El susurro entre las notas

El susurro entre las notas

El profesor observó al muchacho. Le costaba entender sus verdaderos motivos. Las teclas del piano se dispersaron por el aula dedicada a los estudios musicales. Era la primera vez que sucedía algo como eso en el colegio privado San David. Aquí nunca sucedía algo especial. Es cierto que el año pasado una de las niñas del tercer año salió embarazada. Fue un escándalo, sobre todo por la implicación de una extraña secta. Incluso se dijo que la niña había sido embarazada durante un ritual pagano, pero rápidamente todos los implicados olvidaron el tema. Nadie llegó a preguntar por el feto. El comité de padres de familia asumió que los tutores de la implicada habían optado por colocar al bebé en adopción. Ese mismo comité ahora estaba haciéndose cargo del curioso caso de Adrián Valencia, el joven vándalo que había destrozado el piano de la clase usando un bate de baseball.

—¡Vamos chico, ayúdame con esto! —Rompió el silencio—. ¿Sabes lo que dirán los del comité de padres de familia? 

—Harán un gran escándalo de esto. —Se animó a hablar mientras se encogía de hombros.  

—¿Un gran escándalo? —El profesor se mantuvo sentado detrás del escritorio. No le gustaba ser el tipo duro de la escuela, disfrutaba más con la idea de que sus alumnos lo vieran como el profesor «buena onda»—. ¿Un escándalo? Ya puedo imaginar a la señora Elvira diciéndole a todos que así como destruiste un piano a batazos, nada te impide romperle la cabeza a otro alumno. 

Adrián mantuvo la mirada baja, pero por alguna razón estaba sonriendo. Esa mirada fría y calculadora provocó que un calambre helado recorriera la espalda del ingenuo profesor. —Muy bien. Se terminó el profesor «buena onda». —pensó fastidiado ante la actitud fachera del chico. Se incorporó de inmediato. Sus dos metros de altura le servían para intimidar a casi cualquiera y si a eso le sumaban la marca rojiza de nacimiento en la parte izquierda superior de su rostro, se tenía como resultado a un hombretón con una mancha en la cara que parecía un moretón del alguna pelea clandestina. Pocos sabían que él no era más que un deportista frustrado. Un levantador de pesas que nunca llegó a ser profesional debido a un extraño padecimiento en su columna vertebral. No era una lesión. Solo era una lotería y a él le tocó sacar la pajilla más corta en la apuesta. Estaría bien por el momento, pero nada lo libraría de la silla de rudas. 

—¿Te parezco gracioso? —Lo enfrentó. La sonrisa del adolescente palideció, pero no llegó a esfumarse del todo—. ¡Algo de todo esto te parece gracioso! No hemos llamado a la policía solo porque queremos intentar solucionar las cosas primero con tus padres. Esto es un delito y quiero que te quede claro. Haz destruido propiedad privada. 

—No podía sacar las notas correctas. El piano no me dejaba. 

—Así que decidiste destruirlo. ¿No habría sido más fácil tomar clases especiales? 

—Ella dice que ningún profesor puede enseñarme lo que necesito. 

El vándalo sacó una pequeña grabadora. El profesor cayó en cuenta de que ya había pasado mucho tiempo solo en el aula con Adrián. Cuando lo llamaron para atender el caso del muchacho, asumió que en algún punto tendría que solicitarle a la clase que se trasladaran a otra aula vacía, mientras se efectuaba el protocolo de rigor. Las investigaciones que demanda el plantel ante un hecho de vandalismo, pero los compañeros de Adrián no llegaron. Cabía la posibilidad de que alguno de los instructores hubiera trasladado la clase completa a otra locación, pero nadie le había avisado. El adolescente apretó el botón de reproducir en la grabadora y una melodía perturbadora cortó el incómodo silencio en el salón de clases.

 

—Ella me sigue diciendo que debo romper la armonía entre la notas. Ella me susurra entre las notas y me dice que la armonía solo se desbalancea abriendo la venas y dejando que la sangre escape. —El extraño adolescente se encogió en la silla. Se abrazó a sí mismo mientras reproducía aquella rara melodía una y otra vez. El profesor creyó comprender lo que estaba sucediendo. Un intento de suicidio o algo parecido y probablemente impulsado por aquella secta. El chico definitivamente necesitaba atención médica profesional, algo que él no podía brindarle. Se quedó ahí observándolo durante unos minutos—. Ella me dijo que la música es una de las maneras en que seres inferiores como nosotros, podemos entrar en contacto son seres superiores como ella. Me dijo que usted no podría entenderlo. 

El profesor evitaba escuchar las noticias. Ya estaba harto de escuchar cómo el mundo se iba al diablo poco a poco. Le deprimía encender la radio o la televisión, pero no estaba sordo ante las preocupaciones que sus colegas solían discutir en el comedor. Una secta de adoradores a una entidad femenina que era representada saliendo de una flor roja, que a su vez, se mostraba siendo devorada por otra criatura. Solo recordar aquella imagen lo ponía nervioso. Muchas personas estaban en contra de las practicas antinaturales de esa secta, pero la gran mayoría optaban por no darle mucha importancia, hasta el día en que uno de los seguidores de esta secta se inmoló en una plaza bancaria. Nadie salió herido, solo él. Pocos le tomaron importancia. Solo era otro loco más inmolándose por sus creencias. Lo raro fue que sus cenizas se plasmaron en el suelo como una pintura negra que no podía removerse de ninguna forma. La imagen que dejo en el suelo fue la de aquella deidad femenina. 

—Profesor. Ya estoy listo. —anunció Adrián. El pálido profesor no se atrevió a darse la vuelta. Desde su posición actual pudo ver el charco de sangre formándose en la entrada del armario. Una zona dedicada a guardar herramientas musicales. Al parecer Adrián había usado el armario para guardar algo diferente. La sangre siguió derramándose hacia los zapatos del profesor—. Mi diosa dice que necesito solo un cuerpo más. Mis compañeros no fueron suficientes.

 

         

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