Paco el Loco desapareció el día en que el cañaveral se quemó bajo el sol ardiente de junio. Nadie lo echó de menos a pesar de haber deambulado las calles del pueblo por años, llegando a formar parte de la rutina cotidiana como el sonsonete del vendedor de chinas en su camión –“cuarenta por un peso”—, el aroma de la torrefacción y la brisa vespertina que suspendía el calor por un instante. Nadie, eso es, excepto Celeste.
Desde pequeña se había fijado en la figura huesuda de aquel hombre que despedía un vaho a ron y a colonia. Solía encontrárselo los domingos echado en las escalinatas delante de la catedral cuando ella y su familia iban camino a misa. Él siempre vestía los mismos Levi’s deslavados y camiseta blanca, curtidos como su piel por sol y sucio. Una barba enmarañada le alfombraba el rostro y los bucles negros y apretados del cabello se reunían en un moño al ras de la nuca. En esa isla de calor sin tregua no se estilaban las barbas, y mucho menos la cabellera larga en los hombres. Celeste le encontraba un parecido a la estatua del Dulce Nombre de Jesús en la catedral y a los jipis que aparecían en buena parte de las fotos del viaje a Europa que hicieran sus padres unos años antes.
—No te le quedes mirando, niña, que ese es Paco el Loco —le había dicho alguien a Celeste en algún momento—. Está muy mal y si sus ojos se cruzan con tu mirada, sabrá Dios…
Así, Paco, como nombre de pila, razonó Celeste, y de apellido, el Loco. ¿Quién era? ¿Dónde había nacido? ¿Tenía familia?
—Dicen que es originalmente de Ponce —aventuró alguien.
—Pues yo he oído decir que es de Peñuelas ¿o será Patillas? —comentó alguien más en otra ocasión.
—A pie, así fue que llegó aquí, atravesando las montañas y la maleza de la cordillera. Una penitencia, una promesa o algo por el estilo —sentenció alguien más y en eso parecían estar todos de acuerdo.
Celeste se preguntaba si Paco el Loco había sido naturalmente así toda la vida o si se había vuelto loco por algo, como Juana La Loca, o si la locura le había surgido de la nada. Eran preguntas impertinentes e inoportunas. Nadie le quería explicar. Nadie le podía explicar.
Por aquello de no atraer la suerte incierta que prometía la advertencia, Celeste estudiaba a Paco el Loco de reojo. No era como los otros mendigos que frecuentaban la escalinata. No pedía nada ni balbuceaba falsas bendiciones de agradecimiento cuando caían algunas monedas a su lado. Tampoco las despreciaba escupiendo el suelo, como hacían algunos juzgando la cantidad mísera. Sólo las agarraba sin mirarlas y las metía en la mochila de estopa que siempre cargaba. No decía mucho, o por lo menos mucho que se le pudiera entender. Viajaba en alguna parte de sus pensamientos, los ojos atisbando algo más allá del horizonte y los labios en continuo movimiento dibujando de vez en cuando el recuerdo de una sonrisa. En ocasiones emitía un “was op, man?”, en un inglés limado por el español boricua y licuado por una resaca perenne. Era una interrogante dirigida a todos y a nadie en particular. “Als gud, ay got yur bak”, se respondía a sí mismo.
En momentos de mayor lucidez destilaba el inglés y el español en una lengua germinada de la zozobra: “¡To’ es pura mierda! —declaraba, y luego espetaba— “It’s war, motherfoker!”. Era un alarido que siempre lograba sacudir a todos en su entorno aunque lo anticiparan. Procedía entonces a enumerar nombres: “Angel, Juvencio, Willy, Eurípides… Yes, seir! Que pa’eso es pa’ lo que servimos”. Se le brotaban las venas del cuello a medida que avanzaba: “Jaime, Héctor, Ismael…” continuaba, el rostro ya púrpura como la gangrena. Acto seguido, señalaba del dedo a alguien, o quizá a uno de los perros realengos del pueblo, dirigiéndole la palabra: “yu, G.I. Joe, hijo’e tu madre, puñeta”. Cuadraba ambos brazos en gesto de sostener un arma, ponía el ojo en la mirilla y espetaba repetidamente un “ta, tata, ta, tatata, ta…”, emulando el sonido de disparos continuos que se deshacían paulatinamente en ruidos mascullados y vencidos, devolviéndolo al silencio y la mirada perdida, extenuado pero como si nada pasara.
