De manera sorpresiva –y, si no la conociera, diría que a traición–, mi querida Océanos Martínez comunicó a todos sus allegados con un mensaje escueto y conciso que iba a casarse “con él” en un mes. Adjuntaba al mensaje una foto donde la maravillosa Océanos aparecía diminuta junto a un hombre tanque absolutamente desconocido para todos nosotros. Ambos sonreían al teléfono y él incluso guiñaba un ojo como riéndose de todos los que habíamos recibido ese anuncio de nuestra desgracia: la pérdida de Océanos.
La familia de ella intentó rebelarse, las amigas se negaron a aceptarlo, los amigos no sabíamos si creerlo; pero la novia insistió tanto en la verdad de su deseo, que sus padres no pudieron por menos que transigir, sus amigas que rezongar maltrechas y sus amigos que bufar al ser desplazados un poco más lejos todavía de sus favores. En sus padres pesó el gran amor que le tenían, por no mencionar la amable perseverancia que la había distinguido desde niña. En sus amigas, el amor verdadero fue argumento más que suficiente en cuanto las reunió en el club de hípica. En los amigos, el razonamiento definitivo fue la mirada irresistible que hacía veinte años (a mis quince) me había dicho que no, obligándome a la vez a amarla sin remedio durante toda la vida.
A pesar de mi aceptación de la decisión de Océanos, busqué el consuelo del conocimiento. Le investigué. Pagué a un par de soplones que un amigo policía me proporcionó. Aparte de ser un obeso irredento y sudador inveterado, no le encontré más defectos que una madre aún más grande que él, un padre fallecido y un negocio de arreglos baratos de sastrería de caballeros venido a más en cada crisis. El negocio fue herencia del padre, que también fue sastre, aunque con más aires de grandeza (en la sastrería y en la ocupación del espacio). Nada de vicios conocidos. Tan nada de vicios que mi sospecha se agrandó cuanto menos encontraba. Pero al no encontrar nada, tampoco pude probar que hubiera algo. Una de mis fuentes se puso al límite de la pesadez aguantable insistiendo en que hubo una época que de aquella tienducha salían trajes de corte clásico a medida, pero ahí le silencié con un billete de cincuenta euros y cada uno nos fuimos a nuestra casa.
Hablé con amigas de Océanos y ninguna supo decirme dónde ni cómo había conocido a ese enorme novio. En especial, Marigeles, amiga de ambos desde el colegio, antigua confidente de mis infructuosos intentos juveniles de bucear en Océanos, me insistía en que nada hacía sospechar que hubiese algo más que amor, exagerado sí, pero amor, así de sencillo. Me convenció examinando los dos leitmotiv que abundan en las películas buenas y malas para dar razón de aquel amor fulgurante y extraño, aunque sincero en apariencia. En primer lugar, el dinero. El dinero no podía ser, no y no, recalcaba Marigeles, porque nuestra María del Mar (la mar más grande de nuestras vidas, nuestra Océanos del alma) no necesitaba el dinero, ni en forma de renta ni en forma de patrimonio, remachó con dos golpes sucesivos en la mesa. Podía darse la gran vida gracias al fideicomiso de abuelos paternos y maternos, eso por no mencionar la herencia que un día le llegaría de sus padres. De hecho, sus sencillos gustos caros eran casi imposibles de imitar, como Marigeles me había asegurado mil veces, más aún desde que se doctoró en economía con una tesis sobre la demanda de liquidez. En segundo lugar, tampoco podía ser prestigio, porque no hay nada más prosaico que un sastre que sólo hace arreglos, enmiendas y remiendos a lo que otros construyeron con un afán mayor.
Después de un silencio carente de significado, Marigeles sugirió con medias palabras si tras ese corpachón no habría un cazafortunas. No, no, eso ya lo había comprobado yo. Él no parecía buscar tampoco ni dinero ni prestigio; parecía inmune a ambos males. Por un lado, su negocio era tanto más próspero cuanto más se veían obligados los caballeros de verdad a reciclar sus trajes o a hacerlos durar un año más, una boda más o algún que otro funeral; y bien sabíamos que esa necesidad se incrementaba sin pausa y sin final a la vista (y lo mismo, por tanto, su mercado e ingresos potenciales, recalcó la doctora Marigeles). Por otro lado, ese hombre podría quizás prestigiarse saliendo del brazo de Océanos a pasear los domingos, si bien dadas sus hechuras y falta de garbo no podría participar en la vida social local, a la que Océanos tampoco era dada más allá de unas mínimas obligaciones. Puestos a ser sinceros, la vida social local era muy poco vital, proporcionaba muy poca sociedad y apenas se componía de personas de la localidad, como bien sabía yo que era uno de sus miembros más activos.
