Siempre pude o supe encontrar, entonces y casi ahora mismo, un sendero nuevo, un camino ignoto, un vericueto inesperado, en el cuerpo, palpitante y gélido a la vez, siempre por inventar de esas cumbres, modestas pero duras y agrestes como la vida de sus hombres. Mi pueblo, tan inmensamente ignorado hasta por sus propias hijos, tan leoneses para lo bueno como para lo malo, aún refulgía de bullicio, sobre todo en verano, con ese ir y venir, de juventud y viejos entremezclados en juegos y labores. Otrora, tan distinto de hoy, los tres niveles de la vida del pueblo irradiaban claridad y certeza. El monte era el ganado y era la negra mina, la vega era cosecha blonda y el río, ¡ay! nuestro río, tan ancho, bravío y enamorado, era el juego y el amor joven, eran las horas de la madurez en pesca de sus horas menguantes, era el cruce entre el miedo y el gozo.

Pero los años no pasaron en balde, como suele decirse tan bien dicho. Llegaron nuevos tiempos a la aldea, emigraron sus gentes, otras gentes lejanas usurparon el río e invadieron sus montes, murieron o casi sus costumbres, fueron faltando, poco a poco, las pocas almas que con firmeza y reciedumbre mantenían el recuerdo de un carácter abrupto y legendario. Y, a la vuelta veraniega y fugaz, únicamente reconozco el perfil, tan idéntico que parece mentira, elevando la tierra hacia el celeste techo inalcanzable que siempre estuvo allí. Sus casas, sus callejas, sus huertonas, sus praos, su ermita orgullosa, escasa y solitaria en mitad de unas faldas de orégano, zarzas, tomillo y té de la peña, siguen allí, es verdad, que algunos las recorren de vez en cuando, que algunos las celebran cuando llegan las fiestas, solamente. Pero, lo único que sé cierto, es que el alma del pueblo la rompieron los tiempos, quedan meras las sombras de memorias escuetas de quienes disfrutamos una niñez ingrávida y feliz en sus cotas inmensas. Cuando tengo la suerte de poder acercarme, y empiezo a vislumbrar su cercanía tan cálida, pienso cómo a pesar de todo, de las tantas ausencias que nadie nunca podrá arrebatarme, la belleza inmanente de esas cumbres me transportan atrás y me conceden, ya tan de tarde en tarde, una felicidad inexplicable.

En fin, Aleje, lugar tan desconocido como insignificante, qué grande fuiste y que grande eres, al menos para mí. Dicen que el tiempo construye las leyendas, y tú seguramente eres la mía. Seguiremos andando por tus peñas arriba, que esas no han podido llevárselas los años. Todavía.

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