¿Te acuerdas de él, mamá? Yo le recuerdo muy alto, con la chaqueta de pana y el bigote espeso manchado de vino. Me decías que era el protagonista de un cuento, que había salido de un libro muy viejo de los que papá tenía en la estantería y que, también, era el hombre más triste que habías visto jamás. Así me lo contabas, mamá. Me contabas que un día, mientras tú lavabas los platos y yo estaba fuera con la tía Ana, de repente, así como si nada, él salió de un libro viejo de papá, se sacudió la tierra de los zapatos, y te preguntó si sabías algo de la bruja con la boca más grande de la Tierra. De eso iba su cuento, y él lo había perdido, y por eso estaba triste, por eso era el hombre más triste que habías visto jamás. Eso me decías, mamá. Recuerdo cómo los días que papá no estaba, él saltaba la verja del patio de atrás y, despacio, iba hacia el gato para acariciarle el lomo hasta que le hacía ronronear. Tú nunca te diste cuenta de eso, mamá, de cómo él te esperaba fuera acariciando al gato, de cómo te miraba arreglarte el pelo en la cocina, quitarte el delantal con prisa, repasarte los labios de rojo. Te miraba hasta que tú le veías a él, hasta que le abrías la puerta de atrás y, entonces, pasaba dentro. Pasaba a la cocina donde estabas tú. Le servías vino en el vaso de papá. Él, a veces, te tocaba suave la cintura. ¿Te acuerdas de eso, mamá, de lo suave que te tocaba la cintura? Yo me acuerdo de sus galletas enormes de chocolate blanco. Siempre se agachaba delante de mí, ponía su cabeza a la altura de la mía y sacaba una galleta blanca y enorme del bolsillo de su chaqueta. Me decía “Ésta es para ti, se la robé a la bruja con la boca más grande de la Tierra”. Me daba miedo, mamá. Yo era una niña y me daba miedo que la bruja saliera del cuento como había salido él, y viniera a casa, y buscara sus galletas y me preguntara a mí. Por eso las cogía asustada, por eso me las llevaba al patio y las enterraba lo más profundo que podía debajo del olivo. Para que ella no las encontrara, para que no las encontrara jamás aunque saliera del cuento a buscarle a él. Aunque encontrara el patio de atrás y saltara la verja ella también. ¿Sabes que yo se lo explicaba al gato, mamá? Le explicaba que, si un día veía a una bruja con la boca enorme, corriera. Corriera rápido a avisarnos para que no nos pasara nada por estar con él, por ayudarle, por servirle vino en el vaso de papá. Tenía tanto miedo que había noches que en la cama me agarraba los pies. Me los agarraba con fuerza, porque sentía que algo me tocaba debajo de la manta y pensaba que era la bruja, que había venido a por él, que había olido las galletas enterradas en el patio y nos había encontrado. Pensaba que nos cogería y nos llevaría a su mundo. A todos. Para siempre. Tenía miedo, mamá.
