Había una vez un sapo que no quería ser príncipe y una princesa que solo quería príncipes sapos. Aunque mejor matizamos; en realidad, ningún príncipe a la usanza consentía tomarla como esposa.
Siendo yo el narrador, y me presento, no he de olvidar mi cometido. Debo mostrar a la princesa tal cual era, sin disfraz alguno que la desvirtúe, a fin de que puedan entenderse los motivos por los que ningún príncipe osara desposarla.
La princesa, hija única de los reyes, era déspota, consentida, marrana, histérica y más puta que las gallinas, dicho sea esto sin ofensa alguna para gallinas ni para putas, pues quien este relato les narra, nada tiene en contra de ellas, muy al contrario, a las primeras he de agradecerles sus exquisitos huevos y a las segundas algún que otro grato servicio también con ellos… En esto de la casquivanía, la princesa había salido al rey. No había una sola doncella en todo el Reino que no hubiese pasado por su lecho. La reina se acostumbró a este trasiego y, resignada a su suerte con un marido putero y una hija histérica y salida, se dedicó a los rezos, bordados y sudokus, alejada del resto de lo que acaecía en palacio.
En contra de lo que pudiera parecer, a la princesa no le afligía la negativa de los príncipes a desposarla. Sabedora de los cuentos de sapos encantados, insistió al rey en que quería que llenasen de sapos el estanque, y así se hizo. Mandó marcarlos con tres lunares rojos en las patas para que se supiera que aquellos sapos eran de su propiedad. El estanque del jardín se convirtió en una feria de ojos prominentes y patas flamencas que la princesa besaba a su antojo, verificando encantamientos como si fuesen pimientos de Padrón, este sí, este no. En cualquier caso, los príncipes no le duraban más de dos asaltos. Después, aburrida de ellos y habiéndolos dejado exhaustos, eran enviados al destierro hechos un guiñapo.
Al poco tiempo, en el estanque solo quedaba un sapo, el nuestro, y el que será protagonista del relato. Había ido esquivando hasta entonces los ardorosos besos de la princesa, con más arte que un torero ajusta la taleguilla a sus pelotas. Si algo tenía claro el sapo, es que él quería seguir siendo un sapo, no iba a dejar que le besara princesa alguna.
Del mismo modo que hice con la princesa, detallo ahora las habilidades del sapo, mi favorito. Mas no por ello le añadiré alguna valía que no tuviese: era despierto, valeroso, tozudo, listo, trabajador y honesto.
Llegado al punto en el que se encontraba, una princesa en celo y él solo en el estanque, no había mucho que cuestionar. Lo más seguro era marcharse. Preparó un atillo, no porque tuviese cosa alguna que llevarse, que no tenía ni chus ni mus, pero le daba cierto aire bohemio a la partida, tal vez en el camino podría encontrar algo con que llenarlo. Y así, brincando, con el atillo huero colgando de sus patas a lunares y escondido tras unas ramas de romero, se escapó nuestro sapo de palacio en busca de un reino sin cuentos ni princesas.
Anduvo varios días sin rumbo definido, bebía y se daba baños en los charcos, cazaba moscas a lengüetazos y estrenaba el atillo, ilusionado, llenándolo de hormigas y lombrices a modo de despensa.
Mientras tanto, la princesa, al comprobar la huida de su último príncipe encantado, montó en cólera. No soportaba que se mofaran de ella, y tanta rabia acumulada le provocó una apoplejía uterina que no le impidió mandar a sus soldados prender al sapo.
Nuestro prófugo, tras vagar durante días en solitario, a ratos caminando, a ratos dando saltos, comenzaba a tener la piel pelada y sendas durezas en los dedos. Había encontrado cinco monedas de oro en una charca y decidió darse un lujo alojándose en la primera posada que encontrara. Anochecía cuando topó con una hospedería de cuatro estrellas. El posadero le miró con sorna y sin mediar palabra le señaló un cartel colgado en la pared: “Prohibida la entrada a sapos con atillo”. El sapo mordió las monedas de oro con chulería y el posadero quitó el cartel de inmediato, y se tiró un farol diciendo que le dejaba quedarse no por su dinero, sino por los distinguidos lunares de sus patas.
Ajeno a ello, los soldados de la princesa seguían buscándolo. Asaltaban charcas y estanques sin discriminación, rastreando sapos con ancas tuneadas que mutilaban con rabia al comprobar que no tenían lunares.
Aquella noche, en la pensión, el sapo quiso darse un festín y pidió para la cena, al posadero, un braseado de lirones al vino y de postre, una colineta. Con el buche repleto, solicitó un aposento con vistas al jardín y, a ser posible, que dispusiera de jacuzzi. La mujer del posadero le subió una toalla contoneando la cadera, y él se alejó de un salto, no podía arriesgarse, porque hay princesas besuconas que van de incógnito. Echó el pestillo de la puerta y durmió toda la noche a pata suelta en un catre con un cómodo colchón de viscolástica.