Para nuestra desesperación sólo nos quedaba una explicación posible: aquel hombre la hacía feliz. Esa conclusión nos alteró hasta el punto de que Marigeles y yo terminamos llorando en su cama borrachos, desnudos y flácidos, con la entrepierna caliente y los pies, más que fríos, gélidos. Cuando me pareció que ella se dormía, deposité un beso en su frente, la arropé y ella se dejó hacer. Me fui a mi casa andando, hasta la otra punta de la ciudad, y me dio tiempo a despejarme y a darme cuenta que, por mucho conocimiento inútil que yo acumulase y dado que el amor verdadero y prístino era la explicación más sencilla posible, nadie podía parar, por increíble que me pareciese, aquella boda. Ni siquiera yo.
Así pues, se celebró el matrimonio. La ceremonia religiosa fue ligeramente larga; pero, como los invitados sabíamos el grandioso banquete con que se nos iba a agasajar, soportamos a la manera estoica las tres horas que se prolongó el sacramento. La comida fue tan tópica que tuvo un cierto interés antropológico: marcha nupcial, entremeses fríos y calientes, vinos blancos y tintos de la tierra, gaseosa por si acaso, agua mineral baja en sodio, quesebesen quesebesen, se besaron, lospadrinos lospadrinos, se besaron, langostinos dos salsas, quesebesen quesebesen, se besaron, cordero asado con patatas panadera, tarta, espada, quesebesen quesebesen, se besaron, conlengua conlengua desde el fondo pero sin fuerza, no se besaron, helado, puro, alcohol, corbata, bandeja llevada por los amigos, tuna, alcohol, liga, otra bandeja portada por las amigas, más tuna, más alcohol. Más y más ardiente alcohol.
Por fin, en un cierto momento de la eternidad, la tuna enfiló la salida. El novio, descorbatado, se levantó a departir con varios miembros de su propia familia en una mesa escondida detrás de un par de columnas. Océanos hizo lo propio por las mesas de sus familiares y amigos, cambiando palabras e impresiones, escuchando tópicos sin valor informativo, recogiendo algún que otro sobre rezagado con dinero, fingiendo sonrojo ante chistes rancios e intentando no pegarse a maquillajes ajenos. Al llegar a mi lado, le pregunté en voz baja si podíamos hablar en privado. Si no había podido parar la boda, al menos tenía que hablar con ella.
– Sí, claro, así me despejo un poco–, contestó.
Nos alejamos lo bastante como para que desde el restaurante sólo se viera un borrón blanco al otro lado de los coches y yo no fuera más que una mancha sucia del paisaje. Sin más miramientos le solté:
– Ahora me vas a explicar qué tiene ese hombre para que te hayas casado con él, cuando, objetivamente, no sólo es un adefesio, sino también un ladrón que me ha robado lo que más quiero. Ah, y ya sé que ni tiene dinero ni eso te importa ni te ha importado nunca.
Océanos se carcajeó en mi cara de una forma insolente y adorable. Cuando se le pasó la risa, me cogió del brazo y me susurró en tono confidencial:
– Miguel, tú y yo sabemos todo el uno del otro, ¿no es verdad?
– Sí, claro que sí, por eso me extrañó que…
No pude seguir hablando: ella había empezado a acariciarme la barbilla y a mirarme desde lo alto de los imposibles tacones de sus zapatos blancos.
Sus ojos me sonrieron:
– Por una vez en tu vida, no hables y escúchame –se acercó un poco más–. Reconozco que me costó ver que, en ese cuerpo que tanto te disgusta, hay un hombre, un hombre con el que iba a estar dispuesta a casarme. Pero doy gracias a Dios, porque nadie antes ha sabido ver en él lo que yo he encontrado. ¿Me entiendes ahora?
– Sí –susurré, sin haber entendido absolutamente nada, embrujado por sus ojos verdes, embriagado por el olor del vino que salía de su boca.
Me besó en la mejilla y creí morir.
