Yo era una pluma a merced del viento. Flotaba plácidamente sobre la ciudad, sin otra tarea que dejarme llevar. Anochecía, pero el cielo aún conservaba retazos de azul. Algunas nubes de algodón parecían atraerme hacia sí. Allá abajo, cada vez más lejanas, se divisaban algunas ventanas iluminadas…
—¡Malditos terrícolas!
El grito me sacó de golpe de mi ensoñación. Me había incorporado a aquel grupo de “Rebirthing” hacía algunos meses, tras leer un libro de una tal Sondra Ray. Nos reuníamos una vez por semana bajo la batuta de Mirta, nuestra monitora argentina, en el altillo de una librería esotérica. Aquel era mi enésimo intento de llegar al núcleo de mi ser y superar de un solo golpe de timón todos mis problemas y traumas. No tenía ni idea de cómo se habría de producir tal cosa. Unas veces la imaginaba como una especie de súbita iluminación; otras como un proceso gradual del que un día emergería de tal forma transformado, que ni yo mismo habría de reconocerme. Un nuevo Ricardo rebosante de energía, plenitud y sabiduría, cuya luminosa aura atraería la atención y el interés de propios y extraños, emergería un día de las cenizas del antiguo, libre por fin de todas sus limitaciones; en especial de la fastidiosa timidez que tanto había condicionado su vida.
Me había inscrito en aquel grupo con cierto escepticismo y la incómoda sensación de estar persiguiendo una más entre las muchas zanahorias de los últimos años. De momento, el único efecto reseñable de cada una de aquellas aventuras había sido aligerar mis bolsillos.
Me sorprendió coincidir en el grupo con Manel, un chico a quien había perdido la pista hacía tiempo, después de que yo abandonara un grupo de psicodrama tras un accidente de moto.
Recuerdo esto último como en un sueño. Habíamos salido de la sesión de terapia y tres de los asistentes, unos chicos mallorquines que estudiaban psicología en la universidad, propusieron que nos reuniéramos todos en la casa que compartían. Debía ser gente de posibles, me refiero a su familia, pues el piso de estudiantes en cuestión no estaba nada mal, sobre todo comparado con el cuchitril en que yo malvivía por aquel entonces.
¿De qué hablaríamos durante aquella reunión? Supongo que de terapias alternativas y otras cosas en boga durante aquella época. Tal vez también de política. Sólo he retenido en la memoria que los tres lucían barbas pelirrojas y eran bastante bien parecidos. Nos ofrecieron un licor de hierbas de Ibiza y, creo recordar, algún que otro porro. Si relacionarme con desconocidos ya era para mí un esfuerzo que solo superaba a fuerza de voluntad, mantener el tipo en una reunión suponía casi un suplicio. Además los porros siempre me han producido paranoia, de modo que casi con seguridad deseaba con todas mis fuerzas que aquello acabara pronto.
A la salida todos estábamos bastante colocados. Yo, en un arrebato de amabilidad, a pesar de estar muriéndome de sueño, me ofrecí a llevar a su casa en mi Vespa a Ángela, la única chica del grupo, si dejamos de lado a las dos monitoras, que no habían asistido a la reunión. En algún momento debí saltarme un semáforo en rojo, y lo siguiente que recuerdo es a Ángela en medio de la noche, tirada sobre el asfalto, en mitad de la calzada, aullando de dolor…
—¡Mi pierna, mi pierna!
Este accidente aún colearía casi un año hasta que Ángela, ya casi recuperada, marchó a una comuna naturista en Galicia, no sin antes despedirse de mí, sin mostrar rencor alguno aparente. Parecía ilusionada. Nunca he vuelto a saber de ella. No se portó mal conmigo, teniendo en cuenta que tal vez me podía haber puesto una querella, como alguna vez le insinuó su padre en mi presencia. Mi seguro a terceros no cubría más que los daños físicos y el tratamiento, pero no otro tipo de perjuicios como por ejemplo el hecho de que ella hubiese perdido el trabajo. Si me hubiera reclamado una indemnización no sé cómo me las hubiera arreglado…
En cuanto a Manel, este pertenecía a un tipo de personaje que siempre me ha intimidado. Irradiaba lucidez y ese tipo de intelecto afilado que no se hace notar más que en el momento justo. Una cualidad que entonces al mismo tiempo me deslumbraba y me hundía, al volverme más consciente de mis escasas dotes… Cuando dejé el grupo de Rebirthing le perdí la pista de nuevo, y esta vez sería para siempre.
