–Ayer se intentó suicidar un hombre en el trabajo. Se tiró de un silo y se reventó la cara.

P. se tapó la boca con una mano y L. dijo que era una historia terrible. M hablaba mientras aparcaba el coche. Acabábamos de llegar a Benimaurell, el primer pueblo de nuestra ruta hacia el interior. Al salir del coche, el ladrido de un perro hizo que olvidásemos la historia de M. Era un pastor alemán viejo atado a una farola y nos miraba con orejas puntiagudas. Apretamos el paso por el asfalto negro. Las casas estrechas, de distintos colores, se precipitaban sobre bordillos color paja. Al llegar a la plaza vimos una rayuela pintada en el suelo. P. cogió una piedra y la tiró sobre la primera casilla. Saltó a la pata coja y dio media vuelta.

–Lo recordaba más divertido– dijo.

El pueblo estaba vacío y no tardamos en regresar al coche. El perro seguía ladrando. Arrancamos. P. pidió que pusiésemos música y yo rebusqué en la guantera. Encontré un disco de Elton John. Le di al Play y sonó Daniel.

They say Spain is pretty though I’ve never been

Well Daniel says it’s the best place that he’s ever seen

El siguiente pueblo era Fleix. A él se llegaba cruzando el barranco del Infierno, una inmensa alfombra militar con manchas rojas que anunciaban que era tiempo de cerezas. Avanzamos por la carretera mientras el cielo nos perseguía oscuro.

Habíamos ido muchas veces a las playas de esa región invitadas por la familia de L., pero ahora que sus abuelos habían muerto, los padres querían vender la casa. Era nuestro último viaje juntas y no había parado de llover, así que habíamos decidido adentrarnos en los pueblos del interior. L. decía que le daba mucha pena que sus padres vendiesen la casa familiar. No solo echaría de menos a sus abuelos sino también el pueblo en el que había pasado su infancia.

En algún momento, M. me pidió que comprobara en Google Maps si faltaba mucho para llegar a Fleix. El punto azul permanecía quieto sobre el mapa.

–No tengo cobertura– dije.

L. y P. sacaron sus teléfonos. Ellas tampoco tenían. Estaba oscureciendo y el camino cada vez era más estrecho. Elton John terminó de cantar Daniel pero la pista del CD saltó hacia atrás. Volvió a sonar la misma canción. Una y otra vez. Seguía sonando cuando, a lo lejos, divisamos un pueblo y, más adelante, un cartel que decía Fleix.

Aparcamos de noche, casi sin luz, pero pudimos escuchar el ladrido de un perro sobre el silencio. Estábamos cansadas y las casas nos parecían las mismas del pueblo anterior. El asfalto de carbón, los bordillos color paja, las casas de colores. Hasta la plaza era idéntica a la de Benimaurell con una rayuela pintada en el suelo.

-¿Estáis seguras de que estamos en Fleix?– preguntó P.

–¿Por qué?– dije.

–Porque la piedra de la rayuela está en el mismo lugar donde yo la dejé.

Tu puntuación:

URL de esta publicación:

OPINIONES Y COMENTARIOS