Una pelusa diminuta flota en el aire, cae en realidad. Describe un movimiento pendular en su viaje descendente hasta posarse sobre la falda de Ana, quien se apresura a sacudírsela mientras repasa su atuendo por millonésima vez. Le tiemblan las manos, tanto que no puede evitar que las pulseras que usa choquen entre sí, emitiendo un tintineo bajito que acentúa sus nervios aún más. Le preocupa no poder controlarlos y que le jueguen una mala pasada, arruinando así su oportunidad. Cierra los ojos un momento buscando concentración y seguridad. Queda un espacio vacío delante de ella en la fila, lo que indica que otra compañera acaba de ingresar a la pasarela. Los aplausos del público asistente lo confirman. Avanza y se reencuentra con los rizos que caen sobre la nuca de la colega frene a ella, que parecen haber escapado de la tensa coleta que le sujeta el resto del cabello, ligeramente ladeada, dando una falsa impresión de descuido, acorde con la indumentaria casual, juvenil y desenfadada del primer desfile de la Pasarela de Milán, versión dos mil y tantos.
El volumen de los aplausos le sugiere que la sala está a reventar. Reina la oscuridad, solo la pasarela está iluminada. Haces de luces de colores se mueven frenéticos alternándose entre la modelo y el público. La música está muy alta. Tocan una de esas melodías infinitas, como las que se usan en los gimnasios durante las sesiones de ejercicios con bicicletas estáticas, de las que no empiezan ni acaban, sino que simplemente repiten sus acordes, ayudando a las modelos a marcar el ritmo de su andar.
Avanza dos pasos. Ocupa el puesto de la compañera que la antecedía. Falta menos. Se concentra en su atuendo. Repite la rutina de arreglar los pliegues de la minifalda plisada azul marino, verificar que los botones de la blusa blanca sin mangas estén bien abrochados, alzar las solapas del cuello almidonado que le deben llegar hasta las orejas, estirarse las medias de nailon blanco y revisar que estén impolutos los zapatos rojos de charol que hacen juego con unos zarcillos enormes, también rojos, hechos de cadenas esmaltadas entrelazadas que le caen hasta el busto.
Nicole, una modelo checa altísima y de una delgadez cadavérica, termina su desfile y pasa corriendo a su lado. Va dando saltos sobre un solo pie mientras se quita, a la vez, un zapato con una mano y el cinturón con la otra. Tropieza con Ana, casi la tumba, pero no se detiene; no hay tiempo para los buenos modales tras bastidores en los desfiles de moda. Las disculpas están de más, hay que aprovechar hasta el último segundo. Va hacia el camerino a cambiarse para el próximo desfile, mientras el diseñador la increpa para que se dé prisa. Hay que vestirla, volver a maquillarla y peinarla para el próximo desfile, todo en tiempo record.
Ana respira profundo para mantener la compostura. Concentra su energía en que nadie note sus nervios. De pronto la espalda de su compañera desaparece y ella queda de primera en la fila. Se concentra entonces en Nadja, la modelo húngara que la precedía y que ahora recorre la pasarela con movimientos fluidos, felinos, que denotan la seguridad adquirida con la experiencia de años de trabajo. Al verla tan joven nadie podría adivinar que ha acumulado más de una década de experiencia laboral, pero lo cierto es que ha recorrido el mundo entero luciendo todo tipo de prendas. Empezó modelando ropa para niños cuando apenas rebasaba el metro de estatura, y ahora, a los 18 años, es toda una profesional, con una experiencia acumulada de una década de trabajo. Ana la ve llagar al final de la pasarela y el corazón le da un salto; en treinta pasos estará de vuelta y ella iniciará su primer desfile. Nadja se detiene unos segundos para que los asistentes puedan admirar en detalle el modelo que luce, luego gira y comienza a caminar de regreso hacia el túnel. Se detiene, da un par de pasos hacia atrás, gira hacia un lado, se acerca hacia el borde de la pasarela, se detiene apenas segundos con el cuerpo echado hacia atrás, la mano derecha apoyada en la cadera y la izquierda colgando flácida, como si posara ante las cámaras en una sesión de fotografía. Luego camina hacia el otro lado y repite el gesto. Un saltito marca el inicio de otro momento en el recorrido. Le da la espalda al público y se dirige hacia las cortinas, con un paso en el que levanta las rodillas más de lo normal para realzar el ancho de la bota del pantalón; sus movimientos recuerdan los andares de los caballos de paso.
