo que un día fue el jardín. El olor a café de alguna casa perdida en la soledad no la reconforta, y eso que a ella le encanta ese aroma porque le recuerda a su abuela Luisa. Después, abre la puerta principal y sale con los brazos abiertos como saludando la mañana, se persigna para agradecer el nuevo día. Un día más, un día para resistir, se hace difícil vivir ahí, como en la mayoría de los vecindarios, en ese casi nunca llega el agua ni pasa el aseo, la luz se va con frecuencia. Los servicios médicos y de farmacia son precarios, de casualidad hay alimentos en las pocas bodegas. Ni las flores silvestres crecen, como si hubieran regado matamaleza en los patios. Una de las fortunas de Luisana es oír las historias de «una que otra alma», el bodeguero, así lo llaman por ser de los pocos que se quedó, un hombre menudo, ágil cargando rubros de un pueblo a otro, su piel tostada habla de horas caminando y de horas apostado en las casas echando cuentos en medio de un sol tremendo. —Esa gente parece un vendaval, en veinte años lo destruyó todo —dice—, por eso Ciudad Bolívar está casi despoblada, familias disueltas, amigos perdidos en el mapa, después de haber sido una tierra próspera, pesquera y turística, con la bendición de estar enclavada en piedras milenarias, el puente Angostura sobre el río Orinoco presidiendo la ciudad y el Salto Ángel a 50 minutos de distancia. —Si hasta el oro de los pueblos del Sur del estado Bolívar se lo llevaron en avionetas, surcaban el cielo con el botín, no se llevaron el río porque no pudieron —se le oye decir a «una que otra alma». Tanta devastación le quita a Luisana la alegría, sus hijos también se fueron, sus vecinos, los Peña y los Montes cruzaron La línea a Brasil, los Azuaje y los Guerra se residenciaron en Argentina, y a los Gómez los mató la malaria después que regresaron de trabajar las minas de El Callao, buscando el sustento. —Para que vean que la gente también se va de donde hay riqueza, no todo es oro —murmura—. Pero Luisana no se va porque tiene un único propósito, ver caer la dictadura de los Chávez en Venezuela. Cada amanecer le pide a Dios ese favor: «no importa si se va la luz o el agua», «no importa la escasez», «no importa vivir encerrada» —argüía—, porque ese día ella tiene que estar entre los únicos testigos.

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