Repantingada en aquella silla, despeinada y sin maquillar daba los últimos sorbos al café de la máquina. Había tenido que dar varias patadas antes de que aquella mole oxidada y perezosa comenzara a llenar el mugriento vaso de plástico. No era de extrañar. Era la única máquina de café que funcionaba en todo el dichoso edificio y tenía sus años. La cantidad de historias que podría contar aquella desgraciada.
¡Eva García Morán!; ladró la enfermera de turno. ¡Eva García Morán!, repitió con mayor desgana. No creyó que hubiera nadie más con ese nombre en aquella sala, así que levantó la mano y se dirigió hacia ella . Antes de que pudiera decir nada, la enfermera dio media vuelta y cerró la puerta en sus narices. Aquel momento hubiera sido perfecto para salir corriendo, que es lo que estaba deseando hacer desde que había llegado al cochambroso hospital, presagio de nada bueno y con un olor a moho, miseria y sordidez insoportable.
Se quedó inmóvil en cambio. Paralizada por el miedo. Ese miedo que llevaba días comiéndola viva. Que no la dejaba dormir ni pensar con claridad. Y entonces tuvo la certeza de que aquel era el momento en el que se había sentido más indefensa, sola y aterrada de sus veintitrés años de vida. Y eso no era fácil, porque tenía toda una colección de grandes momentos a lo largo de una adolescencia para olvidar. Desde que sus padres salieron aquella noche para no regresar siendo ella aún una niña, su existencia se limitaba a escapar de una retahíla de días grises. Todo lo que había conocido hasta ese mal día se convirtió en un vago recuerdo que muchas veces se le antojaba un sueño. A veces le parecía que el olor a flores de su madre o la sonrisa burlona de su padre no eran más que un bálsamo que le ayudaba a soportar los momentos más crueles. Vinieron las casas de acogida y más tarde un par de centros de los que salió en busca de algo mejor. Aunque se encontró con decenas de noches a la intemperie acompañada de un medio novio tan colocado que a duras penas conseguía coordinar dos frases seguidas. Y lo mejor de todo, el premio gordo: Carlos. El la salvó de la apatía de su propia vida. Consiguió que dejara su mala racha atrás y durante unos meses Eva pensó que quizá, y sólo quizá la vida por fin de nuevo tuviera algo bueno que ofrecerle. Le costaba creer que fuera cierto volver a sentirse a salvo, pero por entonces aún le hubiera costado mucho más digerir que aquel ángel salvador que la alejó de las calles acabaría siendo su verdugo.
Y allí estaba ante una puerta cerrada llena de trozos de celo y mugre cuando alguien tiró de su manga.
-¿Qué te ha pasado en la cara?
Desde aquel día en que Carlos le destrozó la cara con ácido nadie le había preguntado abiertamente por su aspecto. Casi era reconfortante existir para alguien, aunque fuera para una niña de apenas cinco años. A menudo, la gente prefería hacer que no la veían para no tener que pensar sobre ello. Su aspecto les incomodaba, porque donde tenía que haber una nariz o una oreja sólo veían torpes bosquejos. Pero a esa niña aquello no le horrorizaba. Sólo sentía curiosidad.
– ¿Te duele?
– No, contestó ella.
Volvió sobre sus pasos y se derrumbó en la silla de nuevo evitando mirar a la niña. Buscó con la mirada a alguien en la sala que pudiera ser la madre o el padre de aquella chiquilla. ¿Merecerían aquellos padres tener hijos? ¿Serían capaces de cuidar de ellos y alejarlos de la miseria humana? ¿O morirían antes de poder enseñarles a sobrevivir en un mundo tan cruel como les ocurrió a los suyos? ¿Qué hacían allí? Igual era un acto de amor hacia ese niño que ya no nacería. O simplemente querían deshacerse de aquella nueva molestia porque con esa chiquilla ya tenían bastante. Nadie parecía prestar especial atención a la pequeña. En realidad, nadie prestaba atención a nada.
La niña se sentó a su lado, mirándola con gesto travieso. Sus rizos rubios, rebeldes y desordenados campaban por la diminuta frente a sus anchas.
¿Cómo te llamas?
Eva, me llamo Eva.
La niña dio un brinco y abriendo de par en par los ojos gritó. ¡como yo! ¡como yo!
Eva no pudo disimular una sonrisa.
¿No te doy miedo?
¿Miedo? El miedo era verde y se lo comió un burro- dijo la niña divertida.
A Eva se le heló la sangre. E imaginó a su padre a los pies de su cama con aquella sonrisa inmensa y ese tono burlón que utilizaba para inventarse frases que la hicieran reír.
Eva, ya he revisado los armarios y he mirado bajo la cama. Y no queda ni un solo monstruo, te lo prometo. Así que a apagar la luz.
¿No la podemos dejar un ratito más encendida? Tengo miedo.
El miedo era verde, Eva y …
¡Se lo comió un burro!
Se levantó de la silla y por primera en vez en mucho tiempo supo lo que quería hacer. Se dirigía hacia la salida cuando volvió a oír su nombre. Pero ya no miraría atrás. Estaba muerta de miedo, pero más decidida que nunca.
Abrió la puerta y salió a la calle. Luchó con el viento para poder meter bajo el gorro todos sus despeinados rizos y dejó atrás el destartalado luminoso del centro de control de natalidad.
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