Quédate a mi lado, aquí, entre mis sueños.

Déjame ver aquello que ve quien que no mira.

¡Quédate!

CAPÍTULO 1 Perdí tu nombre

El fuego de la chimenea escupía llamas de tonos naranja y amarillo; llamas que bailaban al compás de la tristeza que se respiraba en la casa. Tres personas estaban sentadas al calor de la lumbre.

Unos lamentos llegaron hasta ellos y la mujer de cabellos entrecanos y piel surcada de arrugas miró hacia el lugar por el que había llegado el llanto de su hija. Detuvo la mirada en su yerno, pero él mantenía la barbilla hundida en el pecho con una expresión taciturna. Se veía perdido y ella movió la cabeza en una muda negativa. Se levantó pesadamente de la vieja mecedora y encaminó sus pasos hacia la habitación de Adelaida. Las piernas le flaquearon cuando se encontró de frente con el doctor, que salía en ese momento. La mirada del hombre decía mucho más que cualquier palabra que saliera de su boca y la mujer se adelantó a la noticia.

−No puede ser que esté pasando… −dijo en un susurro de angustia, llevándose las manos a la boca−…otra vez − negó con la cabeza.

Él descansó la mano en el hombro de Cata en su deseo de consolarla. Las lágrimas rodaban por las mejillas de la mujer.

−Lo siento mucho, ha perdido el niño.

Cata le miró sin encontrar las palabras.

−De veras me apena mucho, pero su salud es lo primero ahora y tiene que reposar unos días. Ha perdido mucha sangre y está débil.

Ella sabía que el hombre hablaba con razón, pero que su hija siguiera ese consejo…

−Mañana volveré para ver como ha pasado la noche −Caminaron juntos hasta la entrada de la casa. La oscuridad de una nueva y larga noche les esperaba.

−Gracias por todo −Le tomó una mano entre las suyas y le sonrió − y descanse usted, bien sabe Dios que lo necesita.

Cata se demoró unos segundos mirando al médico mientras se alejaba, quizá en un intento de retrasar lo inevitable. El frío se coló entre los hilos de su ropa, avisando, y cerró la puerta con tanto cuidado que apenas el silencio lo supo.

Su mirada voló en dirección al cuarto. Tenía que enfrentarse a la situación y posponerlo no lo haría más fácil. Inspiró aire, luchando por contener el llanto al tiempo que empujabala liviana puerta de madera tras la que se encontraba su hija.

Adelaida yacía acurrucada en su cama revuelta con la mirada perdida en el vacío. La sangre esbozaba dibujos deformes en las desordenadas sábanas que abrazaban su cuerpo. La madre no habló, ni siquiera se acercó a su hija. No quería que la joven viera el rastro de lágrimas que surcaban su cara. Abrió la puerta del armario de contrachapado que ocupaba toda una pared, justo a los pies de la cama. En sus estantes interiores aguardaban las sábanas limpias. Las bisagras se quejaron con unas notas agudas y desafinadas que no pudo evitar, sacando a la hija de su letargo.

−Nunca lograré tener hijos, ahora lo sé con certeza − dijo Adelaida agriamente, sorprendiendo a su madre.

Cata la miró como solo una madre sabe hacerlo. Sus ojos se detuvieronen los cresposy largos cabellos oscuros de su hija, desarreglados, sobre la mullida almohada. Avanzó hacia ella con las sábanas almidonadas en los brazos a sabiendas que lo que le iba a decir no le serviría de consuelo.

−No digas eso. Tienes que tener fe en Dios hija mía. Él sabe.

−No me siento con fuerzas para discutir con usted los planes divinos, así que ahórrese la charla o salga de esta habitación −La mujer la miró con pena y esperó −. Es el cuarto que pierdo, madre, el cuarto. ¿Conoce a muchas mujeres a la que les pasa esto? –Por su rostro se asomó una mueca de dolor.

−Piensa en Emilio. También ha perdido a su hijo.

−Sí, claro. ¡Cómo no pensar en Emilio! −dijo, con un rictus de amargura−. Pero el no está ahora mismo en esta cama con mi hijo esparcido sobre ella.

Cata no quiso decir nada más y se entregó a la tarea de cambiar las sábanas manchadas por mudas limpias. Adelaida se dejó hacer, mientras aceptaba cómo iba desapareciendo el rastro de lo que allí había acontecido.