Por la mañana desayunó un tazón de leche de almendras y una tostada de membrillo y queso. Se comió la mitad, guardando el resto de reserva en el atillo. Pidió la cuenta al posadero, que pretendió timarlo, pero él le dijo: ”a otro sapo con esa mosca”, y le pagó lo justo.
La siguiente parada fue en casa de un herrero. Estaba aburrido de la vida ociosa y le pidió trabajo. El herrero no parecía muy convencido, dudaba de la ayuda que podía prestarle un sapo. Siendo sinceros, el propio sapo tenía dudas. Le propuso ponerlo a prueba una semana solo por la comida y un jergón de paja. Y así lo hicieron.
Aprendía rápido, antes de la semana ya se desenvolvía con el yunque y la forja, colocaba herraduras a los caballos y modelaba candelabros. Era eficiente y trabajaba con diligencia. El herrero le planteó dejarlo como ayudante; eso sí, por el salario mínimo, pues la herrería no estaba bien pagada.
Allí pasó casi un año hasta que surgió un inconveniente. La mujer del herrero, viéndolo tan cultivado y listo, empezó a sospechar que fuera un príncipe encantado, y comenzó a mirarlo con ojos de princesa consorte, y por la misma causa tuvo que marcharse. Por supuesto, no le contó nada al herrero, era un buen hombre y no quería darle un disgusto. Este, en premio a sus servicios, le regaló una herradura de la suerte que metió en el atillo de recuerdo.
Su siguiente destino fue en el horno de un panadero avaro que robaba en el peso del pan negro, por entonces el pan de los pobres. Las hogazas de centeno y mijo siempre iban mermadas. No así lo hacía con el pan blanco, que por ir destinado a los señores, no se atrevía a aligerarles peso por miedo a represalias. Pero el sapo, que era más listo y mejor persona que el panadero, se ganó su confianza, y en cuanto le dejó manejar el horno y amasar las hogazas, añadía trigo al pan negro de los gramos que le quitaba al blanco. De ahí que los campesinos comentaran que, desde que estaba el sapo, el pan era mucho más tierno.
Tanto se entusiasmó con el manejo de la masa que, al cabo de un mes, confeccionaba panes artesanos en forma de lazos, flores de loto o huevos de pascua. El panadero que al principio era reticente, viendo como sumaba encargos y llenaba sus arcas, lo dejó maniobrar a su antojo, aunque fiel al dicho de genio y figura… seguía siendo mísero y desconfiado.
Mientras tanto, en otro orden de cosas, los soldados de la princesa seguían la búsqueda cada vez más cabreados: “Si cojo al sapo, lo mato, voy a cambiarle los lunares por cardenales”, se les oía decir. ¡Ya más de un año sin ver a la familia y sin libranzas! ¡Todo por su culpa!
En Palacio, la reina seguía con los sudokus y el rey, con sus retozos. La princesa se había rayado por completo. No dormía ni comía, solo babeaba. Se pasaba las horas dando vueltas alrededor del estanque mascullando: “tú déjate que pille al sapo, se va a enterar el sapo…” En este punto, con tales gobernantes en el Reino y que este no se fuera a pique, concluiremos que si continuaba a flote, era tan solo por sus súbditos, por otro lado, como ha ocurrido siempre.
El sapo tuvo de nuevo que dejar el horno y las hogazas por la misma causa que la herrería. En este caso fue la criada de un conde. Cada mañana acudía al horno a por dos hogazas de pan blanco para sus señores y alababa con entusiasmo el trabajo del nuevo panadero. Llevaba meses sisando de la compra para encargarle un pan blanco en forma de corazón. Cuando el sapo se lo entregó, la criada lo partió por la mitad y le ofreció a él la otra, poniéndole esos ojitos cuya lectura ya empezaba a serle habitual: “yo también quiero un príncipe en mi vida”, transcribió el sapo.
Como el panadero no había sido buen amo, cogió una hogaza de pan blanco en forma de flor de loto, que era su preferida, la metió en el atillo junto a la herradura y se marchó sin despedirse de él, pero pensando: ¡ahí te quedas, avaro de mierda, ya verás cuando tengas trabajadores sindicados!
Estaba decidido a no volver a trabajar en ningún otro sitio. Viviría errante, puesto que siempre una mujer acababa por hacer peligrar su condición de sapo.
No había brincado seis leguas cuando topó con un convento de insumisos: albergaba igual a monjes franciscanos, saholínes, budistas, o tibetanos, y muchos otros que no voy a mencionar, porque para el relato nos basta con saber que, los que allí se alojaban, disentían en algún punto del feudo religioso. Eran respetuosos los unos con los otros e intercambiaban sus conocimientos. Tanta diversidad de túnicas hacía que aquel convento pareciese más la pasarela Cibeles que un aposento monacal.
El sapo estaba entusiasmado pensando que si le permitían quedarse acabaría siendo un sapo ilustrado, pero lo que de verdad le hizo devoto del convento fue comprobar que no había mujer alguna que le pusiera ojitos. ¡Libre por fin de ser desencantado por un beso!