Cuando los sacerdotes en la casa parroquial limpiaron la escalinata de la mugre y los mendigos que la habían recubierto por décadas, Paco el Loco se dedicó a caminar las calles del pueblo día y noche. Nunca se supo dónde dormía o si lo hacía. De camino a la escuela en las mañanas Celeste lo veía en ocasiones rebuscando en el zafacón de la panadería, otras, repartiendo saludos militares frente a la oficina del telégrafo o comiendo mangos y guayabas bajo los árboles en la plaza. Al salir del colegio a veces lo veía pasar corriendo, mirando de un lado al otro y agachándose, como si estuviera huyendo de algo o alguien. Percatándose de que se trataba de un asedio imaginario, los chicos del colegio aprovechaban para reírse un rato. “¡Ay, King Kong! Por ahí viene; corre, Paco, corre” le gritaban antes de salir corriendo ellos mismos a esconderse. Un día uno de los chicos contó algo que a Celeste le pareció sencillamente insólito: “Ayer vi a Paco el Loco abrazando el palo de tamarindo frente al hospital de veteranos. Gritaba arrebatado ‘He venido a entregarme, mi capitán; estoy loco’ —siguió el narrador, imitando el timbre de voz de Paco el Loco—, ‘Creisy may man, ¿que no lo ve? Loco’”.
Consciente de que sus compañeros solían germinar una minúscula semilla de verdad en un bosque espeso y frondoso, Celeste sólo medio creyó el cuento, aunque no sabía exactamente cuál mitad. Lo cierto es que de camino a su clase de dibujo en las tardes había visto a Paco el Loco en la vecindad del hospital en varias ocasiones pues quedaba al cruzar la calle de la Liga de Arte. Pero atribuía su presencia a la búsqueda de tesoros en los vertederos de las tiendas a la hora de cierre. Lo veía resacar mayormente pequeños artículos que estudiaba con detenimiento como para decidir si los guardaba en su mochila o si los tiraba nuevamente a la pila. El día en que encontró un flamenco de plástico, de esos que en cierta época habían sido furor en la decoración de jardines, Celeste creyó verlo feliz. Se acomodó el flamenco bajo el brazo y echó a andar. Fue la última vez que lo vio rebuscando en los vertederos.
De ahí en adelante Paco el Loco cargó el ave de plástico a todas partes. El rosa casi fluorescente del flamenco parecía iluminar no sólo su figura sino también su espíritu pues lo trataba cual entrañable mascota a la que regalaba un afecto que hasta entonces nadie le había visto mostrar.
En algún momento abandonó la rutina de la ametralladora y le dio por cantar. A veces empezaba entonando en voz alta: “Aquí estoy, ya yo llegué…”; y seguía tarareando como para dentro de sí, dando un pasito hacia adelante y otro hacia atrás con ritmo de guaracha. En otras ocasiones hacía ademán de llamar por teléfono poniéndose el flamenco al oído: “Aló, ¿quién ñama? ¿Qué será? ¿Qué pasará?… How do you feel my friend?”. Eran canciones que Celeste había escuchado en voz de Rafael Cortijo y Mon Rivera entre la colección de discos de sus abuelos. Paco el Loco solía entretejer las canciones con su acostumbrada enumeración de nombres, como cuando entonaba a toda voz la balada de Bobby Capó: “Me importas tú, y tú y tú, y nadie más que tú… —y seguía con la misma melodía— Edwin, Ramón, y tú y tú, Roberto y Jesús…”.
Fue precisamente el “me importas tú” lo que le llamó la atención a Celeste una noche en que los murciélagos hicieron de las suyas en la Liga de Arte. En el sopor de otra lección más en que copiaban dibujos de un libro, algo agitó la colonia de murciélagos que vivía en el patio interior del edificio. El chillido de los animales y su garabato de acrobacias alborotó a los estudiantes, quienes salieron corriendo en medio de un pánico fundido con alegría. Celeste había agarrado sus útiles pero fue tal la confusión entre el vocerío, las carreras y la media luz del atardecer que dejó caer todo lo que llevaba cuando intentaba dar con la puerta a la calle. Afuera, la brisa vespertina calmó los ánimos y atizó las carcajadas a medida que los chicos repasaban el episodio una y otra vez como buscando dar con la historia más plausible. Celeste se alejó de la bulla pues le pareció escuchar una tonadilla en voz de Paco el Loco que provenía precisamente del patio interior del edificio.
