El dedo de Daniel se quedó suspendido en el aire, como congelado en el frío de la mañana.

—¿Qué pasa, que se te ha olvidado el piso en el que viven tus padres? —bromeó Carolina.

—No, qué va —sonrió Daniel.

Su dedo avanzó unos centímetros más y pulsó el timbre. Lo hizo con un toque corto, casi demasiado breve, pero igualmente la contestación no se hizo esperar.

—¿Sí, quién es?

Incluso con la distorsión del telefonillo se apreciaba que era una voz alegre y risueña.

—Mamá, soy yo —dijo Daniel.

—¡Qué bien, hijo! ¡Qué ganas de verte! Vienes con ella, ¿no?

—Sí, mamá. Abre.

Daniel y Carolina empujaron el pesado portón de hierro y se encaminaron al ascensor.

—Has sido un poco borde con tu madre, ¿no? —le regañó amablemente Carolina.

—No —dijo Daniel. Por un momento pareció que no iba a decir nada más—. Es

complicado.

Cuando llegaron al cuarto piso, Carolina fue la primera en salir del ascensor. A unos metros a su izquierda, esperándoles en el dintel de la puerta, se encontraba una señora rubia y sonriente.

—¡Hola! —saludaba efusiva.

—¡Hola! —contestó Carolina, todavía desde el ascensor.

Una vez en la puerta, madre e hijo se fundieron en un largo abrazo. Daniel hizo las presentaciones y tras el intercambio de besos de rigor, Dolores retuvo a su futura nuera por los hombros, mirándola apreciativamente.

—Pero bueno, ¡si eres guapísima! –exclamó—. Y qué bien hueles.

—Eh… Gracias —contestó Carolina con una sonrisa tímida.

—Hijo, no me mires así. Tenía tantas ganas de verte… Anda, dame otro beso. Y tú, Carolina, pasa al salón, que están todos deseando conocerte.

Daniel se inclinó sobre su madre para besarle en la mejilla, mientras su novia atravesaba el hall y se dirigía hacia el salón.

—Ay, Daniel, me gusta un montón…

—Pues que no te guste tanto.

———

El sonido de las cucharas repiqueteaba contra los platos de loza, apurando las últimas cucharadas de sopa.

—Estaba buenísima —dijo Carolina.

—¿Quieres más? —preguntó Dolores, que se encontraba de pie con el cucharón en la mano.

—Ojo, que se tiene que reservar para el estofado —advirtió cariñosamente Saturnino.

La mirada de Dolores se cruzó nerviosa con la de su marido.

—¿Qué has dicho papá? —preguntó tenso Daniel.

—Hoy hay estofado —aclaró Miguelito con una sonrisa en la que se apreciaba el diente que le faltaba.

Daniel tomó aire, conteniendo apenas el enfado.

—Mamá, te dije que nada de carne.

—Ya, hijo, ya sé que me lo dijiste. Pero ya sabes que en casa nos gusta mucho y a mí la verdad es que hacer una comida y no poner carne…

—Me da igual, mamá.

—Pero, hijo…

—Te lo dije bien claro, que si hoy veníamos…

—Ya, pero…

—¡Esto-faaa-doen-sal-saaa! —canturreaba animoso Miguelito.

A Carolina le recordó al estribillo de “The Final Countdown”. No pudo evitar que se le escapara una risita.

—No tendríamos que haber venido —dijo Daniel negando con la cabeza, al tiempo que se levantaba.

—Hijo…

La cara de Dolores era la viva imagen de la desolación.

—Daniel, no pasa nada —intervino Carolina—. Ya sabemos lo que piensas de la carne… Pero tu madre no lo ha hecho con mala intención.

Acompañó las últimas palabras con una mirada de reproche. Una de esas miradas que Daniel sabía que no podía ignorar.

—Te lo dije —repitió una vez más, mirando a su madre. Y se sumió en un silencio enfurruñado.

Dolores comenzó a retirar los platos de sopa con manos nerviosas y se fue para la cocina.

—Bueno, Carolina, cuéntanos ¿a qué te dedicas? —preguntó Saturnino, en un intento por rebajar la tensión.

—¿No te lo ha dicho Daniel? —dijo Carolina.

—No, la verdad es que no nos ha contado mucho de ti. Está claro que te quiere para él solo —replicó Saturnino con una sonrisa campechana. Daniel le lanzó una mirada furibunda, pero continuó en silencio.

—Pues soy bióloga, como Daniel. Nos conocimos en la facultad, pero lo mío es la biología marina, nada que ver con su especialidad.