Los monjes lo aceptaron sin reparo. En la mañana ayudaba en las tareas de limpieza y con las viandas en la cocina; por la tarde estudiaba la Biblia, los Sutras, los Mantras y el Torá, leía manuscritos de filosofía, aprendía artes marciales; y anochecido iba a reunirse con los monjes saholínes para meditar. ¡Por fin había encontrado su lugar!; aunque no se decantaba por ninguna doctrina, ni ningún monje pretendió nunca imponer la suya. Allí pasó dos años hasta que una mañana un franciscano, mientras bordaba una casulla, le recomendó que se anduviera con cuidado, pues había oído decir a un campesino que unos soldados, a las órdenes de una mala princesa, exterminaban sapos a mansalva mientras iban buscando a otro fugado.
Aquella noche tardó en dormirse y tuvo pesadillas. Veía sapos torturados por todas partes, le enseñaban sus patas sin lunares, acusándole, y estaban rodeados de princesas, esposas de herreros y criadas de condes que corrían tras ellos para estamparles besos venenosos en los morros. Se despertó sudoroso, jadeando. Al amanecer reunió a los monjes. Les dijo que tenía que marcharse, estaba decidido, había llegado el momento de plantar cara al destino. No iba a permitir que más sapos murieran por su culpa. Agradeció infinito las enseñanzas recibidas, y en reconocimiento les dejó la herradura de la suerte que le dio el herrero. Los monjes le obsequiaron con un manuscrito de Platón que metió en su atillo, y el franciscano costurero le regaló una túnica hecha a medida que iba a venirle bien para el camino.
No necesitó saltar muchas leguas para encontrarse de frente con los soldados. Se entregó voluntario, mostrándoles sus patas a lunares, levantando la túnica que el monje le había confeccionado. A los soldados les faltaron dos tris para cargárselo allí mismo, pero las órdenes de la princesa habían sido tajantes: ¡Prendedlo, pero prendedlo vivo! Si después de cuatro años volvían al Reino con un fiambre, las oficinas del Inem iban a ser su próximo destino.
Estaban demasiado lejos y no podían permitirse otros cuatro años de retorno. Soltaron los caballos y en el apeadero más próximo cogieron un tren lanzadera. Al llegar a la puerta de Palacio, el soldado trompeta hizo lo propio: se marcó un Luis Armstrong, y el vigilante de la puerta, moviendo las caderas sin poder evitarlo, les abrió paso.
La princesa, fue escuchar la trompeta y sin dejar de babear, como posesa, se lanzó a recibir a los soldados: ¡Ya ajustaremos cuentas!, dijo, ¡los he visto más rápidos…! ¡Y encima no diviso al sapo, más os valdrá haberlo traído…! Ahí lo tiene princesa, dijo el soldado de mayor graduación, señalando al sapo franciscano. ¿Me estás tomando el pelo?, dijo la princesa. No, mi señora, ¡miradle! El sapo se levantó las faldas dejando al descubierto sus patas verdes con lunares rojos.
Y la princesa, que había jurado que cuando lo tuviera a huevo iba a enterarse de lo que valía un peine, al verlo allí parado, mirándola con sus desorbitados ojos y aquella hermosa túnica de diseño, notó que le venían de nuevo los ardores uterinos y corrió hacía él, besándolo con uno de sus besos de tornillo. Él, resignado, cerró los ojos y se acordó de Sócrates. Lo que pasó después pudieron contemplarlo los soldados. Allí estaba ahora el sapo convertido en princesa, con un atillo colgando de su brazo y vestido con una túnica de monje que no llegaba a sus rodillas, y la princesa convertida en sapo babeante, con un vestido que le arrastraba más de medio metro y se le enroscaba entre sus patas a lunares. Brincando con torpeza y gesticulando sin orden ni concierto, acabó por caer en el estanque, desnucada por un balaustre de piedra que no supo esquivar a tiempo.
El sapo aceptó su destino con la serenidad que los monjes saholines le habían inculcado en el convento. Nunca pensó que pudiera llevar una princesa dentro. Los reyes, como estaban a lo suyo, ni se enteraron del cambio de princesa. El rey, acostumbrado a la antigua rutina de la hija caprichosa, seguía firmando peticiones sin mirarlas. Gracias a ello, y a costa de las arcas de palacio, el Reino pudo disponer de escuelas, hospitales sociales, centros de ocio y carros públicos. Los campesinos podían comer pan blanco sin que fuese su ruina, se abrió un spa de sapos, y se indemnizó a las familias de los muertos por genocidio. Las esposas de herreros y las criadas empezaron a cultivarse, ya no necesitaban príncipes encantados. Se inauguraron nuevos conventos de insumisos al que llegaban monjes de todas latitudes.
Al poco tiempo el rey murió de sífilis, no podía ser de otra manera. La reina encontró sosiego en la meditación y la vida de estudio de los monjes, y la princesa sapo pudo reinar por muchos años.
¡Ah!, se me olvidó narrarles un detalle: la princesa inauguró también una tienda de atillos a precio de coste, que se pusieron de moda en todo el Reino y se encargaba de diseñar Versaciem, el monje franciscano que finalmente colgó los hábitos por la costura.
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