La madre salió un rato después con el fardo de ropa. Caminó hasta la sala arrastrando los pies. Los dos hombres levantaron la cabeza en una perfecta sincronía cuando la escucharon acercarse. No hizo faltapreguntar, no hizo falta responder. Ni siquiera se detuvo a decirles unas palabras de consuelo y ellos volvieron a concentrarse en el fuego de la chimenea. Cata salió al patio para dejar la ropa a remojo en una palangana; al día siguiente se encargaría de quitar todo rastro de sangre. Otra cosa sería la pena por la pérdida, eso no sería tan fácil de borrar.

La cena no debía esperar, pero antes calentó un cuenco con leche para Adelaida y se lo ofreció. La joven no quiso dar ni un sorbo del líquido caliente y la madre lo dejó en la mesilla de noche, al lado de la cama. Luego regresó a la cocina para preparar la comida que ayudaría a saciar el apetito y reconfortar sus cuerpos.

Poco después, su marido José, Emilio, y ella misma, cenaban en el más espeso de los silencios; roto solamente por el sonido de los platos y los cubiertos al entrechocar. Sus miradas se encontraban apenas un segundo para volver a huir y concentrarse en la comida de sus platos.

Esa noche, el marido de Adelaida tuvo que acomodarse en la pequeña habitación reservada para los invitados.

Los hombres necesitaban descansar puesto que tenían que levantarse de madrugada para acudir a sus trabajos en el campo, así que Cata se encargaría de vigilar el descanso de su hija. Tenía un sueño ligero que no la apartaría de sus deberes de madre. Cargó la chimenea con troncos que su marido le había dejado preparados y que mantendrían una agradable temperatura en las largas horas nocturnas. Se acomodó en la mecedora para dejarse hipnotizar por la representación de las llamas danzarinas. Los recuerdos invadieron su mente, atropellando su alma inquieta.

«− ¡Una niña, Emilio! −Le zarandeó para sacarlo de su sopor−. ¡Ya te lo decía! ¡Al fin eres padre! −le dijo Cata a su yerno cuando salió del cuarto con la noticia del nacimiento de su primera nieta.

Un Emilio emocionado tuvo que esperar a que la madre estuviera preparada. Marido y abuelo pasaron a la estancia para conocer a la nueva integrante de la familia.

Una bebita pelona de piel clara y mejillas sonrosadas dormía en brazos de su madre. Adelaida no levantó los ojos de su hija cuando los hombres entraron y rodearon la cama. El orgulloso abuelo se mantuvo a corta distancia dejando un resquicio de intimidad a la pareja. Emilio se sentó con cuidado en el borde del lecho para ver más de cerca a la niña. Entonces Adelaida lo miró.

−Es preciosa… −musitó él. Apenas rozó con un dedo la mejilla de su hija y la emoción dejó que escapara una lágrima.

−Es un ángel −dijo Adelaida en un susurro, hipnotizada por la imagen de esa pequeña desconocida.»

Cata recordaba a su hija canturreando por toda la casa sin perder el contacto con la menuda Josefina. Era un bebé tranquilo, apenas se revolvía un poco cuando la cogían en brazos y sololloraba cuando tenía hambre. Adelaida la recuperaba rápidamente con cualquier excusa, celosa del tiempo que los demás pasaban con ella.

Una tarde, cuando la pequeña contaba con escasos veintitrés días, dejó de respirar mientras dormía plácidamente en brazos de su madre. Los esfuerzos de la joven no consiguieron despertarla y se aferró a la pequeña gritando y maldiciendo a Dios por robarle a su hija. El médico tuvo que administrarle un sedante para poder quitarle al bebé de los brazos. Muerte súbita, fue el cruel diagnostico, un caso insólito para el que la medicina no encontraba explicación. Cuando la joven recuperó la consciencia pasó muchas horas mirándose las manos, los brazos… Luego mantuvo la mirada fija en punto abstracto, ignorante de lo que pasaba a su alrededor. Ni siquiera preguntó por su hija fallecida. Los meses pasaban y se negaba a salir de la casa. Su carácter rígido se acrecentó y Emilio tuvo que dormir largas noches en la soledad del pequeño cuarto para invitados.

Cata se balanceaba al compás de los ronquidos de su marido hasta que decidió echar un nuevo vistazo a su hija. Los rayos de luna llena inundaban el cuarto y una figura se recortaba claramente sobre la cama en un sueño tranquilo. Las permanentes arrugas de expresión no afeaban su frente y en ese momento le pareció que su rostro era hermoso. Su hija no era una mujer guapa; tenía una nariz fina que no armonizaba con su cara redonda y una frente alta que daba una fuerza nada femenina a su rostro. Sus vivaces ojos oscuros resultaban incómodos; no era fácil mentirle. Pisaba firme y fuerte. En algún momento tomó el mando en la casa familiar y allí no se hacía nada sin su consentimiento. Pero a pesar de su rectitud era una mujer leal que cuidaba de los suyos… a su manera, pero cuidaba de ellos.