El sobresalto me hizo abrir los ojos. Aquellas sesiones, un tour de force de hiperventilación, me transportaban a veces al séptimo cielo, lo cual hizo que el aterrizaje de emergencia fuera aún más abrupto. El chico en cuestión no llevaba mucho tiempo en el grupo, y no se esperaba —ni tampoco yo— el monumental chaparrón que le cayó encima. Nunca había visto a Mirta tan cabreada, de hecho hasta entonces era la dulzura personificada. Yo intenté quitarle hierro al asunto, asegurando que su grito me había ayudado a darme cuenta de nosequé, pero sirvió de poco. Él, por su parte, empezó una confusa disculpa en que aseguraba haberse enterado en ese momento de que provenía de Alfa Centauro. No resultó muy convincente —aunque casi con seguridad lo decía en serio—, ni tampoco le sirvió de mucho.
—¡Que sea la última vez! —vociferó Tita, roja de furia.
No era muy justo, ya que, en el fondo, había sido ella la culpable. Llevaba semanas aporreándonos con historias de extraterrestres y maestros ascendidos, y no tenía por qué sorprenderse de que alguien demasiado influenciable hubiera tomado en serio sus palabras. Yo mismo la había oído proclamar en más de una ocasión que algunos de nuestros problemas se debían al hecho de que algunos de nosotros, sin especificar, no éramos originarios de este planeta.
De hecho, tampoco había sido ese su primer patinazo. Semanas atrás nos había vaticinado el fin del mundo para el viernes siguiente. Al parecer se lo habían comunicado los maestros. Había que recibir la hecatombe final cantando el Himno a la alegría, en versión de Miguel Ríos, supongo. A manera de muestra ella canturreó algunos compases. Cuando al final no llegó el ansiado cataclismo nos explicó que los maestros habían cambiado de idea, en vista del poco interés que habíamos puesto los humanos en el asunto. Decididamente, no tenemos arreglo…
No aguanté mucho en ese grupo tampoco.
Aquellos días acostumbraba a desayunar en un bar del casco antiguo. No recuerdo su nombre ni tampoco qué me llevó a entrar allí por primera vez; la casualidad supongo. Se hallaba en un estrecho callejón muy mal iluminado por las noches, a un tiro de piedra de mi apartamento.
La clientela era en su totalidad de clase trabajadora. Yo era el único “señorito” con estudios y, quizá por ello, la dueña se mostraba encantada con mi presencia. Debía ser, para ella una pequeña satisfacción, algo así como una visita del Príncipe de Gales a escala elemental. Era una andaluza grande y oronda, de pelo ensortijado rubio pajizo, peinado en forma de bola. Cada vez que la miraba me imaginaba una bombilla encendida.
Le gustaba presumir de la limpieza de su local:
—¡Se puen comé zopitas en el váter! —la oí exclamar en una ocasión.
Al cabo de un tiempo, comencé a sentirme agobiado por la excesiva deferencia con que me trataba y por la obligación implícita de tener que desayunar siempre en aquel sitio. Me sentía atrapado y, siguiendo una pauta recurrente, decidí ausentarme una temporada. Al cabo de unas semanas comencé a sentirme culpable y, siguiendo otro patrón repetitivo, reaparecí una buena mañana como quien no quiere la cosa. No pude dejar de notar la aviesa mirada de recriminación con que me recibió la propietaria:
—¡Yavusté, una se desvive por los clientes y nadie te lo agradece! —comentó como de pasada, lo más alto que pudo.
