Fred y Suellen pasean junto al rio y, cuando a él le suena el móvil, ella le indica por señas que conteste, que vuelva a casa, que ella seguirá un rato más. Al rato, escucha a lo lejos un viejo blues y acelera hacia la música, como atraída por el aroma del café recién hecho.

«Quisiera ser un pez-gato, nadar hasta el océano y que las chicas guapas intentaran pescarme».

Suellen Stevens, la actriz que deslumbró a Broadway como Stella o Lady Macbeth, lleva un año lejos del teatro tras su operación de garganta. Nadie entiende que aún no haya recuperado la voz. Amigos y colegas la visitan para animarla. Hoy ha sido Fred, su director fetiche, quien la ha acompañado en su paseo por el rio. Hasta la llamada de teléfono, él insistió en comentar proyectos futuros. Todos rechazados sin que a ella le hiciera falta utilizar la pizarra con la que se comunica desde hace meses. Se limitó a señalarle la cicatriz de su garganta.

Como un buen cebo, el blues la ha engatusado; necesita poner cara a la voz que ha lanzado la caña. Corre hasta descubrir en la otra orilla a un pelirrojo que bien podría haber escapado de las historias de Mark Twain si no fuera porque esos personajes ya no existen; la realidad los ha vuelto ingenuos, sólo aptos para la literatura. Suellen se apoya en un tronco y disfruta de una voz sorprendentemente rota para la edad del chico, mira al infinito y vuelve a recorrer la cicatriz en forma de «y» con la yema de los dedos.

Las aplaudidas inflexiones de voz de la actriz en escena son ya sólo un recuerdo. En su entorno crece el pesimismo sobre su regreso. Sin embargo, en su interior, ella repite sus papeles y conversa con imaginarios acompañantes a los que refiere retales de su vida.

—¡Qué envidia! —dice a su inexistente compañera—. Seguro que canta así porque nadie lo presiona.

El muchacho suelta carrete. Tararea tumbado sobre la hierba en la ribera de enfrente; un terreno que desciende con suavidad hasta tocar el agua, como lo hacen sus pies descalzos. Lleva tirantes gastados que sujetan unos pantalones cuajados de parches, tan pesqueros que ni siquiera le tapan las espinillas; una camisa que algún día tuvo botones y debió de ser blanca le cubre el torso. Su cara es pecosa, el pelo desgreñado, henchido de rizos del color de las zanahorias.

Suellen le escucha cantar y se satura de envidia y de nostalgia. Después, repite las palabras del cirujano.

—En cuestión de meses, como nueva.

Pero sigue sin voz. Nunca debió operarse, creía tener un pacto de no agresión con sus pólipos hasta que los médicos la amenazaron con prohibirle actuar y cedió. Después, rehabilitación, foniatras e incluso algún escarceo con naturópatas. Fracaso tras fracaso.

Hipnotizada por el señuelo irisado del blues del pez-gato, observa al muchacho del otro lado del rio y ve que alguien se le acerca sigiloso por la espalda. Suellen desconoce si es amigo o enemigo, no sabe sus intenciones.

—Me niego a creer que lo haga por el mero placer de hacer daño —le dice a su amiga inventada—. No puede ser un ladrón; robar a quien parece un vagabundo es un sinsentido. Conjeturas que se desmoronan cuando el merodeador abre una gran navaja de barbero.

—‘Huye, sal de ahí tan deprisa como puedas’ —solloza estéril mientras vuelve a tocarse la cicatriz con los dedos e intenta chillarle—. Te juro que lo intento.

Suellen observa la escena como si fuera una de aquellas películas de cine mudo que causaban asombro y ansiedad a partes iguales en los espectadores y por fin reacciona. Incapaz de hablar, se ha decidido a atravesar el cauce.

—¡Vamos! —dice a su amiga invisible— Cuando ese canalla vea que hay testigos, tal vez cambie de idea.

Un golpe la tira al agua. Dos tipos tan malencarados como el de enfrente la devuelven a la orilla. Al menos algo ha conseguido: el muchacho ya no está, el jaleo le ha permitido escapar. Pero el agresor sigue allí y ahora mira hacia ella; comienza a vadear la corriente con la navaja abierta en su mano. El rio es estrecho, no más de quince metros separan las riberas.

Para su sorpresa, quienes la sujetan saludan por su nombre al de la navaja. Deben ser camaradas, piensa Suellen, compañeros de fechorías que se reparten el botín logrado al final del día. Su asombro es aún mayor cuando escucha que tienen que pasar al plan B.

A su orden, los dos gañanes atan las muñecas de Suellen a sendos árboles y la colocan con los brazos en cruz, como si fueran a azotarla. Después, le desgarran la blusa de un tirón, con sus repugnantes alientos pegados a su cara.

—Voy a vomitar —cree decir Suellen—. Noto que algo me sube por la garganta, como si fuera un rio de lava ardiente que necesitara salir. No sé qué es, pero me quema, es cáustico…. efervescente.

Cuando ve que cogen el látigo, el magma explota y al fin se desborda.

—¡Soltadme, desgraciados!, ¡socorro! —chilla a voz en cuello.

El eco ensordece ambas riberas y Suellen se agita; bracea bulliciosa, libre al fin, como un pez renacido al ser devuelto al agua.

El grito ha dado paso al silencio y a una cara conocida: Fred surge de los álamos. Sonríe y aplaude, objetivo cumplido. Suellen llora, querría abofetearlo. Acabada la función, él arropa con su chaqueta a la ignorante protagonista, le pide perdón y ordena a los actores recoger cañas y sedales. Recuperadas las pulsaciones, ella duda entre insultar o abrazar a unos colegas que abandonan el escenario natural, sin telón que baje ni público al que saludar.

De camino a casa, la actriz esboza su primera sonrisa en meses. Después, se dirige al muchacho.

—¿Podemos cantar juntos el blues del pez-gato?


Catfish blues

Taj Mahal & Cultural Musical Club of Zanzibar

Blues around the world / Putumayo

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