Después de enterrar las galletas en el patio os miraba. Os miraba hablar. Me gustaba cómo sonreías y cómo te tocabas el pelo cuando hablabas con él. Le hablabas mucho. A veces le hablabas tanto que ya no podías más, y mirabas al suelo, y te agarrabas a los brazos de la silla y decías que no con la cabeza. Él te acariciaba la nuca. Te abrazaba si tú le abrazabas a él. Yo no entendía, mamá. Lo siento. Lo siento pero no entendía. No entendía por qué papá no nos ayudaba, por qué no lo conocía y por qué no intentaba él devolverle a su cuento. No quería que se fuera, mamá, pero tú me decías que había salido de un libro, que no podía volver y que por eso era el hombre más triste que habías visto jamás. Me lo dijiste muchas veces. ¿Te acuerdas, te acuerdas de cuántas veces me lo dijiste? Estaba jugando a la peonza en la calle cuando papá me llamó. Recuerdo que me esperó en la puerta de casa, de pie, con las manos grandes metidas en los bolsillos. Me preguntó “¿Qué ha pasado en el patio, debajo del olivo?”. Fue el gato, mamá. El gato. El gato escarbó debajo del olivo. Desenterró todas las galletas enormes de chocolate blanco. Se lo conté todo, mamá. No llores. Fue él. Era papá y me cogió del hombro con fuerza, y me preguntó y se lo conté todo. Le conté la historia del hombre triste, las galletas y la bruja con la boca más grande de la Tierra. ¿Sabes lo que hizo él después? Jugar a la peonza. Yo pensé que todo estaba bien porque jugamos a la peonza. Jugó conmigo a la peonza. Nunca jugaba. Solo ese día. Jugamos hasta que se hizo tarde, y luego, antes de que tú llegaras volvimos a enterrar las galletas debajo del olivo. ¿Te acuerdas de aquel olivo, mamá? Fue papá el que mató al gato. Lo mató porque volvió a acercarse, porque quería escarbar otra vez. Papá le cogió del cuello, le gritó que no acercándole a la tierra, le golpeó las patas, le lanzó contra la verja. Recuerdo el chillido del gato. El golpe. Yo lloraba y papá me cogió de la mano y me dijo “Es para que la bruja con la boca más grande de la Tierra no nos encuentre”.
Al día siguiente papá no fue a trabajar. Llovía. Nos escondimos juntos en los arbustos de al lado del patio de atrás. Esperamos. Me agarró el hombro. Me dijo que no me preocupara. “Me haces daño, papá”. Yo no entendía. No sabía qué le pasaba a papá, por qué me apretaba el hombro, por qué estábamos escondidos. De repente le vimos a él, alto como siempre, saltar la verja, cruzar el patio con las solapas de la chaqueta levantadas para protegerse de la lluvia. Tú le abriste la puerta. Papá me preguntó y le dije que sí, que ése era el hombre que había salido de un cuento, un cuento en el que la bruja tenía la boca más grande de la Tierra. Me soltó el hombro, entramos juntos a casa por la puerta de atrás, me dio un beso en la frente, “Hija, vete a tu cuarto”. Yo me fui a mi habitación con la ropa mojada. ¿Te acuerdas? ¿Te acuerdas de aquello, mamá? Me asomé a la ventana. Lo vi. Papá le sacó al patio de atrás, le golpeó la cara, él cayó al suelo. Se arrastró por el barro. Llovía. Tú llorabas. Llorabas frente a papá pidiéndole que parara. “Cállate, zorra”, te decía. Él no se defendió. Se quedó tirado en el barro, agarrado a las rodillas mientras papá le golpeaba. “Cobarde hijo de puta”, le decía. ¿Sabes que yo intenté salvarle, mamá? ¿Te acuerdas? Fui a la estantería de papá y busqué, leí todos los títulos, todos los títulos de todos los libros de la estantería de papá para ver si alguno era el suyo. Si en alguno aparecía la bruja con la boca más grande de la Tierra. Para devolverle a su mundo. Para que escapara. ¿Te acuerdas de eso, mamá, de cómo bajé descalza al patio de atrás con todos los libros que pude en los brazos? ¿Te acuerdas? ¿Te acuerdas de cómo al día siguiente llorabas? Te quedaste sentada en una silla de la cocina, llorando. Lloraste ese día, todo ese día, y la noche. Luego ya no lloraste nunca más. No volviste a hablar de él. Papá no hablo de él. Nadie habló de él. Nunca.
Ahora papá está muerto, y parece que todo aquello no pasó, que no nos importa, pero sí pasó, mamá. El gato murió porque papá lo lanzó contra la verja. Yo oí cómo se le rompían las costillas. Te acuerdas de aquel hombre, ¿verdad, mamá? ¿Te acuerdas de cómo te tocaba la cintura, de su bigote espeso lleno de vino? ¿Te acuerdas de que le querías? Todavía vive. Lo he encontrado. Lo he encontrado para ti. Para ti, mamá.
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