Nunca regresé…
Aún no había cumplido los treinta y, hasta entonces, en lo esencial, mi vida había consistido en dar palos de ciego. Me perseguía la desagradable sensación de haber perdido el norte en algún punto del trayecto, pero no sabía cuándo ni cómo. Cada verano la ciudad se vaciaba y el ritmo de la vida parecía entrar en una fase de letargo. En esos meses me gustaba ir a pie hasta el muelle y una vez allí, me desviaba hacia la la playa hasta el punto donde arrancaba el espigón. En un pequeño promontorio encaramado sobre un montículo de arena prensada existía un bar, con unas cuantas mesas al aire libre, apenas resguardadas del viento:
“La línea del horizonte”
Me gustaba dejar pasar las horas y que los pensamientos vagaran sin rumbo a su antojo, al igual que parecía hacerlo mi vida. Hipnotizado por el vaivén de las olas, me esforzaba por estirar al máximo la cerveza y los cigarrillos. Soñar despierto siempre ha sido un tipo de éxtasis al alcance de cualquier bolsillo.
Los días pasaban por mí sin dejar apenas huella. No tenía metas ni ideas claras sobre la vida ni tampoco sobre ninguna otra cosa. Más que a la búsqueda de algo, andaba huyendo, si bien de nada en concreto. Tristeza, miedo, soledad, aislamiento, sí, todo ello junto, y también algunas cosas más. Una especie de nudo gordiano que toda mi vida había intentado, sin éxito, cortar y que a veces me asaltaba con una intensidad física casi asfixiante. Ahora, desde la perspectiva de los años, resulta fácil darse cuenta de que todas aquellas recetas `espirituales’, racionales y psicológicas, por no hablar de los libros de autoayuda, estaban condenadas al fracaso. Y también la inevitabilidad de que cada nuevo fiasco me dejara aún más desamparado.
Aquel prolongado empantanamiento se veía, no obstante, interrumpido en ocasiones por el recuerdo de brevísimos destellos de algo indefinible y extraño. Algo que había empezado en algún momento imposible de precisar de la infancia para interrumpirse de golpe durante una excursión escolar, y que en mi mente hacía las veces de luz al final del túnel. Un enigma que nunca había podido resolver. Solía comenzar con alguna señal. La más frecuente era un sabor amargo en la boca que yo, años después, asociaría con la cerveza.
“Ya viene”, pensaba yo.
Lo que sucedía a continuación es inútil intentar describirlo. Lo llamaré vértigo. Lo más aproximado que se me ocurre es una imagen: la sensación de estar dentro de una campana de cristal, unida a un asombro inexplicable por el simple hecho de estar ahí. Daba igual que me hallara solo o rodeado de gente, a mi alrededor todo seguía su curso normal: las cosas no se habían movido de su sitio, oía las conversaciones de los demás y, si alguien se hubiera dirigido a mí, yo hubiera respondido de la forma habitual. Los coches en la calle proseguían su traqueteo incesante, el viento movía las hojas de los árboles…
Todo permanecía igual y, sin embargo, se sentía por completo diferente.
No sé cuánto tiempo duraban aquellos episodios. Tampoco puedo decir que fueran placenteros. De hecho, yo siempre me resistía al principio, aunque sabía que era una batalla perdida de antemano. Se disipaban al cabo de no demasiado tiempo, casi de la misma forma en que habían llegado. Resultaba del todo inútil tratar de prolongarlos. Tenían voluntad propia.
Tenía doce años y me hallaba sentado en uno de los últimos puestos del autobús durante una excursión escolar. Los demás niños junto con el cura cantaban a voz en grito canciones de campamento. Entonces llegó el aviso. En apenas unos segundo me vi sumido una vez más en aquella extraña sensación submarina. Aquella colisión con lo desconocido fue una de las más intensas que recuerdo, tal vez por haber sido la última.
Pero vuelvo al principio…
Yo vivía por entonces en un minúsculo apartamento. No tenía ascensor y el váter era compartido. Estaba ubicado en un destartalado edificio, en otro tiempo señorial, cuyos pisos habían sido subdivididos hasta el límite. El resultado de semejante atomización del espacio era desigual. Mi apartamento del cuarto piso, por ejemplo, no tenía cocina, pero al menos sí tenía una ducha y un lavabo, situados en algo que pretendía ser un cuarto de baño. Tras arduas negociaciones, mi casera, una señora bien, que a regañadientes se dignó a recibirme en su céntrico piso de postín, accedió magnánima a permitirme comprar una especie de camping-gas que no necesitaba de permisos municipales.