—¿Cuál es su especialidad? —inquirió Saturnino, como al descuido.

Carolina se quedó mirando a su futuro suegro de hito en hito.

—¿De verdad que no lo sabes? —preguntó. Miró a Daniel con incredulidad —¿Nunca se lo has dicho?

Daniel levantó apenas la mirada, pero enseguida volvió a clavar los ojos en el plato.

—Daniel es una autoridad en grandes depredadores. Posiblemente el principal experto que tengamos en este país —explicó orgullosa, mientras le acariciaba cariñosamente el hombro.

—¿En serio? —dijo su padre arqueando las cejas.

—¿Qué es un depredador? —quiso saber Miguelito.

—Básicamente, es el que caza animales de otras especies para alimentarse —aclaró Carolina.

—¿Como nosotros, entonces? —preguntó el niño.

—Miguel, no te metas en las conversaciones de los mayores —intervino su padre.

—Bueno, un poco sí —explicó Carolina—, sólo que los humanos ya no solemos cazar la carne que nos comemos. Ahora recurrimos a animales domésticos. Además, en biología solemos relacionar el término depredación con otra serie de conceptos como el acecho de la presa, el ataque, la captura…

—Ya, pero…

—Miguel.

La voz sonó cortante desde el dintel de la puerta del salón. Carolina dio un respingo en su asiento. El rostro de Dolores se dulcificó al instante y volvió a dirigirse a su hijo pequeño.

—Ya está aquí el estofado —dijo con suavidad.

—¡Esto-faaa-doen-sal-saaa! —canturreó de nuevo Miguelito moviendo el tenedor y el cuchillo al compás de la melodía.

Dolores colocó la fuente en la mesa y comenzó a servir el segundo plato, primero a Miguelito y después a Saturnino. Al llegar el turno de Carolina, Daniel frenó su mano antes de que pudiera vaciar el cucharón en su plato. Las miradas de madre e hijo se encontraron.

—No pasa nada —dijo Carolina, que empezaba a resignarse al rol de pacificadora—. No soy vegetariana, pero es verdad que desde que vivo con Daniel me he acostumbrado a no comer carne. Es una pena porque huele de muerte —alabó con una sonrisa.

—Huele a muerte —corrigió Daniel en voz muy baja, como perdido en sus pensamientos.

—No te preocupes, cielo, que tengo en el congelador una lasaña —dijo Dolores—. De verduras —aclaró no sin cierto retintín.

———

Cuando la cafetera comenzó a silbar, Dolores la retiró del fuego. La puso en una bandeja junto a un plato de galletitas, un vaso de leche, un azucarero y varias cucharillas. Cuando entró en el salón, su familia estaba acabando el postre. Colocó la cafetera sobre un salvamanteles y dispuso el resto del contenido de la bandeja sobre la mesa. Sacó un juego de tres tazas de café de la vitrina y mientras las repartía miró con ternura a Daniel.

—No has dejado nada.

—Sigues haciendo el mejor arroz con leche del mundo —reconoció Daniel, todavía con una mirada de desconfianza.

—Cuando eras pequeño te volvía loco —recordó Dolores y alargó la mano para acariciar la cabeza de su hijo, pero se detuvo insegura. Finalmente, se lo pensó mejor y le ofreció la fuente con galletitas.

—¿Te acuerdas de las galletas de la abuela?

La sonrisa de entusiasmo casi infantil de Daniel hablaba por sí sola.

—De niño se las comía de diez en diez. Siempre con su vaso de leche —comentó Saturnino mientras miraba a su hijo mayor con cariño.

—¿En serio? ¿De diez en diez? —preguntó Miguelito, mientras alargaba una mano hacia el plato de galletas.

—Es una exageración —explicó Dolores mientras daba una suave palmada en la mano de su hijo pequeño—. No te las comas todas, que las he hecho para tu hermano.

Y añadió dirigiéndose a Daniel:

—Te he traído leche calentita.

—Mamá… —Daniel pronunció la palabra con suavidad al mismo tiempo que esbozaba una sonrisa triste. Se quedó callado un momento y finalmente suspiró y cogió una galleta con una mano, mientras extendía la otra para alcanzar el vaso de leche.

Dolores sonrió con alivio y comenzó a servir el café, mientras Saturnino cogía la fuente de galletas y le ofrecía a Carolina y Miguelito.

Para cuando los tres cafés estuvieron servidos, Daniel ya había devorado buena parte de las galletitas y su vaso de leche estaba casi vacío.

