En el centro del parterre, un ciprés aún arroja su sombra sobre la fachada del edificio. En la primera planta, antaño siempre abiertas, las ventanas llevan cerradas más de un año.
Dentro, en la sala principal, sólo el silencio y, sentadas cada una en un extremo, tres personas permanecen embebidas en sus fantasías, ajenas al desafío. Nadie más.
Años atrás, los vecinos hacían cola en la recepción.
Esta era una localidad pequeña, pero culta y aplicada, donde las calles amanecían aseadas. Ayer, apenas si dio tiempo a baldear el entorno de la casa del alcalde.
El pueblo crece alrededor de ese desamparado edificio de ventanas cerradas, y los nuevos tiempos inventan nuevas urgencias.
Primero se instaló una fábrica de botellas que dio trabajo a casi todos los residentes. Meses después, se asentó una planta de envasado de fruta que atrajo a decenas de trabajadores de la comarca. También arraigó un polígono industrial, pegado a la carretera que llevaba y traía a los camiones, al amparo de una nueva autovía.
Con el polígono, tomaron la tierra los edificios de viviendas. Y llegó más gente.
La escuela se vio acompañada por otra escuela, para los pequeños, en tanto el gobernador de la provincia tenía sobre la mesa los planos del que sería un moderno instituto.
A la iglesia, que sólo abría los domingos para la misa de una, enviaron un cura fijo del obispado.
El edificio de los sindicatos fue reformado, y resultaba curioso porque era el único que permanecía iluminado de noche.
La clínica del doctor Banegas se convirtió en un amplio centro de salud, incluyendo especialidades. Junto a la clínica, la farmacia era regentada por su hija Fructuosa, que vio ampliado el horario; Fructuosa estaba casada con un cabo del puesto más cercano de la Guardia Civil, quien acabaría siendo trasladado al mando creado en el pueblo, junto a los sindicatos.
El municipio viajaba febril hacia el futuro.
La biblioteca no tiene voz capitalista que la defienda y, silenciada por la bonanza, su edificio se ve débil y sufre resignado los nuevos usos que trae la prosperidad.
—Acabará muriendo —apunta el alcalde desde su mesa mientras fuma un habano.
Encontramos huecos vacíos en sus estanterías porque los libros, uno a uno, van despoblando sus baldas persiguiendo lectores.
Cuentan los ancianos que en las noches claras se les ve aletear por los cielos como bandadas de estorninos, camino del olvido. Desde sus azoteas, otros contemplan absortos cómo esas oleadas son abatidas por tramperos mercantilistas.
Y es curioso que, de los cuatro ejemplares de El Quijote que dormían al amparo de las paredes, sólo quede uno en el anaquel más alto donde sólo llegan las cigüeñas, que rompieron uno de los cristales de la cúpula, y que, si nadie lo remedia, acabará picoteado.
El más joven de los tres lectores solitarios memoriza un tratado de medicina, y sabe que otras personas siguen en la sala porque, conforme pasan las páginas de sus libros, llega a sus oídos el eco de cada hoja.
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