Introducción

Ayer, mientras ordenaba el estudio y mis recuerdos, di con un montón de papeles doblados de mala manera, hojas cuadriculadas en su mayoría, un improvisado sobre, un dibujo esquemático de una cara sonriente que me contagió aquella mueca simple y burlona. Optimismo. Me hacía falta en ese momento. Me trajo a la mente el recuerdo de un último día en el que surgieron muchos sentimientos. Es fácil caer en el tópico, pero se mezclaron la melancolía, el orgullo, la tristeza y la alegría de haber acumulado en mi acervo vital esa experiencia, para la cual sigo convencido que muchos no estarían preparados. De hecho, ni siquiera yo en principio estaba preparado, al menos a nivel personal. Llegué a sentir incluso miedo, con todas sus letras.

En aquellas hojas cuadriculadas, como en un borrador mal encarado y que guardaban una esencia infantil, poco formal, colegial e inocente, se agolpaban letras de una caligrafía cuestionable, casi críptica, con otras de sorprendente calidad estilográfica.En todas abundaban las faltas de ortografía y los errores gramaticales. Pero la forma, en este caso, era lo menos importante. El mensaje dibujado en y entre aquellas líneas llegaba a su destino.

Abundaban los “me da pena que te vayas”, “me alegro de haberte conocido en este tiempo”, “me lo he pasado muy bien contigo”, “no te olvidaré”, pero sin duda, uno de los mensajes más repetidos y que más calaban en ese momento, tal y como caló aquel último día: “gracias por ayudarme”.

Eran cartas abiertas a la inocencia, en las que hablaba un niño escondido que nunca había expresado esos sentimientos de aquella manera. Aunque a algunos se les veía el cartón, quizá era porque nunca habían tenido la posibilidad de entrar en contacto verdaderamente con aquello que podían sentir por otra persona. No habían tenido espacio, oportunidad ni valor. Otros, lamentablemente, quizá nunca llegaran a descubrir ése, su mundo interior, ignorándolo y llevando una existencia vacía que llenar de experiencias que acabaran destruyéndolos como personas. De unos y otros se dibujaba el nombre en mi mente. Y sus caras. Caras de picaresca y añoranza. Caras de un niño que se había saltado una parte importante de su infancia. Todo debe vivirse en su tiempo y ellos le habían robado experiencias a su desarrollo vital. No habían terminado de ser niños y en muchas de las ocasiones así lo hacían saber. Mucha de esa rebeldía adolescente quedaba en una rabieta más propia de un niño de cinco años. A la dificultad inherente al propio desierto en el que se pierde la personalidad durante la adolescencia había que sumar una desorientación que les venía de mucho antes. Y en mitad de aquel páramo me gusta pensar que arrojé cierta luz. Por más que pudiera haber sido severo con ellos en muchas ocasiones, o
de haberme enzarzado en auténticas batallas, aquella rectitud partía de
una esperanza, de la cual pude ver los frutos en aquellos días y otros
tantos después. Frutos que esperabas y otros que podían llegar a
sorprenderte. No en todos los casos pudo ser, soy muy consciente, pero algunos de ellos incluso habían llegado a contactar conmigo tiempo después a través de las redes sociales, con interés y sin ningún tipo de rencor. Querían mostrarme sus vidas. Orgullosos.

Partamos de la base de que estaban en un lugar donde no querían estar, aparte de por verse coartada su libertad, porque aquella situación les hacía darse cuenta de hasta qué punto podían haberse equivocado. Aunque no lo pareciera, aquella casa podía ser lo más similar a una cárcel. De hecho, simbólicamente era así y ellos cumplían una condena disfrazada del eufemismo «medida». Si aquel lugar era una cárcel, ellos eran convictos, con todas las connotaciones negativas de cara a la sociedad y todas las «positivas» de cara a su ego. Aunque todos eran conscientes de donde estaban, no todos tenían el ánimo, ni las habilidades, ni el ambiente idóneo para cambiar el rumbo. Aquellos que sí llegaban a interiorizar aquella revelación, a descubrir aquel insight, el verdadero motivo de por qué no querían estar allí, eran los que más rápido evolucionaban. Habían pasado de un mundo sin normas a un mundo cuadriculadamente normalizado. Y muchos lo agradecían en el fondo, aunque no en la forma.

De algún modo, tu existencia queda ligada a la suya. Pese a que tu labor fuera la de mentor, la de guía en un camino desviado, la de lazarillo ante la ceguera en los torcidos pasos que les conducían a un inexorable batacazo contra el muro de la vida real, leyendo aquellas palabras me di cuenta de cuánto pude aprender. Sí, aquellas almas a la deriva podían volcar en ti muchas enseñanzas. Pese a no distinguir una “b” de una “v” o ignorar completamente el uso de la “h”, pese a tener un nivel de lectura que en ocasiones les podía avergonzar o nociones básicas de cálculo suficientes para repartir el importe del botellón o del paquete de tabaco a medias, pero poco más, atesoraban una sabiduría nacida de la supervivencia en un entorno hostil. Ésta nacía de la irónica relación que surge entre las conductas más instintivas y el ambiente más urbano. El saber de la calle lo llaman. Esa inteligencia adaptativa les permitía saber, por ejemplo, todos sus derechos prácticamente de memoria y al pie de la letra, mientras ignoraban, por otro lado o incluso de manera plenamente consciente y voluntaria, como gestionar sus propias emociones para evitar los problemas. Quizá nadie les había enseñado o el modelo no había sido el más adecuado en ningún caso, incluso puede que inexistente. Otros habían nacido y crecido en aquel medio y no conocían, ni conocerían, otra vida distinta. Sencillamente, no la necesitaban.

Guardé aquellos legajos en el mismo lugar donde los había encontrado por casualidad, quizá con la esperanza de volver a encontrarlos de nuevo con la misma sorpresa en otro momento. Es lo que tiene no ordenar el estudio con la frecuencia que debiera, pero quizá también sea la excusa para volver a encontrarme de nuevo con aquellos recuerdos, aunque, realmente, nunca los he abandonado.

Cerré la puerta tras de mí, pensativo. Me descubrí con una sonrisa simplona, esquemática, como en aquel dibujo, y me sentí agradecido, ya que les debo las experiencias y el aprendizaje que han hecho decidirme a contar todo lo que viví con ellos en aquellos días.

SINOPSIS

Tres años trabajando en un centro para menores infractores dan para muchas historias, tanto propias como ajenas, pero todas dignas de contar. Esas historias se caracterizan por una evolución necesaria de todas las personas que habitan ese micro-universo que se crea entre aquellas paredes. Historias de violencia y de adaptación, de cariño y de soberbia, de una misión personal compartida, de un viaje para el que no crees estar preparado, de un universo que asusta pero que sorprende cuando estás en él.

Éste conjunto de relatos, desde el primer día que César atraviesa las puertas de aquel lugar especial, hasta su último día con aquellos jóvenes, construyen la evolución del personaje a través de muy distintos momentos y personas que pasan por esa etapa tan extraordinaria de su camino vital.

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