El viejo tren que salió al mediodía de una estación de ferrocarril moderna, diáfana y ordenada me dejó al anochecer en otra antigua y lúgubre.
El petate que llevo a hombros pesa demasiado. En él cargo una suerte que ya está echada. Me llamo Paco Guerrero, caminante de profesión. Esta noche he vuelto para cobrar una vieja deuda no saldada y mientras mis pasos taciturnos recorren la vieja carretera, contemplo el destrozo de los años en soledad. Llueve a cántaros. Mis vaqueros están gastados; los botines marrones con la piel ajada llenos de lodo se sumergen en la tierra, antes arada, hoy estéril. Cada paso me lleva al final y también al principio. Es noche cerrada, la luna hoy no existe, tal vez olvidó cómo regresar.
Ahora soy fuerte y no el niño enclenque que corría por el campo cuando la inocencia me acompañaba. A mis treinta y un años, con la piel curtida y una extraña cicatriz en la mejilla recorro el caos de los juegos infantiles. Recuerdo el Galán de Noche cuando mi padre lo abonaba y puedo sentir el olor que me traslada al pasado. Mientras me acerco a la casa paterna, el perfume que desprende su flor, en un principio me llena de nostalgia, pero pronto se hace insoportable. Lo inunda todo. Mi percepción se nubla y no encuentro escapatoria. El pasado vuelve con la rapidez del halcón peregrino.
Observo mi camino vacío de luces. Ando por instinto. Me guía la brújula de la nostalgia y el olfato que cada segundo se hace más potente. Hace veintiún años que partí de aquí para no volver. Cierro los ojos, e imagino a mi madre en la cocina, a mi hermana en la chimenea, el olor de la ternera, las patatas asadas, los tres cenando, y reaparece el olor de esta flor nocturna y vuelve el frío, el silencio.
Llego a la cima de la montaña donde estaría la casa de mi niñez, y aunque mis ojos parecen desvariar, inesperadamente allí está, tal cual. A su alrededor hay una veintena de cipreses que la enmarcan y un columpio amarillo, ya gastado por los años, que sustituye el viejo de mi infancia. Alcanzo a percibir el humo gris que sale de la chimenea y una luz amarilla que se ve a través la ventana. No me muevo. Estoy paralizado. El terror me acompaña. Vuelvo a tener diez años, cuando mi padre llegaba y el silencio lo llenaba todo. Miro mis manos y las veo fuertes, sin embargo las siento débiles. Recuerdo los gritos, el fuego, a mi madre, a mi hermana… Él con el bidón en una mano y una botella de ron en la otra.
No sabía lo que me encontraría al llegar pero lo que veo me horroriza: el muy cabrón ha reconstruido la casa igual, hasta el columpio. Los recuerdos se hacen vívidos y le veo rodeado de gente que le admira. El abogado del pueblo, el que defiende a todos: “Luz de la calle, obscuridad de casa”. Lleva veintiún años viviendo en paz, mientras yo, que pude huir del incendio e intenté encararme, sólo recibí una cicatriz en la mejilla izquierda hecha con su abrecartas. A partir de entonces me he pasado la vida caminando, alejándome de su sombra.
Me abstraigo en mis pensamientos. No sé cuánto tiempo ha pasado. Calculo que llevaré media hora sentado en una piedra fría mientras la lluvia sigue calando cada parte de mí. Escondido en la obscuridad de la noche, fisgoneando por la ventana. En el fondo del sofá puedo ver su rostro austero (más viejo), su camisa a cuadros, las gafas que dado sus años no le habrá quedado más remedio que usar. No hay más sombras en la casa, sólo él y el calor, adentro, refugiado de la intemperie.
La lluvia deja de caer.
Me desprendo del recuerdo de su olor a alcohol, cojo fuerzas y llamo a la puerta. Los nudillos me duelen al golpearla. Los miro y están rojos, puede ser el frío o puede ser la fuerza. Los cerrojos suenan, la puerta se abre y su rostro se asoma. Mira extrañado. En un principio parece no reconocerme, pero pronto se fija detenidamente en mi mejilla izquierda. Ya sabe quién soy. Me observa de pies a cabeza como quien mira a un cachorro, pero ya no tengo diez años. Tiemblo al verle, me repito que tengo más de treinta, que ya no puede hacerme ningún mal y comienzo a sentir una inmensa ira contra él y también contra mi, porque no puedo entender que los ojos de este viejo continúen haciéndome sentir pequeño.
– Hola, papá.
Con su rostro cansado hace el ademán de invitarme a pasar y sentarme. Siento el calor de la chimenea, aún encendida. Miro las brasas y él lo percibe. Me dirijo al sillón que me señala con su mano huesuda. Por donde paso dejo rastros de lluvia y barro en su casa impecable y me siento en la poltrona que no reconozco. La casa por fuera es igual, pero por dentro no hay nada que pueda rememorar otro tiempo. Todo lo consumió el fuego, el mismo fuego que ahora miro desde donde estoy sentado.
El continúa de pie y yo intento imaginar qué es lo que piensa, pero su rostro inexpresivo es un rompecabezas desde que tengo uso de razón.
Cuando el silencio se hace más incómodo me pregunta:
– ¿Quieres tomar algo? Me lo dice sin ningún tipo de afecto, como quién habla con un extraño que le pregunta una dirección.
Tal vez para recordarle o tal vez porque necesito calentarme, le contesto:
– Un vaso con ron.
Una sonrisa irónica asoma como mueca:
– Yo hace años que no consumo alcohol.
Entonces abro mi petate y saco un bidón de gasolina y otro de acetona. Lentamente comienzo a derramarlos por la estancia. No corre, no intenta hablar, no intenta detenerme; tan sólo se sienta en un sillón con los ojos muy abiertos e inexpresivos.
Del bolsillo de mi pantalón saco unas cerillas, las enciendo y las tiro sobre el líquido que inunda el lugar. Entonces me siento a su lado y le tomo la mano mientras él aprieta la mía con fuerza.
Permanezco unos segundos así, tal vez varios minutos, no lo tengo muy claro. El humo comienza a dificultar mi respiración y yo intento ponerme en pie, pero la mano huesuda de mi padre me lo impide, continúa sujetándome con solidez y firmeza. Me convierto en el niño pequeño y enclenque que apenas puede luchar. Lo sé. Ya no hay escapatoria. Entonces me rindo, dejo de huir de su sombra, como debí haberlo hecho hace veintiún años. Sólo puedo pensar en la frase que siempre rondó mi cabeza: “El fuego purifica” mientras el amarillo, el naranja y el rojo inundan la estancia y el olor del Galán de Noche desaparece.
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