Manuel Turizo se preparaba para salir de su casa, como cada viernes por la noche, era un ritual auto-impuesto junto a sus dos viejos amigos, Ignacio Santana y Danilo Durán, con quienes osaba hablar de la situación de su pueblo y de la región, con el amplio deseo de hacer mucho más por su comunidad. Besó los labios a Carmelita, su esposa, y un beso en el frente a su hija Caterine o Catica, como le gustaba llamarla. Su hijo mayor había salido a la caseta con sus amigos. Carmelita se preocupaba y su corazón no descansaba hasta no tenerlos de vuelta y seguros en casa.

Echó un vistazo a la calle antes de cerrar la puerta y persignarse, como es la costumbre para que la virgen cuide sus pasos y lo regrese a casa sano y salvo. Eran tiempos duros y una ayuda extra no venía mal.

Mientras caminaba por la calle sin pavimentar y saludaba a doña Lidia, quien se relajaba en el vaivén de la mecedora en la puerta de su casa, pensaba en los adolescentes a quienes hablaba sobre las oportunidades que tenían en esta vida, le preocupaba el ambiente en el que estaban creciendo sus hijos; los chicos del pueblo sólo veían dos caminos para llevar comida a sus hogares, se dividían entre irse a alguna plantación de marihuana o unirse a algún grupo armado; otra manera de mantenerse seguros.

Miraba las antiguas y desgastadas casas de su pueblo y las comparaba con las de la vieja, pero hermosa, Cartagena. Allá sí que había progreso, donde la gente se esforzaba por conseguir lo mejor para sus familias; cosa que no pasaba con los conformistas que veía cada día.

Las Piedras era un pequeño pueblo ubicado al sur del departamento de Bolivar, con gente agradable y alegre. Las casas hechas de barro, con agujero de balas adornándolas, puertas de madera, ya vieja, y techos de paja; los únicos que podían aspirar a tener una mejor casa eran los que se dedicaban a la política o tenían algún negocio del que dependía la gente, como el cachaco de la tienda. La agricultura ya no daba suficiente para mantener a una familia y las plataneras han sido reemplazadas por plantaciones de Marihuana. Sus calles estaban destapadas, muestra de la pobreza del lugar, muchos alcaldes habían prometido mejorar las condiciones de sanidad de su gente, pero ilusionarse con ello era de gente tonta.

Don Jesús lo saludó desde la ventana de su casa y apenas pudo verlo por la poca luz que emitían los bombillos.

Ese era otro problema que estaba tratando con el alcalde de Las Piedras, mejorar la infraestructura de energía y que dejaran de hacer esos cortes de luz que programaba Electricaribe tres veces por semana para racionalizar. Como si no fuera suficiente con esas facturas tan caras y muchas veces impagables.

—¡Cuídese, Mañe! —gritó el hombre mayor con su estruendosa voz y Manuel sonrió en agradecimiento.

Desde allí, a dos calles, podía escuchar la música, la Champeta sonaba muy fuerte en el picó y la gente caminaba hacia allá para buscar un poco de diversión, o quizás conquistar a alguna niña. Al pasar por la Caseta «La Poderosa», observó los viejos y desiguales maderos que la rodeaban y saludó a Julito y a Peyo, que entraban con dos amiguitas, buenos chicos aquellos. Entró para ver si su hijo Carlos estaba, caminó esquivando a las parejas que se movían por toda la pista restregando sus cuerpos, y lo encontró con sus amigos tomando cerveza en las sucias mesas Rimax que ya las unían con alambre dulce para que resistieran una temporada más, su hijo dejó de sonreír y soltó la botella al verlo, pareciendo apenado. Sólo tenía dieciséis años y a su padre no le gustaba verlo irse por los caminos que todos sus amigos elegían, ansiaba ofrecerle un mejor futuro, y por ello luchaba cada día.

Al lado de Carlitos estaba el mejor amigo de éste, Gustavo. El hermano mayor de Gustavo fue uno de los jóvenes a quienes Manuel le habló sobre las posibilidades de ir a la ciudad, de estudiar y buscar un mejor camino, incluso estuvo cerca de conseguirle una beca para que estudiara una carrera técnica, pero las ansias de dinero lo llevaron por el camino equivocado; ahora, cuando el hermano de Gustavo visita el pueblo, siempre llega con dinero en una mano y una pistola en la otra. Los adolescentes lo rodean como si fuera una especie de héroe y lo siguen, recibiendo de los regalos que el nuevo Paraco del pueblo les daba. Manuel sabía lo que hacían, les muestra a los chicos una falsa imagen, para llevárselos al monte, dotarlos con un fusil y hacerlos pelear una guerra que no les pertenece.

