Sinopsis.

Una noche de tormenta aparecen dos extraños clientes en el hotel que regenta la madre de Samuel a las afueras del pueblo. El muchacho encuentra un objeto sobre la mesa del café-salón que despierta su curiosidad y que no tardará en convertirse en la clave de un misterioso crimen.

El botón Escarlata.

Un crujido silenció el bosque impregnándolo de una calma tensa y forzada. Está cerca, susurró deteniéndose para mirar a su alrededor. Se quedó quieto, lo más inmóvil que pudo y no tardó en notar a su alrededor el zumbido sordo que generaba la ausencia de sonido.

¿Quién va? El eco de su propia voz rebotando a su alrededor fue la única respuesta. Miró a su derecha mientras reiniciaba la marcha, a su izquierda mientras se ajustaba la chaqueta para combatir el aíre de aquella primera noche de invierno, hacia atrás cuando, tras un matorral cercano, escuchó el inconfundible rumor de unos pasos sobre la hierba mojada. El viento agitó su ropa levantando la corbata por encima del hombro. Volvió a colocar el pasador de plata fijándolo al chaleco, se abrochó los dos últimos botones de brillante color escarlata y levantó la vista.

¿Qué haces tú aquí? Fue lo último que acertó a decir antes de que un destello traspasara la corbata, el chaleco y la fina camisa de seda blanca que no tardó en empaparse del mismo tono brillante que los botones que saltaron de la chaqueta rebotando y rodando más allá de una sombra que, frente aquel hombre incauto, limpiaba un cuchillo de sangre con su propio pañuelo.

¡Recoge las mesas! Le gritó su madre. Samuel estaba cansado de aquella vida y, tras ver desaparecer por la puerta de la cocina a esa mujer que le había dado una vida y se empeñaba amargarla, se paró a mirar un momento al huesped que acababa de entrar por la puerta. Sentado en un rincón tenuemente iluminado frotaba sus botas con paciencia y esmero, pasando una y otra vez por el mismo sitio hasta asegurarse de que cada parte brillaba por igual.

¡Qué hombre tan peculiar! Se dijo Samuel preguntándose si sería un mago al ver lo alargado y peculiar que era el sombrero de copa que nada más sentarse había dejado sobre la mesa. El niño se quedó embelesado observando la forma estrecha de la parte inferior, rodeada con una cinta de color morado, que ascendía ensanchándose hasta que culminaba en una parte superior redondeada y mucho más ancha que la inferior donde una pluma blanca, bordada con hilo dorado al lateral izquierdo, se mecía agitada por el humo que desprendía la pipa por la que aquel hombre fumaba. Al igual que pasaba con su chaqueta, negra pero de tela brillante que desprendía destellos dorados a la luz de fuego, la pipa era también de lo de más singular. Alargada y tallada con formas extrañas que recorrían toda la parte de la caña y la cazoleta abriéndose como una boca asombrada en el borde que rodeaba el hornillo. Samuel se sobresaltó cuando el hombre, sonriendo mientras le miraba también fijamente, le guiñó un ojo. No solo por haberle cogido desprevenido se alteró Samuel, también porque aquella mirada ocultaba algo oscuro y siniestro. El hombre le pidió que se acercara dejando una bota en el suelo y guardando en el interior de su chaqueta un pañuelo que debía de haber sido blanco, pero que ya no era más que un cúmulo de manchas oscuras. El muchacho, por puro instinto no se acercó y, al ver que él no lo hacía, se levantó el hombre. Samuel se quedó paralizado y, de no ser porque la puerta se abrió de par en par, allí hubiera seguido.

La mujer que había evitado el indeseado encuentro con el mago oscuro, como decidió bautizarlo Samuel, entró por la puerta renqueante y cuando el muchacho le preguntó si estaba bien ella, muy digna, se irguió y colocando en el suelo una maleta visiblemente desgastada y que, claramente, había sido hecha a toda prisa, dio dos pequeños golpes en el el timbre que había sobre el mostrador de recepción. Según vio Samuel asomar la silueta de su madre se dispuso a seguir con su tarea de recoger las mesas cuidándose de no perder de vista al mago oscuro, quien aparentaba pasear distraídamente por el salón que hacía las veces de recepción mientras no quitaba ojo a la mujer. Tampoco lo pudo hacer Samuel cuando se dio cuenta de que el vestido de aquella se veía rasgado y manchado en la parte derecha.

¿De dónde habrá salido esta señora? Se estaba preguntando Samuel cuando algo que había sobre una mesa cercana le llamó la atención y, disimulando que limpiaba con esmero la superficie, lo guardó en su bolsillo. Aprovechando que su madre se giraba a buscar una llave para la habitación de la señora, Samuel metió la mano en el bolsillo y echó un rápido vistazo al objeto que acababa e encontrar. Se trababa de un curioso botón de un intenso color rojo que parecía mellado en la parte central por un objeto afilado, algo que llamó mucho la atención de Samuel y que le hizo preguntarse, no solo cómo se habría dañado aquel botón y de dónde había salido, también sintió curiosidad por saber qué significaban aquellas dos II que había grabadas en la parte central.

Y devanándose los sesos estaba después de haber terminado su tarea cuando alzó la vista y vio algo que le puso en el camino de averiguar qué podía significar. La enciclopedia de su difunto padre, que tantas veces había leído con él sentado en sus rodillas, estaba numerada utilizando el sistema romano ¡Claro! Exclamó reprochándose no haberse dado cuenta antes. Giró el botón sobre su mano y vio que por la parte posterior no era más que un botón normal ¿Qué puede significar un botón con el número dos? ¿Y dónde están los demás? Porque tiene que haber más. Ensimismado estaba planteándose silenciosas preguntas cuando le dio por mirar al otro lado del salón y sorprendió a la mujer que, ya cambiada de vestido, le miraba detenidamente. A él y, principalmente, al botón. Cuando Samuel lo hizo girar ofreciendo a la mujer una vista de la cara donde se encontraba el número dos ella pareció reconocerlo y, por un momento, pensó que se iba a levantar y ha decirle algo.

Samuel no supo si ella no lo hizo porque él guardó rápidamente el botón en el bolsillo o por la irrupción de un hombre en la recepción que, entrando como un potro desbocado, se llevó por delante dos mesas y tres sillas. Estuvo a punto de perder el equilibrio varias veces y plantó la rodilla en el suelo en no menos de tres ocasiones, pero finalmente logró ponerse en pie y pronunciar una sola y agónica palabra antes de caer desplomado hacia atrás.

La madre de Samuel salió del mostrador de recepción repitiendo lo mismo que aquel infeliz había pedido en lo que parecía su último aliento de vida. Ayuda. No tardó la mujer en prestársela y Nicolás, el hermano mayor de Samuel, enseguida salió de la cocina a echar una mano al oír los gritos.

Samuel se acercó al hombre y un nudo frío se deslizó por su garganta ahogando cualquier intento de pronunciar palabra alguna. No por su rostro mortecino, sus ojos pálidos o por la marcha seca de sangre que se extendía por su pecho, sobre su camisa. Fueron los botones del chaleco que sobre aquella llevaba. Tres botones rojos con el I el IV y el V grabados justo en el centro.

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