Ana se prepara. Avanza hasta el borde de la cortina. Debe aparecer en escena un segundo antes de que Nadja deje el escenario. Ha llegado su momento. No duda de su decisión de convertirse en modelo, ni de lo que hizo para conseguirlo, para ella el fin justifica los medios, pero los nervios la acosan al punto de hacerla sentir nauseas. Sin embargo, cuando entra a la pasarela la tensión desaparece. Ese es su lugar, ese es su momento. Así lo sabe, así lo siente. Allí está ella ante el público, imponente, con su metro ochenta de estatura, la piel muy blanca, como de porcelana, sus medidas perfectas, una larga melena negra y ondulada y los ojos azules. Cuando la enfoca un reflector comete un error de principiante: mira hacia la luz y se encandila, queda momentáneamente ciega. La pasarela y el público se transforman en una gran mancha blanca. Está desorientada y el ruido la aturde, pero no permite que el miedo la venza. Piensa rápido, sabe que sólo necesita dejar los ojos cerrados un momento para recobrar la visión, aunque sea parcialmente, tan solo lo suficiente para distinguir el piso y los bordes de la plataforma. No puede caminar, si lo hiciera en ese estado se caería. Entonces, para darse esos segundos preciosos, echa la cabeza hacia atrás, cierra los ojos y extiende los brazos primero hacia arriba y hacia abajo, como simulando un ave que va a emprender el vuelo en una coreografía de danza contemporánea. Funciona, siente el frescor de las lágrimas humedeciéndole los ojos. Sólo un poco más, piensa, y gira hasta quedar de espaldas al público. Entonces sube las manos, las une por el dorso y las baja lentamente hasta apoyarlas sobre la cabeza. Parpadea hasta que logra enfocar correctamente y gira sobre las puntas de los pies hasta quedar de frente al público y baja los brazos. Aunque aún no ha recuperado la visión del todo, distingue lo necesario para iniciar el recorrido. Dóminic, el presentador, ha ido acompañando los inusuales movimientos de Ana con una descripción del atuendo que luce, logrando que su presentación pareciera deliberada, ensayada. Ella le agradece el apoyo con una gran sonrisa y un guiño cómplice e inicia el desfile con pasos largos y juguetones, dando un pequeño salto al final de cada uno de ellos. Al llegar al final del pasillo nota con terror que la mancha blanca resurge ante sus ojos. Tiene que cerrarlos de nuevo para recobrar la visión. Se da la vuelta como para iniciar el regreso, pero se detiene abruptamente después de dar un par de pasos. Se pone una mano en la frente, a modo de visera, con la que se cubre los ojos para poder cerrarlos sin que se note y con el índice de la otra mano señala un punto entre el público. Empieza a girar muy despacio, sin dejar de señalar, como si estuviera buscando a alguien entre la concurrencia. Los ojos se le humedecen, parpadea, la visión se restablece, baja la mano que usaba de visera, y se pone sobre los labios el dedo índice, como pidiendo silencio al público, que calla, cómplice, a la espera de su próximo movimiento.Se lleva la otra mano a la cadera y flexiona una rodilla. Deja caer la cabeza hacia un lado y cierra los ojos. Permanece estática en esa posición. Parece haberse transformado en una marioneta que cuelga olvidada en un teatro abandonado. El público espera mudo a que el titiritero retome los hilos y que la muchacha cobre vida. Sucede: cuando reinicia la marcha la sala estalla en aplausos. Empieza a dar largas zancadas. Sonríe y luce más bella que nunca. El recorrido, más que un desfile, se ha convertido en una escena teatral, la tarima ha devenido en escenario y las sillas de los asistentes en butacas y palcos.