El flagelo de las guerras entre las FARC, ELN, Paramilitares y Ejercito Nacional, estaba consumiendo a su pueblo, y a muchos otros en todo el país. Las noticias en la radio o en su viejo televisor, no eran muy alentadoras. Los años pasaban y no había señales de que fuera a acabar pronto.

Suspiró y siguió su camino hacia donde Julita, el único bar del pueblo, donde podían sentarse a tomar una fría y escuchar a los Zuleta con su portentosa música que animaba el alma.

Manuel había sido nombrado Líder Comunal recientemente, la gente lo quería, eso se veía cuando lo saludaban a su paso los vecinos, y él nunca le negaba la ayuda a quien lo necesitara, así sea por un concejo, por dinero para comprar arroz para sus hijos, como fue el caso de Mayito esa misma tarde, o para ayudar a alguien a conseguir un trabajo. Es difícil, pero no imposible. El trabajo duro tiene su recompensa, eso le enseñó su padre, y eso intentaba mostrarle a su hijo. La tranquilidad de su familia y la suya propia, no tenían precio.

Podía escuchar a una calle de distancia el buen vallenato que salía del equipo de sonido de la Julita, quizás no sonaba como el Picó de casi dos pisos que tenían en la caseta, pero la buena música no la cambiaba. Se escuchaba a Diomedes Díaz cantando y empezó a corear mientras acortaba la distancia. «Shio shio, mi pobre paloma. Shio shio, que ya ni se asoma»

El Bar de Julita era casa de la vieja, ni pisos tenía, más que la tierra donde pusieron algunos maderos y un techo de paja para cubrirse de la lluvia. Siete mesas de madera, todas desniveladas por el suelo, con cuatro sillas Rimax cada una.

—Don Mañe —saludó un hombre desde las sombras del callejón de Julita, cuando se disponía a entrar—. Que pase buena noche.

El hombre salió de la oscuridad y Manuel palideció con reconocimiento. El Negro era el jefe paramilitar de la zona y nunca iba al pueblo, a menos que fuera necesario, como lo era cobrar alguna cuenta. La gente hablaba y no era nada bueno lo que oía, como aquella vez que amarraron de los pies a Javier Lora a un caballo y lo arrastraron por todo el pueblo por haberle robado al cachaco, para luego matarlo en público. Todos sabían que con esa gente no se juega.

Detrás de él salió el Teniente Castro, el jefe de la policía del pueblo, buenos amigos estos. Ambos se alejaron murmurando y dándole miradas cargadas de promesas a Manuel, hasta que desaparecieron.

Manuel suspiró y negó. Sabía que no le debía nada a esa gente y si no se metía con ellos, ellos no se meterían con él.

—¡Si llegó el compae Mañe! —gritó Ignacio Santana, su mejor amigo, cuando Manuel atravesó la puerta con un mejor semblante—. Tráele una fría a mi compae, Julita.

La mujer, ya entrada en años y en peso, pero con el ánimo fuerte, corrió a la cocina, donde tenía su nevera repleta de cervezas, más que de comida. Manuel llegó a la mesa de su amigo, saludó a los hombres que también estaban allí y prestó atención al juego. Donde Julita no venían mujeres, al menos no las decentes, y mucho menos cuando había servicio de cantina.

Junto a Ignacio estaban César Borrego, el cachaco de la tienda, Marcos Alcazar, el contador de la alcaldía y Juan de Dios Martinez, su esposa era la enfermera del puesto de salud; jugaban una partida de Dominó. Manuel tomó una silla y se sentó a hablar mientras esperaba su turno para jugar. Cuando alguno perdiera, el entraría y ganaría, era bueno y siempre jugaba con estrategia.

Danilo Durán no estaba, eso quería decir que no iría. Si no se escapaba temprano de su mujer, la Paty lo encerraba y no lo dejaba salir. El viejo Danilo no tuvo suerte ese fin de semana y sería el hazmerreír de sus amigos. Los hombres de verdad no obedecían a sus mujeres ni les rendían cuenta de lo que hacían, eso hacía que Danilo siempre los evitara cuando en realidad prefería a su mujer que a sus amigos.