Aunque ninguno de los dos era pobre, la alegría les duró muy poco: esa misma noche falleció el descomunal marido de Océanos. No era otoño ni lo habían anunciado en el canal meteorológico, pero comenzó a llover como si viviéramos en tiempos bíblicos. Por whatsapp y en la radio y en la prensa locales, el entierro se anunció para el día siguiente a las cuatro y media. Yo me enteré como siempre, a través de Marigeles. Me pidió que fuera a su casa, porque estaba muy afectada. Me resistí, me resistí mucho, pero terminé cediendo y ella encargó la cena a un restaurante chino y las setas con gambas sabían a algo más en su boca y ella lloró conmigo por la desgracia de Océanos y quiso llevarme a la cama, pero yo no llegué más allá del sofá. Ella dijo que tenía frío y yo le busqué una manta azul y gris en el armario empotrado del pasillo. Esa noche me quedé a su lado, viéndola dormir en el sofá bajo la manta, porque sentía que debía hacerlo así, sin saber el porqué. Sin embargo, un par de horas antes de amanecer me fui a mi casa, una vez más caminando, sin dejar de dar vueltas que la pobre Océanos estaría, a buen seguro, desamparada en casa de sus padres, metida en un pozo de somníferos para que su alma no fuera devorada por la desesperación. Por mi parte, dormí gracias a los buenos oficios farmacéuticos de mi amigo Martín, que abría la farmacia justo al amanecer para vender caros remedios de fierabrás contra las resacas insomnes y pastillas blancas y lisas sin receta para quienes debían recuperar el sueño perdido de forma triste o alegre.
Caí en mi colchón como asesinado por aquella pastilla blanca –en el microsegundo en que noté el tránsito de la vigilia al sueño llegué a maldecir a Martín por haberme envenenado–, hasta que me desperté sobresaltado con el tiempo justo para llegar a la iglesia y encontrar a todo el mundo comentando que algo pasaba, que el fallecido y su viuda deberían haber llegado ya. El cadáver, inexplicablemente, no estuvo preparado para aquel día a la hora prevista. La familia no explicó el motivo y, tras un pequeño –aunque educado– alboroto, se anunció el funeral para el día siguiente. Nada supimos de Océanos. Me temía lo peor: crisis nerviosas, láudano a raudales, bajones de tensión y sales, muchas sales, para volver a empezar, hora tras hora, aquel infierno sobrevenido con la misma rapidez que su boda. Marigeles me buscó entre la multitud que, tras el anuncio de la nueva fecha, ya empezaba a desmembrarse. Se colgó de mi brazo para pedirme que no la dejara sola esa noche, que me quedara hasta la mañana, que sólo me lo pedía como un favor; a lo que yo le contesté que, por supuesto, para qué están los amigos si no. Esta vez pedimos una pizza con anchoas, así que abrimos una buena cantidad de cervezas para diluir la sal de las anchoas, no había más remedio. Cerveza tras cerveza, recorrimos el trayecto hasta la habitación y esta vez sí que pude llegar hasta la cama y allí, acariciándole los pezones claros tal como me suplicaban sus ojos oscuros, le pregunté, ¡mil veces!, si no era un desatino que aquel botarate la hubiera dejado viuda en la misma noche de bodas y ella me contestaba que sí, que sí, que sí, y luego cuando dejé de preguntarle siguiendo diciendo que sí, sí, llorando, sí, sudando, ¡sí!, ¡¡síííííííí!!, hasta caer rendidos ambos, sin explicaciones ni respuestas, con sólo la afirmación rotunda de Marigeles en medio del último beso, húmedo, abierto, sin final.
Desde su casa, y del brazo en esta ocasión, Marigeles y yo acudimos por segunda vez a la puerta del cementerio, pero con el mismo resultado. Nuevo retraso para el día siguiente a la misma hora y un pequeño –algo menos educado– alboroto. Las imágenes de la torturada Océanos me martilleaban las sienes; aun así, Marigeles no tuvo que sugerirme nada. De vuelta a su casa, compramos un par de kebabs monstruosos, una ensalada familiar de familia numerosa y cocacola de dos litros, buscamos ron en su mueble-bar tan bien surtido, y barajamos razones para la demora tan recalcitrante de aquel finado y la espalda de Marigeles no me dio ninguna respuesta; empero, la recorrí hasta sentirme agotado de preguntar y, aún en las puertas del sueño, oía sus síes a preguntas que yo no había formulado y sentía los restos de un ósculo en mi frente desafiando cualquier explicación posible y buena parte de las imposibles. Ya soñaba cuando la escuché decir: ojalá se retrasase todos los días, para siempre, siempre.