El inodoro lo habían puesto fuera, en uno de los extremos de una galería, que se abría a un patio interior. Era de uso común, como ya he dicho. Nunca había colas, sin embargo. Yo solo coincidí una vez con otro de los inquilinos en un pasillo, un chico que lucía una melena hasta los hombros, y se enzarzaba en constantes trifulcas con su novia. De los demás nunca supe nada.. Aquellos dramas sentimentales, de los que algunas noches me llegaba un rumor sordo y atropellado, siempre terminaban en una crisis de llanto por su parte. A ella nunca la oí llorar.
La ducha la habían embutido en un pequeño cuarto contiguo a la cocina. Abrías la puerta del cuarto y podías ver tu cara —o al menos una parte de ella —en el pequeño espejo a caballo de una repisa de cristal igualmente minúscula. A la derecha, dentro de una especie de cubículo que se elevaba medio metro del suelo se hallaba la ducha. Para ducharse había que subir un par de escalones y, si eras más alto que la media, como es mi caso, era necesario encorvarse un poco.
Todo aquel antro se podría describir como un recibidor-comedor-cocina de mediano tamaño con dos apéndices: el dormitorio —sin ventanas y del tamaño de un vestidor de mediano tamaño— y, en el flanco opuesto, aquel baño diminuto junto a la puerta de entrada… En el espacio central, había una mesa redonda y dos sillas y, al lado de la ventana, la cocina.
Mi calleja era tan angosta que a duras penas permitía la circulación de coches de mediano tamaño. Cuando estos pasaban, los peatones nos veíamos forzados a pagarnos a la pared.
Llevaba pocos meses en la ciudad y aquel apartamento era mi primera vivienda. Yo acababa de atravesar una fase macrobiótica, que se vio interrumpida de forma brusca y definitiva por un brazo de gitano. También atravesé durante aquella primera época un breve brote de alcoholismo voluntario. Ignoro de dónde me vino la idea ni qué pretendía con ello. Por las mañanas me sentaba en una terraza de las Ramblas y pedía varios Gin-Tonics seguidos, hasta que sentía los ojos vidriosos. Luego me levantaba y callejeaba sin rumbo durante horas. Pronto decidí que no había nacido para ello, y abandoné el intento.
Mis escasos recursos apenas me permitían otra cosa que pagar el alquiler, comer y algún que otro lujo ocasional como ir al cine cada cierto tiempo. Aquel no era mi ideal de vida, pero aún me consideraba joven y esperaba que con el tiempo las cosas cambiarían a mejor.
Aquel verano acudí muy a menudo a “La línea del horizonte” y, una tarde, trabé conversación con el dueño. Fue él quien rompió el hielo. Yo me hallaba absorto en la contemplación de los innumerables gatos que pululaban por el lugar, casi un santuario felino. En la arena incrustado entre los pedruscos del arranque del espigón alguien había colocado un letrero. En el tablón de madera, escrito en gruesas y tambaleantes mayúsculas, podía leerse:
“SI NO QUIERES RATAS,
RESPETA A LOS GATOS”
Una mano en mi hombro me sacó de mi ensimismamiento.
—¿Te gustan los gatos?
La voz sonó áspera y más grave de lo normal.
SINOPSIS
Esta historia trata del desarraigo. El protagonista narra retrospectivamente la prolongada etapa en que intentaba superar sus problemas de relación y dar un sentido a su vida. La narración comienza cuando muchos años atrás se sentía ya bastante hastiado de todo ello, aunque incapaz de tirar la toalla. Ha estado encadenando una tras otra todo tipo de recetas espirituales, terapias New Age y grupos de crecimiento personal. La acción transcurre en la Barcelona de los años ochenta. En medio de su atolondrada búsqueda conoce a Walter, el dueño del local que da título a la novela, donde suele pasar algunas tardes, y que es su contrapartida escéptica. Hay un punto de inflexión cuando la intervención de una tercera persona provoca una crisis de consecuencias tan imprevisibles que ni yo mismo las conozco aún.
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