Me susurró su nombre al oído en aquella turbia mañana de difícil despertar. Lo sentí revolotear a mi alrededor recorriendo vertiginosamente rutas inventadas en una existencia onírica y febril. Su nombre largo y casi cómico en esa pronunciación danzante de tierras fértiles y libres. En uno de sus giros veloces me acarició veladamente la garganta una de sus consonantes produciéndome un leve cosquilleo. Pero cuando menos me lo esperaba el lecho que todavía me albergaba se vio violentamente zarandeado por otra, sibilante pero determinada ésta. Se duplicaban ellas dos en esta larga y extraña palabra con la que se presentaba la vorágine despiadada en la que, empezando por mi cabeza y abarcando después toda mi persona, yo me sentí caer.
Si no me hubiera dicho su nombre tal vez habría podido intentar escapar, defenderme, esconderme. Si no se hubiera insinuado amorosamente a través de su primera sílaba con la inocencia juguetona de ese fonema risueño. Entonces yo habría podido eludir la sensación que me invadía desde antes de abrir los ojos a la realidad conocida que me rodeaba. Habría podido seguir fingiendo que yo era apta para vivir, que mi cabeza se erguiría firme sobre mis hombros apenas mis pies se posaran sobre la tierra que siempre me había sostenido, soportado. Pero el aletear coqueto y caprichoso de ese ser de aire, me engatusó, me lio y me arrastró a través de una espiral infinita de imágenes estridentes y sonidos luminosos. Confundida y atolondrada intenté alzarme apoyándome en los extremos de su sonido más acogedor. Traté de sostenerme para poder entrar en la cuna que su curvatura me ofrecía para sentirme de nuevo una niña que se deja columpiar. Después de todo eran cuatro sus vocales mecedoras que en su concavidad prometían un refugio uterino. Alguna de ellas habría podido ayudarme a sentirme segura, quieta, protegida. Pero no me di cuenta en mi aturdimiento extremo de la implosión que llegaba detrás de una de ellas, la que parecía su opuesta si se contemplaban en su niñez. Y no me dio el tiempo necesario para dejarme entrar de nuevo en mí pronunciando su última sílaba. El vértigo que había estado camuflado en esa engañosa palabra se apoderó de mí y me dejó al borde de un precipicio, a la espera de nuevos sonidos que me trajera el viento desde mundos de quietud bañados por mares en calma.
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