Día veintisiete de diciembre.

El oleaje me escupía hacia la orilla. Lo último que recordaba era a los compañeros saltando al océano desde cuarenta metros. Las llamas fundían el hierro y el buque se hundía. Una vez me encontraba en las frías aguas, antes de entumecerse mis extremidades, pude subirme a un bote hinchable. La lluvia era intensa y la mar arbolada. Aquí me encontraba, sentado en un trozo de madera, con la cabeza para abajo y la mirada perdida en el infinito. El pensar me hizo coger algunos palos y los coloqué pidiendo auxilio con grandes letras sobre la arena.

Día veintiocho de diciembre.

Estaba en una pequeña isla del Ártico. Anduve más cuarenta mil pasos hacia una misma dirección, quizá fuese su diámetro. Había una pequeña montaña, no sabría calcular su altura, tal vez unos quince metros. Al bajar, sin ver un escondido hueco rocoso introducía el pie. El dolor que sentía, me causaba fuertes arcadas que acababan con vómitos. El líquido viscoso caía por mi comisura, tenía claro que me había partido en varios trozos el tobillo izquierdo, una de las fracturas era abierta, perdía mucha sangre y el sudor frío de mi frente hacía que perdiera la conciencia.

Día veintinueve de diciembre.

Pude llegar al pequeño refugio arrastrándome, tenía mucha hambre. La hinchazón y la pérdida de colores en la pierna me preocupaban, esperaría a mañana. La operación podría realizarla, tenía una caja de plástico de primeros auxilios, en ella había: gasas, antisépticos, pastillas… Tenía también cerillas y algunas herramientas: un machete, un serrucho, un martillo, y puntillas de buen tamaño… Todo esto pude rescatarlo y echarlo al bote. Seguía teniendo mucha hambre…

Día treinta de diciembre.

Había decidido amputar el pie. Hacía días que no comía nada, ni una pequeña alga seca. Como no comiera algo me desvanecería por el shock traumático de la amputación del pie y el hambre. Podría morir desangrado y aún tenía ganas de seguir viviendo. Observaba el tobillo necrosado, ingería unas pastillas analgésicas sin una gota de agua. De seguida apretaba con fuerza con mi mandíbula un grueso trapo y solo escuchaba el sonido del serrucho en mis huesos. Las lágrimas del llanto me caían por mi rostro sin control, la mordedura al trapo hacía incluso partirse algunos de mis dientes. Después de lograr un torniquete con una camisa destrozada, perdía el conocimiento.

Día treinta y uno de diciembre.

«Me presentaré, mi nombre es Esteban Ramírez. Comandante del buque Tierra. Escribo en mi diario. Tras la última bomba recibida, me encuentro moribundo, tumbado en la arena en una pequeña isla del Ártico. Creo que han pasado cinco días del ataque, me guío por mi reloj. Pero estoy muy despistado. Seres extraños van saliendo del agua, los diviso a lo lejos. Tienen andares extraños, similar al de los cangrejos, sus tamaños son desmedidos, saltan en zigzag impulsados por sus tentáculos… Están cada vez más cerca de mí. El muñón de la pierna lo devoran los gusanos… ¡Por favor no quiero morir…!».

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