Parece una colegiala coqueta. De hecho, su atuendo es similar al uniforme escolar que ella personalizaba a su gusto poco tiempo atrás, recogiendo las mangas de la blusa blanca, alzando las solapas del cuello y enrollando las medias hasta que se le veían los huesos de los tobillos. Su falda era la más corta del colegio y sus uñas las más largas y más veces pintadas y despintadas con acetona en toda la historia de la institución dirigida por las madres dominicas. No había nada que hacer: en la mañana la madre Julia le daba algodón y acetona para que se quitara el esmalte, pero después del recreo ya las tenía pintadas de nuevo. El baño del colegio era su tocador particular. Esa rutina se repetía día tras día, lo mismo que las detenciones en la Dirección y las invitaciones a sus padres a conversar sobre la conducta de su hija. Quien acudía a las citaciones era René, la madre de Ana, una contadora que tenía dos empleos y a quien no le alcanzaban ni el tiempo ni el dinero para rehacer su vida después de divorciarse del padre de Ana, Luca, un hombre buenmozo, piloto comercial, quien pasaba muy poco tiempo en la ciudad. De él heredó Ana su belleza, junto con su altura, los ojos azules y la cabellera negra, abundante, brillante y ondulada. El parecido entre ambos era extraordinario, y no solo el físico, también el moral: los dos eran fríos, sus decisiones prácticas, desprovistas de lo que ambos denominaban falsas hipocresías, para algunos conocidas como escrúpulos. Desconocían el remordimiento. Sus interminables viajes lo hacían aparecer y desaparecer en la vida de su hija como una estrella fugaz y como a uno de esos astros ella lo admiraba. La cantidad de regalos que le daba a su hija era directamente proporcional al tiempo de separación: mientras más se prolongaba este, más regalos le compraba. Quizás también era proporcional a las voces de su conciencia. Ana lo idolatraba; de su madre pensaba que era una vieja amargada. Vivían en un modesto apartamento en una urbanización de clase media, siempre justas de dinero, pero con suficientes recursos como para que a la Nona, abuela de Ana, costurera, no le faltaran telas para hacerle trajes exquisitos a su nieta.
El narrador nota que Ana se está tomando demasiado tiempo. Para apresurarla anuncia que el traje que luce cierra el primer bloque del desfile, la moda casual, ropa para diario, bella pero informal, versátil y sin pretensiones. Ella capta el mensaje y respira hondo, ya pasó el miedo y disfruta el momento. Camina firme y decidida hacia el túnel. No está sola, la llevan de la mano recuerdos recientes tan vívidos, que cree reconocer entre los asistentes los rostros de sus compañeros de curso. Lamenta que no estén ahí para demostrarles que tenía razón, que no necesitaba estudiar una carrera para tener éxito en la vida. Había cumplido su sueño: ser modelo y desfilar en la Pasarela de Milán.
Casi al final del recorrido llamó su atención una joven del público que hacía una bomba de chicle. La dejaba explotar y hacía otra. Su mente se transportó al pasado cuando, por poco, escapó de una detención después de clase por hacer lo mismo con su goma de mascar durante la visita de un grupo de representantes de la Universidad Nacional a su curso. La mayoría de sus compañeros había elegido qué profesión estudiaría y asistía a los talleres de preparación para los exámenes de admisión correspondientes. Ana no, a ella ninguna materia le gustaba, nada captaba su atención. Ni los números, ni las letras lograban despertar en ella una brizna de interés. Pensaba que el colegio y los estudios en general eran una total y absoluta pérdida de tiempo, y por ende también lo eran esas interminables presentaciones de las universidades que recibía su curso cada semana. En una de estas sesiones proyectaban una película sobre la Universidad Nacional, un lugar hermoso, con edificaciones bajas rodeadas de jardines y una amplia paleta de careras a elegir. Una voz masculina intercalaba descripciones de las instalaciones, y narraciones del estupendo porvenir que les aguardaba a quienes eligieran estudiar allí, haciendo realmente difícil resistirse a la idea de ser parte de esa institución. La atención de los alumnos era total, las respiraciones contenidas, el silencio absoluto. Una explosión quebró el ambiente regresando a la cotidianidad a los presentes y haciendo coincidir todas las miradas hacia el punto de procedencia del estallido: la última hilera de pupitres junto a la pared, el puesto de Ana, quien con expresión de perplejidad apenas alcanzó a susurrar un “lo siento.” Tan absorta estaba en la lectura que olvidó por completo sus habituales tácticas de disimulo. Había inclinado la silla sobre las patas traseras hasta apoyar el respaldo de la pared y abierto su cuaderno de espiral con cubiertas duras, el que usaba para ocultar sus revistas favoritas, las de moda, único tema que le interesaba. Mascaba chicle y hacía bombas, hasta que ocurrió la sonora explosión. Se salvó de la reprimenda por la presencia de los invitados, pero no de la mirada de reproche de la madre Emilia. Pudo leer en sus ojos claramente una amenaza “arrestada en la Dirección después de clase”. Se salvó por los pelos debido a la feliz coincidencia del final de la presentación con el timbre que indicaba la culminación de la jornada escolar. Mientras se encendían las luces y los alumnos tropezaban unos con otros tratando de alcanzar un folleto de publicidad de la universidad a la vez que hacían mil preguntas a los expositores, Ana corrió escaleras abajo, hacia la libertad. Su única amiga, Carolina, la siguió hasta que logró alcanzarla.