Aunque lo buscaba, se paralizó del susto en el momento en que lo vio. Sentado en una esquina, con el flamenco a su lado, parecía estar dibujando en un pequeño cuaderno. Usaba los lápices y crayones pasteles de la cartuchera de Celeste. Cantaba a media voz, atento a su labor.
—Deja de mirar, ojos de gato —le dijo a Celeste sin levantar la cabeza—, y ponte a dibujar.
Celeste se sintió observada. Quiso salir corriendo de allí pero no lograba moverse. El corazón le retumbaba en los oídos.
—Naturaleza muerta, naturaleza viva… —siguió el hombre absorto por el dibujo—zapatos, piedras, risas, ríos… —los labios en continuo movimiento, narrando entre murmullos todo lo que le pasaba por la mente— montañas, manos, mierda…may man, lo que uno tiene en la cabeza…
Hizo el cuaderno a un lado mientras rebuscaba en la cartuchera. Celeste alcanzó a ver el dibujo. Le sorprendió la destreza de los trazos que daban forma a un flamenco solitario mirándose en el espejo de una laguna rodeada de palmeras y árboles. La coherencia y la tranquilidad de la escena la confundió aún más. Quiso preguntarle por qué, cómo, y no sabía qué más, pero se le ahogaban las palabras.
—El cuello del flamenco es un signo de interrogación —se escuchó decir por fin, extrañándose de su voz, como si fuera otra la que hablara.
—Serpientes con plumas —añadió él comenzando otro dibujo.
—Son pájaros extraños —observó Celeste—; prefieren volar en la noche, como los murciélagos.
—Se tragan el sol y lo bostezan —dijo él.
¿Era acertijo o desatino? Celeste se dio cuenta de lo absurdo de su intento por sintonizar con la lógica de aquel hombre.
—Ven —dijo él, extendiéndole un cuaderno y la cartuchera de lápices.
Sintiéndose dueña del atrevimiento por primera vez en su vida, Celeste aceptó. Abrió el cuaderno y contempló la página en blanco. ¿Qué hacía allí? Observó a aquel hombre transportado a otra parte por los trazos del lápiz. Notó que le faltaban dos dedos en la mano izquierda, con la que dibujaba, aún así se manejaba con soltura. Celeste volvió a mirar la hoja en blanco deseando que le revelara el sentido de todo aquello. Decidió ir al punto sin más rodeos:
—El flamenco de plástico, ¿por qué?
—Flama, flamante, flamboyán —las palabras de Paco engarzaron con las de Celeste dando rienda suelta a un flujo de conciencia que procesaba el pensamiento con la pronunciación— flamenco… no es un flamenco, es un flamingo —aclaró alargando y redondeando las vocales en inglés— el flamingo de Ochún —especificó ya articulando el término en español.
—El ¿qué?
La respuesta tomó a Celeste desprevenida. A qué venía la santería, pensó a la vez que la perplejidad se le confundía con una carcajada que le hacía cosquillas en el estómago. Paco rebuscó en la mochila y sacó del fondo una hoja de papel plegada a tal punto que parecía un minúsculo paquete. La desdobló con gran cuidado.
—El flamingo de Ochún -–le dijo a Celeste, mostrándole una lámina en la telilla desgastada y amarillenta que en algún momento había sido la página de algún libro.
Celeste reconoció el naranja etéreo del vestido derramado sobre cuerpo y cabellera de la chica dormida; se trataba de la pintura de Frederic Leighton, “Sol ardiente de junio”. El cuadro había llegado a la isla no hacía tanto tiempo. Celeste lo había visto en una de sus visitas al museo de Ponce. Tomó la hoja y se fijó en la identificación bajo la lámina: “Flaming June”.
Paco comenzó otro dibujo y continuó sin mirar a Celeste.
—Palmeras, cocos, cañaverales, calor… como aquí… y los helicópteros… zumba, zumba… zumbando como abejas… —sus trazos en el papel se tornaron vigorosos, casi agresivos—. Carne de cañón, broder, y el cielo…el cielo encendido de aves.
Bosquejaba un enjambre de montes, árboles y figuras humanas. Siguió, hablándole a las imágenes que perfilaba en el papel.
—Brazos, piernas, broder …niños, perros, pollos, murciélagos, mujeres, hombres… gente y más gente…
Le empezaba a faltar el aire y las palabras se le atravesaban en la garganta. Celeste sintió un vahído de miedo al escuchar el tono que iba enroscándose en si mismo. Era el que impulsaba la escena de la ametralladora. Lanzó una mirada hacia la puerta buscando identificar el trayecto más rápido para salir de allí.