—¿Supiste que el Guillermito anda otra vez por ahí? —comentó Borrego, miró a Manuel de reojo y sonrió. El cachaco tenía buenas relaciones con los Paracos, eso todo el mundo lo sabía; lo mejor era llevarse bien con él—. Ha llegado en tremenda moto.

Guillermito, el hermano del mejor amigo de su hijo. Manuel aún recordaba las últimas palabras que el chico le había dicho hace un mes que estuvo de «visita», pero sabía que no le tenía miedo a alguien que se escudaba detrás de un arma de fuego para intimidar.

«Nadie lo va a defender cuando vengan por usted, Don Manuel. Cuidese la espalda si sabe lo que le conviene» —le había dicho el chico que apenas y si tenía dieciocho años. Manuel veía el miedo en los ojos de Guillermo, pero nunca se amedrantaría y siempre defendería a su gente.

El Alcalde le había dicho que en un par de semanas llegarían unos soldados del ejército nacional, que el Gobierno deseaba recuperar la tierra para el pueblo Colombiano y no dejar que los delincuentes siguieran haciendo su ley, que sólo necesitaban a gente como Manuel para que el pueblo tuviera opciones. Agradables palabras. Ansiaba que ese día llegara y lograran al fin poner su plan de acción para conseguir oportunidades para esos adolescentes que se estaban perdiendo frente a sus ojos.

—Oa, compadre —murmuró Ignacio, parecía impresionado y todos miraron.

Mariela Sanchez atravesó la puerta y atrapó las miradas libidinosas de todos los presentes, una veintena de hombres y un par de mujeres amantes de algunos. Marielita le sonrío a Manuel y este suspiró, no quería meterse en problemas, no quería volver a enredarse con ella porque sabía que perdería. Como dice el dicho «pueblo pequeño, infierno grande». Manuel tenía suficiente infierno en su cabeza por la culpa de haber engañado a su esposa con Mariela, aunque fue una vez, sabía que amaba a su familia y lo que se ama se cuida.

Por largo rato hablaron y jugaron los cinco hombres, ignorando a la mujer que buscaba la atención de Manuel, todos burlándose de la falsa voluntad del hombre.

Ninguno creía en ese cuento del ejercito llegando al pueblo, el Gobierno no se interesaba en un pueblo tan pequeño y lastimado por la guerra donde la única opción era meterse en ella o morir. Las voces fueron subiendo de tono y los ánimos alebrestándose a medida que el alcohol subía a sus cabezas, muchos más en contra que a favor de Manuel. Iluso, le llamaban.

La gente ya vivía cómoda con las AUC viviendo entre ellos y ya era común buscar escondedero cuando el pueblo era el centro de los enfrentamientos entre los extremistas de derecha y de izquierda. En un principio defendieron a la gente de la guerrilla que mataba de manera indiscriminada, pero con el pasar de los años, luego de tener más de veinte años de existencia, todo sentido de la moral y amor por el prójimo se tergiversa y se tiende a buscar el bien para unos pocos, los que los financian. Ahora roban, matan e intimidan, a los que prometieron cuidar y defender, perdiendo sus propias almas.

Manuel se tambaleó un par de veces y decidió que lo mejor era volver a casa. No le gustaba pasarse de tragos, eso nunca era bueno y hacía mucho tiempo no tomaba tanto, desde que nació su pequeña Catica, pensó, cuatro años ya de eso. Se despidió de sus amigos y salió luego de pagar a doña Julita cuatro rondas de cerveza y unas más que consumió Mariela.

Las calles afuera estaban solas y pocas casas tenían la luz de la calle prendida, ya era más de media noche. Pasaría por la caseta para ver si Carlos aún estaba y regresarían a casa juntos, quizás hablarían y le recalcaría a su hijo la importancia de buscar un mejor futuro lejos del peligro.

Muchas veces deseó irse de Las Piedras y buscar una mejor vida para su familia, seguro que con su título de profesor en Ciencias Sociales lograría encontrar algo, pero ¿quién ayudaría a los que no pueden ayudarse por sí solos? Sentía que ese era su deber, y lo haría hasta que las fuerzas le alcanzaran.

Mañe le llamó Mariela, lo alcanzó y lo tomó del brazo buscando protección de la oscuridad. Manuel la miró con los ojos entrecerrados intentando enfocarla mejor. Acompáñame a casa, me da miedo ir sola por ahí.

