―¿Y si lo intentamos?―me pregunta Jack.

Con ese nombre uno se hace una idea del tipo de persona que es Jack. Un hombre no se llama así si no ha nacido en Inglaterra, América, o Australia. Pero Jack no es de ahí. Nadie en su sano juicio vendría de un lugar como esos a esta puta ciudad a hacer lo que hace Jack.

Me ofrece el cigarro que acaba de liar, Jack no hace distinciones con menores de edad. Le miro de reojo mientras protejo con la mano la cerilla recién prendida. Espalda contra la pared, una de sus roídas Nike apoyada sobre el suelo, la otra contra el muro. Jack levanta la barbilla al cielo para que el sol de verano alcance la veta de piel más profunda entre sus arrugas. Cierra sus párpados. Estoy seguro de que ahora mismo se imagina en algún lugar de Arizona. Este sol del infierno va a ser lo más cerca que esté de Arizona en toda su vida.

Subimos de nuevo al camión. A veces nos pegamos 18 o 20 horas al día recogiendo basura. No estamos todo el tiempo cargando, claro. Nos vamos moviendo por la ciudad y parando de cuándo en cuándo. Jack lleva en el camión un set de picnic desteñido por el sol y la lluvia. Le gusta parar cerca de parques, abrir su sillita de tela vieja, apoyar los pies descalzos sobre el césped recién regado y leer las novelas del oeste de Silver Kane. Por eso no me sorprendió cuando bautizó su idea como “ataque a la diligencia”.

―Ya sabes, solo tenemos que dejar un señuelo y ¡bam!

Jack dice que me encontró de bebé en un cubo de basura. A veces me pregunto si me estará mintiendo. A Jack le van las prostitutas, eso no es un secreto para nadie. Y me da por pensar, ¿y si una se quedó preñada? Jack, no puedo cuidar de él, por favor, hazlo tú. Ella se echaría a llorar sobre sus vaqueros sucios y él besaría su crucifijo de oro jurando a Dios dar cada gota de su sangre por mi vida. Jack me dice que soy un peliculero, que debería ser novelista de mayor. Me prohíbe llamarle papá o padre, y a mí suele llamarme pedazo de basura. Lo hace para reafirmarse en su versión de la historia y que deje de darle por culo con sentimentalismos de niñato, joder.

―Tiene que ser algo suficientemente grande para que lo vea de lejos ―me dice― y se baje a apartarlo.

Cuando se recorre la misma ruta 365 días al año, el camino y su gente se vuelven parte de la geografía de uno mismo, como una vieja cicatriz. El lechero nos adelanta todos los días a las 6:55, al pasar por la rotonda, despertando con su claxon al vagabundo que duerme en ella. A las 7:39, salen del portal el padre y el niño de ojos tristes y aumentados tras sus gafitas redondas. El mismo niño nos sonríe cuando paramos en el paso de cebra justo a las 8.00, enseñándonos la margarita que la señora del kiosko de flores le acaba de regalar.

A las 8.26, en el cruce de avenidas, un nuevo elemento ha entrado en escena desde hace poco más de dos semanas. Se trata de un Mustang descapotable del 67, de color crema. El primer día que se cruzó en nuestro camino lo vimos de lejos, parado en el semáforo. Nos aproximamos a él muy despacio, como para no asustarlo.

―La santa madre que me parió ―murmuró Jack, mientras observaba esa maravilla a través del cristal.

En nuestro trabajo acabas conociendo gente de todo tipo, para bien o para mal. Raterillos de medio pelo, policías corruptos, camellos, proxenetas, mafiosos y sicarios. A los dos días de que Jack mencionara el Mustang, ya tenía comprador. Jack no había robado nada en su miserable vida, pero era mucha pasta. Tanta como para sacarme de las calles y mandarme a estudiar.

―Chico, tienes que aprovechar esa cabeza tuya que tienes o un día, cuando tengas 60 años, te darás cuenta de que tu vida no ha sido otra cosa que moverte en círculos y cargar mierda.

Así que le digo que sí, que vale, que es una locura, pero que vamos a hacerlo. Planificamos el gran golpe. De 8:34 a 8:39, todas las mañanas, el Mustang atraviesa un polígono industrial abandonado. Desde ahí hasta las barracas donde nos espera el comprador hay apenas dos kilómetros. Dos kilómetros en la cuerda floja, después de los cuáles venderemos el coche y mi futuro cambiará para siempre.

La noche previa no duermo, observo a Jack sobre la colchoneta, con la boca medio abierta y roncando, tranquilo. Tiene dos cojones, este hijo de puta. Los primeros rayos del sol se reflejan sobre la chapa pelada del camión. Lo dejamos atrás, caminando en silencio, con el estómago vacío. Un pitillo que se agota enciende otro nuevo. Son los últimos días de verano y comienza a refrescar. Jack va como siempre, en vaqueros y camiseta blanca de tirantes; sobre la camiseta, el enorme crucifijo que besa después de mirar la hora. Las 8.33. Falta un minuto. Nos separamos.

Veo acercarse el Mustang, tan rápido que temo que no vea el señuelo. Se oye un frenazo seco y un tipo bien vestido con gafas de espejo sale del coche, dejando la puerta abierta. En cuanto levanta la mesilla desvencijada que le obstaculiza el paso, aparece Jack corriendo y se mete en el coche. Los dos segundos siguientes pasan a cámara lenta, el tipo suelta la mesilla y lanza un grito. Se echa a correr hacia el coche. Entonces los 355 caballos del Mustang rugen, y el coche sale disparado marcha atrás entre una nube de humo hacia donde estoy yo. Me subo de un salto y con un chirrido de ruedas entramos en una calle, acelerando hasta que la aguja roja del velocímetro supera el máximo y vibra en éxtasis.

Salimos a la antigua carretera general, una larga recta entre terrenos desnudos. El viento y el sol nos pegan en la cara. Jack grita triunfante. Yo grito con él, como un loco. Somos dos coyotes en el desierto, volamos sobre el asfalto, somos los putos amos del mundo.

Y entonces pasamos por delante de las barracas pero Jack no frena. Yo le miro interrogante. Su mirada está en algún punto lejano, allá donde la carretera se convierte en cielo. Y entonces veo el brillo en sus ojos y sé lo que eso significa. Jack acelera.

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Crítica del jurado

I. Muy interesante este relato. Por los personajes y esa relación tan entrañable que mantienen, por lo bien que se cuenta ese modo nada luminoso de existencia. Por lo ágiles que están a la hora de reconocer esa señal que puede que, si no les cambia la vida, empezará a formar parte de sus recuerdos gloriosos. Muy bien escrito.

II. Lo más atrayente de esta historia es la relación paterno-filiar que existe entre los dos protagonistas. Ambos están atrapados en una vida miserable trabajando como basureros, pero inesperadamente se encuentran con la oportunidad de escapar de ese apestoso lugar y lanzarse a una vida de aventuras. Es un relato que sabe a poco y bien podría continuar, convirtiéndose en una novela de carretera.

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