En los malditos días grises me levanto cansada.
Absorta en un pensamiento que viene y va,
que se recrea en el pasado
y se entretiene en lo que pudo ser y no fue.
En lo que hice o no hice.
En lo que debió pasar y no pasó.
En los malditos días grises,
me levanto cansada
y me planteo las diferentes alternativas
del futuro que vendrá.
Un futuro que no llega de la forma que espero
y con ello, mis ilusiones se apagan.
En los malditos días grises,
ya no pienso como antes.
No razono de la misma manera
y todo me parece raro.
No consigo alumbrar el camino
cegada por un escarnio interior de dudas
y eso me estresa,
me deprime y me mata.
En los malditos días grises,
todo me resulta difícil
porque mi ego muta y se transforma
incontrolable.
Desde fuera no se percibe
porque la madurez nos enseña
mil maneras de disfrazar las cosas.
Pero en los malditos días grises,
mi imagen cambia
y a ese yo del espejo
no le conozco.
No me gusta.
En los malditos días grises,
las ganas de seguir empujando el mundo
se agotan.
El impulso irracional que insiste una y otra vez
en enfrentar las desilusiones
y buscar otras maneras de actuar
se disipa.
En los malditos días grises,
el deseo también se apaga y parece que nada es relevante.
Y quizás nada lo sea tanto como para abandonarlo todo
y no seguir.
En esos malditos días grises me vuelvo voluble
y todo me importa una mierda,
y hasta morir se hace bola
y aborrezco vivir sumida en la impotencia,
pero me levanto cansada
y la cabeza no deja de pensar
en la frustración de logros impostados.
Malditos días grises
me obligáis a desear adelantar el tiempo
para huir de mis propios demonios
porque arrastráis un ambiente viciado
cargado de malos presagios.
Malditos días grises.
Malditos.
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