Cata salió del cuarto cerrando la puerta con mucho cuidado. Volvió a sentarse en su mecedora y se dejó seducir por el suave balanceo, aliado del sopor. Su mirada vagó por la estancia medio oscura, deteniéndose en el dibujo que decoraba la pared frontal de la chimenea. Las llamas se agitaban dando un movimiento irreal al conjunto de flores que la adornaba. Siguió sus líneas con la mirada y sonrió, evocando las veces que había visto a su hija arrastrando su escalera hasta allí. Cada pocos meses reforzaba el color de los largos y espinosos tallos que encerraban una multitud de pequeñas flores silvestres de variados colores. Tenía mucho talento y estaba muy solicitada entre la gente del lugar. Cata suspiró con fuerza y sintió pena por el futuro incierto de su hija.

Adelaida despertó con el amanecer. Apenas un par de segundos tardó en acudir a su memoria la nueva situación, golpeó su estómago con crueldad. Si la vida le negaba hijos nada podía hacer. No derramaría lágrimas. Acarició con sus manos el vientre hinchado durante largo rato imaginando que nada de aquello había pasado, que su pequeño crecía ajeno a todo, pero la realidad era otra muy diferente.

Necesitaba salir del cuarto. Tras varios minutos debatiéndose con el dolor, se sentó en la cama, dejando en la sábana una mancha oscura que su camisón repetía. Tuvo que esperar a que el corrillo de luces se detuviera ante su mirada antes de avanzar hasta el tocador donde la jarra de metal repleta de agua esperaba. Vació la mitad del líquido en el aguamanil de porcelana. Se despojó de la camisa y comenzó a limpiarse con la esponja. Lo hizo con lentitud; la prisa no significaba nada para ella. Sorda al dolor, hizo desparecer en primer lugar el espeso líquido que se había cuajado en su vello púbico. El agua pronto adoptó el color de su sangre. Su piel temblaba de un frió que no sentía mientras la esponja se deslizaba despacio por sus contornos. Después de asegurarse que no quedaran manchas del flujo en ella, procedió a vestirse. Lo hizo con calma, como hacía todas las cosas. Ajustó el corpiño almidonado pasando las cintas por cada uno de los orificios, después, las enaguas de áspero algodón que precedieron a la camisa blanca de mangas abullonadas tan desgastada a través de los lavados. Se ciñó una larga y oscura falda de lana que le llegaba un poco más arriba de los tobillos. Cuando, sentada en la cama, se anudaba las botas que usaba cada día, un chasquido agudo en el vientre se llevó el color de su tez y la mantuvo unos instantes inmóvil.

− ¡Pero…! ¿Qué haces? Su madre entraba en el cuarto en ese preciso momento y acudió a socorrer a su hija. La vio tan pálida que se asustó.

Adelaida la miró todo lo desafiante que le permitió el dolor que la sometía.

−No me pienso quedar en esta cama para darle el gusto a nadie, ni siquiera a usted… madre.

−Pero si el doctor tiene que venir a verte en cualquier momento, mujer.

−Y me verá madre, me verá, de eso no le quepa duda.

No aceptó el brazo ofrecido. Se sentía enfadada con el mundo entero pero sobre todo, con su madre. Le molestaba el modo que tenía de buscar justificación para todo, cuando ella sentía que no la había. Lentamente fue hacia la sala, que a esas horas estaba solitaria. Los hombres habían salido hacia sus trabajos cuando aún estaba oscuro. Adelaida se sentó en una mecedora, semejante a la de su madre, buscando el calor de la lumbre. Cerró los ojos y empezó a mecerse con suavidad. Aunque le costaba quedarse sin hacer nada, no se sentía con fuerzas para moverse de aquí para allá. Cata no sabía cómo enfrentarse a la situación y huyó a la soledad de la cocina.

Breve sinopsis:

Una novela construida en un ambiente rural a principios de los años veinte. Dos familias de clase social diferente acabarán unidas por un acontecimiento. En el transcurso de la obra se cuenta cómo se vivió la revolución de la agricultura y la importancia de pertenecer a la religión católica. Entre todo esto surge una historia de amor imposible. La prostitución y la homosexualidad tienen su lugar entre estas líneas de una forma poco común.

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