La necesidad de protección de la mujer infló el pecho de Manuel y éste sonrió. Aceptó acompañarla y eso es todo lo que haría, estaba ebrio, pero no estúpido. Se desviaría un poco del camino, pero nunca la dejaría desprotegida, su pequeño hijo de seis años, Alberto, no tenía padre y la necesitaba. Mariela reía mientras le hablaba de su hijo y eso lo embelesaba, lo feliz que se veía y lo hermosa que era cuando reía de esa manera; su piel se erizaba cuando ella le susurraba al oído y le decía lo mucho que lo extrañaba y lo bien que la habían pasado aquella noche, pero intentaba mantener su posición.

¿Quieres tomar algo antes de irte? le preguntó cuando entraron a la calle donde ella vivía. Sabía que no debía, pero Mariela no cesaba sus caricias. Sólo un minuto.

Lo pensó mientras caminaban las tres casas que faltaban hasta la choza de la mujer, donde seguramente su hijo estaría durmiendo, solo, porque ella había salido a coquetear y buscar a un hombre. La caminata le había servido para despejar su cabeza del licor y ahora pensaba con mejor lucidez.

Mejor vete a dormir junto a tu hijo. Yo no olvido que estoy casado, que amo a mi mujer y que lo que pasó aquella vez fue un error. Adiós, Mariela.

La mujer lloró, pero él no se volvió a consolarla. Ya se le pasaría el dolor del desprecio y continuaría su vida, buscándole un padre a su hijo.

No había dado tres pasos cuando alguien apareció detrás de la casa de doña Anita, la vecina de Mariela. Un par de hombres más salieron detrás del primero y esperaron, sin salir de la oscuridad, a que el primero se acercara a Manuel. El lider comunal escuchó el miedo en la voz de Mariela cuando ella lo llamó para que mejor volviera y se metiera con ella a la casa y esperara a que esos hombres se fueran.

Iba a dar media vuelta para aceptar la propuesta de la mujer, pero entonces lo reconoció. Era Guillermo.

No debió meterse donde no lo llaman, Don Mañe dijo el chico, levantó el arma que ocultaba a su espalda y apuntó al pecho de Manuel.

Escuchó el grito desesperado de Mariela y el disparo. El dolor quemó su pecho en repetidas ocasiones y cayó. Lo último que sus ojos vieron fue el cuerpo de Mariela caer junto al suyo con los ojos abierto y lágrimas en ellos. Si hubiera aceptado ir con ella y disfrutar de su placer, la oscuridad eterna no les estaría arropando. Irónico. Ese fue su último pensamiento luego de una silenciosa despedida para su esposa y sus hijos.


Sinopsis

Hijos de la Guerra, es una Novela de ficción que intenta mostrar lo que sucede con las victimas de la guerra. Muchos superan sus perdidas y siguen adelante, pero otros se estancan en el dolor y el pasado. Ser insensibles ante los actos de guerra, ha hecho que la impunidad sea parte de los supuestos tratados de paz que se han firmado y ahora el pueblo se siente indignado por los candidatos políticos que se suman a las listas, hombres que asesinaron y desangraron el país.

Caterine Turizo, ahora Katherine Fellner, desea hacer algo para que gente como la que asesinó a su padre no dirija este país, y dará su vida por ello. Luego de la muerte de su padre, se llevan a su hermano mayor a las filas de los Paramilitares, y presencia la violación y posterior asesinato de su madre. Una organización sin fines de lucro llamada Hijos de la Guerra, se hace cargo de ella y le encuentran un nuevo hogar, pero se ve obligada a volver cuando su hermano Carlos, quien ya se había rehabilitado y con quien mantenía poca comunicación, muere a manos de un sicario. Se encuentra con una realidad dura en el país y también se enamora de esa tierra que hace tantos años dejó, lo que la lleva a quedarse y dejar su cómoda vida en Fráncfort atrás.

«Vivimos añorando un cambio en el mundo, pero no hacemos nada por él. Deseamos que alguien arregle el problema del calentamiento global, pero seguimos acabando los recursos, deseamos que la pobreza sea erradicada, pero no ofrecemos un pan a quién lo necesita, lloramos añorando la paz, pero vivimos en guerra con nuestros vecinos… y con nosotros mismos»

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