—¿Cómo era Daniel de pequeño? —preguntó Carolina mientras removía su taza.

—Era muy inteligente. Y también muy solitario, casi no jugaba con niños de su edad —comentó Dolores.

—Bueno, estaba aquel gordito… ¿Cómo se llamaba? –dijo Saturnino.

Daniel levantó la mirada bruscamente de su vaso de leche.

—Sergio.

—Sí, eso era, Sergio. ¿Te acuerdas de Sergio? —preguntó el padre de Daniel a su mujer.

—Claro que sí, cómo no acordarme. Era gordito y sonrosado.

—Olía tan bien —suspiró Saturnino.

—¿Cómo…? —las palabras salían de la boca de Daniel con una torpeza inusual —¿Cómo podéis…?

—¿Estás bien? —le preguntó Carolina, preocupada.

—Sergio y él eran muy amigos –explicó Dolores—. Daniel le trajo un día a comer a casa. Pero desde entonces ya no quiso traer a nadie más.

—Vosotros… —Daniel intentó ponerse de pie, pero se tambaleó y tuvo que sentarse de nuevo— Vosotros le…

—¡Daniel! —Carolina se volvió hacia él, alarmada. La cabeza de Daniel se inclinaba más y más hacia delante y finalmente su cuerpo se deslizó de la silla hacia el suelo. Carolina profirió un grito y fue rápidamente a su lado.

—¡Daniel! ¿Qué te pasa? ¡Daniel! —Carolina levantó la mirada en busca de ayuda, pero lo que vio le dejó atónita. Sus futuros suegros permanecían impasibles, observándola con una sonrisa beatífica. Se quedó mirándoles con la boca abierta mientras una sensación de horror comenzaba a cobrar forma en su estómago.

—¿Qué… qué está pasando? —preguntó con la boca seca.

—Oh, no pasa nada. Daniel se pondrá bien, ya lo verás.

—No entiendo… —Carolina no conseguía pensar con claridad. Continuaba sacudiendo por los hombros a Daniel, intentando reanimarlo. Pero parecía como si su prometido estuviese profundamente dormido. Una idea fue cobrando forma en el cerebro de Carolina, aunque se veía incapaz de verbalizarla.

—¿Qué le habéis hecho? —su voz le sonaba como si fuera la de otra persona.

—No te preocupes cielo, es sólo un poco de Propofol. Se despertará en unas horitas —aclaró Dolores mirando estimativamente su reloj de pulsera.

—¿Las… las galletas? —preguntó con incredulidad.

—No, claro que no. ¡Todos hemos comido galletas! —explicó Saturnino con una risita condescendiente.

—Ha sido la leche —aclaró Dolores con un guiño.

El pánico comenzó a inundar a Carolina.

—Pero… ¿Por qué? ¿Qué queréis? ¿Qué…? —las palabras se atropellaban en su boca, mientras les miraba estupefacta.

—De él no queremos nada —dijo Dolores. Y añadió con suma lentitud, como si estuviese explicando algo muy sencillo a un niño— te queremos a ti.

Aunque el cerebro de Carolina aún no entendía lo que estaba sucediendo, su cuerpo se echó hacia atrás instintivamente. Trastabilló en el suelo y se quedó sentada, mirando despavorida a sus futuros suegros, que se acercaban a ella lentamente.

—No te alteres.

—Sí, es mucho peor cuando se alteran

—No cielo, no sirve de nada intentar escapar, de verdad.

—Lo mejor es que te dejes hacer.

—Ya está, así ¿ves? Mucho mejor, mucho mejor.

—Duerme ahora.

—Miguel, cariño, tráele a papá el maletín de cuero, el que está debajo de la cama, ya sabes cuál.

Las voces comenzaron a mezclarse difusas en la cabeza de Carolina, que en el último atisbo de consciencia sólo fue capaz de distinguir la voz de Miguelito canturreando entusiasmado el soniquete de una melodía pegadiza.

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Crítica del jurado

I. Puro humor negro del más negro posible. Tema tabú donde los haya y una gran maestría para contar esta historia familiar llena de secretos. Muy buenos diálogos y una gran soltura dirigiendo esta historia que va revelando, poco a poco la oscuridad de esa casa.

II. Asistimos, en este relato, a una comida familiar en la que Daniel les presentará a su novia Carolina, una chica que huele muy bien… Lo que el lector no sabe, y Carolina tampoco, es que esta gente bien podría estar emparentada con la famosa familia Adams. Humor negro, muy negro, y arte culinario. Sabrosa combinación, sabiamente preparada por la escritora.

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