-Ana, espera –gritó con voz entrecortada. Ana se detuvo y se volteó sorprendida.
-Ah, Caro, eres tú. Vámonos antes de que la Sor me vea. No estoy de humor para otro sermón.
-Ok, pero dame un momento para tomar aire.
Las dos muchachas salieron del colegio y enfilaron hacia el edificio donde vivían. Eran vecinas y amigas desde pequeñas. Fueron a los mismos colegios, nadaron en las mismas piscinas, vieron las mismas películas en el cine y asistieron a las mismas fiestas, pero eran tan distintas como el día y la noche. Carolina había decidido estudiar Veterinaria, dado su amor por los animales, y presionaba a Ana constantemente para que eligiera una carrera universitaria que estudiar. Le preocupaba que su amiga desperdiciara su vida, e intentaba convencerla de que la belleza no lo era todo, de que era algo efímero que perdería algún día. Reunidas en su casa esa tarde, Carolina empezó de nuevo su interrogatorio, pero la respuesta de Ana, lejos de aliviarla, la preocupó aún más.
-Por fin, amiga, ¿ya decidiste que carrera vas a estudiar?
-Sí, Caro, por fin sé qué quiero hacer con mi vida.
-¡Qué bueno, Ana!, cuéntame –la apremió.
-No voy a ir a ninguna universidad, ya sabes que eso no es lo mío, no me interesa ninguna carrera. Soy pésima en matemáticas y tampoco me gusta leer, me caigo dormida sobre el libro –para ese momento de la declaración de Ana la expresión de la cara de Carolina había desaparecido, y la joven empezaba a palidecer- . Yo lo que quiero ser es modelo de pasarela.
Carolina cayó de bruces sobre la cama. Cuando se recuperó del choque producido por las palabras de Ana, le respondió.
-¿Qué? ¿Crees que tu mamá te va a dejar?, ¿crees que tu familia te va a apoyar?, ¿con qué te vas a pagar esa vida?, Ana. Tú de verdad te volviste loca. A ver, si estás tan decidida, dime una cosa ¿dónde se estudia para ser modelo?, ¿quién te lo va a pagar?, y después, ¿dónde vas a trabajar?
-Esa no es una cosa, son tres, pero te diré lo siguiente: tengo un plan.
-¿Y cuál es ese plan?
-Bueno, primero que nada necesito un portafolio con fotos hechas por un profesional, fotos de primera, y cuando las tenga las presentaré en las agencias de modelaje, pero en las buenas, las que meten modelos en los desfiles importantes, como la pasarela de Milán, o la semana de la moda de Nueva York. -A medida que le narraba el plan a su amiga, Ana sentía que este iba tomando sentido, coherencia y estructura, lo veía cómo algo que podía llevar a cabo…
SINOPSIS
No pude presentar todo el primer capítulo, superaría el límite de palabras permitido, y por la estructura de la novela me resulta imposible iniciar la narración en el café, pero les aseguro que en esta historia hay un café, y su papel en la trama es destacado. Allí se conocen los protagonistas, Ana, quien acaba de superar con éxito su primer desfile, según pudieron leer arriba, y Dani, un escritor que acude al Café Primavera diariamente en busca de inspiración para escribir su novela y encuentra eso y mucho más. Ahí conoce a una muchacha preciosa quien le hace una propuesta de negocios totalmente inesperada: le entregará su virginidad el día de su cumpleaños número 18, por diez mil dólares. Esa es la suma que necesita para viajar a Milán, instalarse y hacerse un portafolio de fotos, que le permita iniciarse en el mundo de las pasarelas profesionales. Para ella su virginidad es tan solo un medio para lograr un fin. Es algo que no necesita, que no va a usar nunca y a lo que le puede sacar provecho.
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