—Granadas, grama, gritos y gri…
Paco el Loco se detuvo a media palabra. Celeste se sobresaltó. La invadió una sensación de vértigo al ver que se había aventurado por un sendero que no podía desandar. Lo vio rebuscar en la cartuchera y sacar el crayón naranja. Con trazos más calmados se dedicó a superponer el color, como un velo, al dibujo en el que trabajaba.
—Y las llamas… y el silencio —dijo retomando el hilo con un tono más sosegado—, y el cielo encendido de aves… como el flamingo de Ochún.
Celeste fijó la mirada en la mano que dibujaba, en cómo arropaba amorosamente de bermejo translúcido un bosque de montañas y cuerpos. Estudió al hombre que tenía delante. Lo vio más pequeño y frágil que antes. Se le ocurrió que quizá era inofensivo, que quizá era una persona como cualquier otra.
El alivio se disolvió en una sobrecogedora ola de desconcierto cuando se consideró a sí misma y el por qué estaba allí en ese momento. Se vio pequeña y ridícula, incapaz de articular pensamiento y palabra. En el silencio del patio escuchó por largo rato el vaivén del crayón deslizándose en el papel al compás del susurro que escapaba de los labios de aquel hombre: “Félix, Abraham, Efraín…”. Era una letanía que navegaba los ríos de la memoria confundiendo lo que había podido ser con lo que fue. ¿Quién era ese hombre que hablaba como devorado por certezas más allá de la lógica? Celeste cerró el cuaderno. Se sintió cegada por un exceso de luz. Le pesaban los brazos y sentía la cabeza lívida. Recogió algunos lápices. Miró la cartuchera y los crayones en el piso a su alrededor. Se levantó con cuidado, los dejó allí y salió del patio.
Sacudida por el malestar de haber sido testigo de algo que no le correspondía, Celeste resolvió evitar a aquel hombre de aquella tarde en adelante. Mas volvieron a cruzar senderos unos días después, cuando el sol y la sequía se conjugaron en una chispa que disparó lenguas de fuego por el cañaveral. El olor a guarapo quemado recorrió las calles del pueblo y la sirena del camión de bomberos congregó al gentío. Los chorros de agua no lograban saciar la sed de la tierra.
El mediodía se hizo tarde y el incendio siguió ardiendo con la tenacidad del sol tropical. Cuando ya muchos habían perdido interés en la interminable vorágine, Celeste permanecía hipnotizada por la perversa belleza con que las llamas devoraban el terreno. Desde una loma a orillas del cañaveral respiraba con cierto placer el acre aroma de la humareda y observaba la trayectoria incierta de las cenizas que revoloteaban en el aire de las últimas horas del día. Una llamarada exhaló una fina nube de pavesas y Celeste siguió el polvillo hasta que se desvaneció sobre la copa de un flamboyán en la distancia. Fue entonces que advirtió allí, bajo las ramas cargadas de flores, la huesuda figura de Paco el Loco. Contemplaba el fuego absorto, al igual que ella, mientras repasaba la mano serenamente sobre el cuello de su pájaro de plástico. Lo vio girar la cabeza en su dirección y se estremeció cuando sus miradas coincidieron por un instante. Él volvió a contemplar el incendio. Las llamas lo iluminaban perfilando una silueta serena que parecía desafiarlas. La brisa vespertina recorrió el cañaveral y arropó la figura con un velo de naranja ardiente. Paco el Loco se adentró en el incendio, sin mirar atrás, hasta disolverse entre las ligeras plumas de caña calcinada que flotaban en el aire. Celeste creyó escuchar un grito feroz de alegría: “¡El cielo encendido de aves!”. Le perturbó sentir una extraña paz.
De camino a la casa encontró la mochila de estopa abandonada sobre un peñón. La recogió, sintiendo el peso del cuaderno y la cartuchera de colores. “Ojos de gato” susurró. La abrió y rebuscó en el fondo. Recordó el antiguo vaho a colonia y se percató de que le temblaban las manos. “El flamingo de Ochún” se dijo sacando el minúsculo paquete de papel plegado y se echó la mochila al hombro. El aroma de la torrefacción de café la abrazó, calmando el desasosiego. Pensó en algunos nombres “Francisco, Pancho, Paco…”. Se le dibujó una triste sonrisa en los labios.
OPINIONES Y COMENTARIOS