Cansado de su jefe, de la oficina, de los colegas, decidió escapar en la nocturnidad de aquellos trabajos a deshoras por el simple deber de hacer que el colegio de abogados constatara que Rodríguez and Company fuera una officede prestigio. Ni él era Rodríguez, ni se había ganado su prestigio vinculado a aquellos chupatintas. Él era un Bonachea y no se rebajaría más a ser maniatado por sus jefes. Humillado por clientes y repudiado secretamente por sus colegas.
Salió al pavimento lloviznado y pidió un taxi. Estaba harto de New York y de sus distritos financieros. De su asfalto y rascacielos quejumbrosos que de vez en cuando caían derrumbados por supuestos terroristas. No recordaba entonces qué le gustaba realmente de aquella ciudad tan populosa, pedazo de concreto que aplastaba su estructura; su razón de hombre.
Desaliñado el pelo, torcida la corbata; llevaba el alma en pena rodando por New York. Desde la 55 hasta la gran manzana. Viendo pasar en su recorrido sin destino tanta luz, tanta miseria. Prostitutas de avenida, traficantes de servicio uniformado. Delincuentes decorosos y limosinas pendientes a celdas de cuello blanco. Luces cegadoras. Tanto vicio.
No había espacio en aquella urbe para disfrutar algo sublime. No recordaba entonces por qué había llegado allí. Horrible Monster city que engullía su cuarentona vida.
–Maldita oficina, maldita con todo y sus abogados. Sí, podría ser de los más reconocido y hasta varios juicios había ganado últimamente, ofreciendo a la casa jugosos dividendos. Ya se había cansado de ser el solicitado lawyer que, sin miramientos, ganaba a fuerza de palabra y lengua viperina un caso que debía resolverse a fuerza de venganzas y A―12 con todo y sus fogonazos.
Cansado de ser un mentiroso aclamado, incluso por aquellos que sabían que algunos de sus clientes eran tan culpables y corruptos como el sistema mismo.
Lloviznaba en la 5ta rumbo a Brooklyn y decidió que ya estaba harto de aquel taxi y del chofer jamaiquino que olía a yerba y no hacía más que citar lo duro que era vivir en aquella Babilonia impuesta.
–Si te es tan duro por qué no te largas a tu isla– reprochó molesto como si aquel rastafari tuviera él la culpa de toda su apatía por su gente, por su profesión y por su entorno. Detuvo el taxi y caminó por Central Park nocturno a pesar de los consejos del adepto de Bob que le recordaba lo peligroso de caminar a esas horas por aquella selva urbana. \
Sordo y ofuscado continuó paseando con el sabor amargo provocado por su vida. Lentamente entraba en la oscura fase del suicidio cuando un sonido de saxo apareció de pronto entre las malezas. Tocaban a John Mayer en su monotonía cadenciosa de epic jazz de aquellos que él no entendía pero que le privó de pronto de sus propios problemas. Sonidos palpables de invisible ejecutante. Sonidos que partían de la espesura de cipreses y arbustos que replicaban cada nota como fotosíntesis sonora, noctámbula.
Entonces se recostó a un banco, dejándose llevar por un letargo inaudito entre la brisa nocturna, la música y el sueño. Constatando para sí que aquello era lo mágico de New York. El jazz. Esta ciudad podía regalarte tanto crimen, tanta hipocresía. Una tarde jodida cargada de violencia; y de pronto, una noche de conciertos interpretados por dioses. Tal vez una mañana en la que, si sobrevivía en aquélla negrura de cipreses, le daba la opción de cambiar su vida aferrado ahora a aquellos acordes jazzísticos que lo embargaban.
Mañana no sería un abogado. Tal vez vendería Mc Donals en alguna chatarrera de los guetos, pero algo si sabía en aquel momento: New York podría ser una perra descarnada que jodía a todos los que llegaran a su paso; pero como las sirenas mitológicas, tenía una mágica música que hacía que náufragos de otras tierras vinieran a morir trasnochados en sus fauces.
Escuchando incluso, un saxofón que en la distancia interpretaba a John Meyer escondido entre arbustos y cipreses. New York es como una sirena. Te ahoga y te devora con pasmosa indiferencia, pero antes te regala y te engatusa con la más sublime melodía. Esa que llevas en la mente, incluso cuando se cierra la puerta de la legendaria luz que algunos aseguraban haber visto y regresado. A partir de aquella noche.
Bonachea, el emigrante, se contaba entre ellos. Seguía absorto bajo las notas jazzísticas cuando el cuchillo filoso como un rift atravesó su espalda hasta su esternón derecho; mientras pensaba que tan sublime interpretación dolía tanto el pecho –como si rompiera el alma.
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