El entierro todavía se aplazó un día más y el alboroto dio paso a una bronca –educadísima, por cierto–; esto es, hubo una noche más con Marigeles en la que comimos sushi de todos los tipos gracias a un japonés que nos pillaba de camino y sus dedos me supieron a almidón de arroz, a atún rojo sin salar, a soja, a wasabi, a jengibre.
Ese retraso, por fortuna, fue el último. Al día siguiente, Marigeles lloró a mi lado toda la ceremonia, mientras yo le repetía a cada rato si no veía lo guapa que estaba nuestra adorada Océanos bajo aquel velo negro. Marigeles asentía sin parar, mientras se limpiaba con un pañuelo rosa con una M churrigueresca bordada en cada esquina. Igual lloró en el cementerio, a moco vivo, a pañuelo tendido, a M colgante. Dimos tierra al marido de Océanos los mismos que estábamos en la iglesia aquel último día: diez amigos de ella (contándonos a Marigeles y a mí), una hermana soltera de él, su viuda, los padres de ella y, por supuesto, el sacerdote. Los demás –en especial, la familia directa de él con la excepción de su hermana– pensaron que un hombre que llega tantas veces tarde a su propio entierro no merece ser acompañado en ese trance. Uno de los diez amigos de Océanos allí presentes era Javier Pinilla, el mejor médico forense que había en la ciudad; de hecho, el único y quien con toda seguridad había certificado la defunción. Javier había sido compañero de instituto de Océanos y de Marigeles y amigo mío de alguna que otra de mis correrías veinteañeras, un hombre alegre que al terminar la carrera se volvió un caballero tristón y tímido que malgastaba su macabro sueldo en figuritas cromadas de héroes mitológicos. Me acerqué a él –con Marigeles del brazo, no hay que dudarlo– para preguntarle qué había ocurrido.
– Él murió de infarto masivo por sobresfuerzo. Previsible en la noche de bodas de un hombre como él con una mujer de bandera como María del Mar. Ella vio cómo perdía la vida después de sus besos y los dos días siguientes se aferró al cadáver como una loca. Aunque le inyecté un tranquilizante muy fuerte no hubo forma de despegarla de su lado.
Pegó la boca a mi oreja (a la que no estaba en el lado de Marigeles) y continuó:
–Bueno, eso los dos primeros días. El tercero fue por mi culpa. Dije que le iba a hacer la autopsia, pero sólo lo tuve en la morgue por joder un poco.
– ¿¿Qué?? –exclamamos Marigeles y yo al unísono.
– Miguel, ella también me rechazó cuando terminé la carrera. Que a ti te dijese que no, tiene un pase. Pero que tuviera la desfachatez de rechazarme a mí, a todo un médico con futuro, fue estúpido y cruel. ¿Por qué crees que me hice forense?
En aquel momento, sin pensarlo siquiera le lancé un swing (es decir, un puñetazo lateral largo con el puño rotado, el derecho, porque soy diestro) que lo dejó mareado, más por la sorpresa que por la fuerza de mi brazo (nunca pasé de peso welter), si bien con el gancho en la base de la barbilla que le disparé a continuación lo lancé contra una lápida gongorina que lucía un epitafio que así rezaba: “Para mi alma y para mi cuerpo / eterno descanso ruego”. Todos se volvieron a mirarnos mientras Marigeles me sujetaba. Océanos, al girarse, perdió el velo que le cubría la cara y lluvia y lágrimas se confundieron sobre su rostro. Me pareció más hermosa que nunca. Jamás he amado a ninguna otra como a ella en aquel instante. Ni siquiera a ella misma. Como ya no pensaba ni razonaba, también yo me eché a llorar. Marigeles me abrazó murmurando algo ininteligible en mi oído mientras Pinilla se largaba tropezando como un borracho por entre las tumbas. La tierra comenzó a golpear el ataúd y reclamó la atención de los pocos asistentes.
– Mi perfecta, perfecta, perfecta Océanos –susurré llorando entre hipos suaves.
Y Marigeles me comió a besos bajo la lluvia, a espaldas de todos los dolientes.
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