Él gustaba de caminar a solas. Buscaba siempre nuevas rutas que le condujeran al paseo de los melancólicos, pues le hacía gracia verse reflejado en aquella vieja chapa. Una noche, caminando por el paseo de los melancólicos se encontró con otra chica melancólica y le dijo:
—Hola, ¿acaso tú también eres melancólica? No sabía que se podía ser guapa y melancólica a la vez.
Ella sonrió tímidamente y, como si fuese algo natural en ellos, caminaron juntos y él le dijo:
—¿Sabes? creo que me estoy enamorando de ti —Y ella le cortó diciendo:
—Deja de ser tonto, los melancólicos no se enamoran, si no dejarían de ser melancólicos.
Acto seguido, él le propuso dejar de ser melancólicos para ser enamorados y ella, que nunca había estado enamorada, ni reparado siquiera en ello, dudó cinco segundos, agachó la cabeza y le dijo:
—De acuerdo, seré tu enamorada.
Y el resto del camino lo recorrieron cantando y bailando… bueno, cantando no porque no tenía letra pero sí tarareando una canción, como en una película de Hollywood pero sin rastro de patrocinadores, contratos, attrezzo, ni pizca de maquillaje; y con la sensación de estar viviendo algo puro y nuevo de verdad, y que sonaba algo parecido a…
Él la acompañó a su casa sin ninguna otra intención que la de ser un caballero y, al llegar, ella lo invitó a subir sin ninguna otra intención que la de ofrecerle una tacita de té, pero cómo son las cosas las infusiones los pusieron calientes y se fueron primero al salón y luego a la cocina y corrieron de la mano hasta la habitación y luego al salón otra vez y todo esto mientras se besaban y se reían porque bueno, en fin, les ponía un poquitito nerviosos el hecho de ser ambos vírgenes, y luego, y luego, y luego…
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