Uno

Fue Tano quien la llevó a casa y nos la presentó como su novia. Tano era amigo del pueblo de Jorge, mi compañero de piso. Estudiaba Geografía de cuando en cuando y empleaba el resto del tiempo en trapichear con un chocolate de primera calidad que nadie sabía de dónde sacaba.

Era 20 de noviembre de 1980 y las celebraciones por el quinto aniversario de la muerte de Franco habían comenzado ruidosamente ya en la madrugada del día anterior, con una bomba que había arrasado la sede de la CNT. Por añadidura hacía un frío terrible en Valladolid, agravado por una niebla húmeda e inisidiosa, que se infiltraba bajo la ropa y la hacía tan inútil que tanto daba salir a pasear vestidos como desnudos.

Había por tanto razones para quedarse en casa y Jorge y yo casi habíamos terminado de fregar los cacharros de la última semana y nos aprestábamos a preparar el único plato que éramos capaces de cocinar, nuestro nunca bien valorado arroz a la cubana, cuando sonó el timbre, y le abrí la puerta a Tano y a su chica, a la que Jorge conocía sólo de vista y yo ni eso.

“Hola. Soy Blanca.” Tenía una cara redonda y aniñada con los pómulos muy marcados y unos ojos brillantes y acariciadores, del color de la miel y en permanente movimiento. El pelo castaño y ondulado parecía inmune a cualquier intento de cepillado y obedecía sus propias reglas.

Dudó un momento pero enseguida me plantó dos besos húmedos en las mejillas. Nos miraba a Jorge y a mí divertida por habernos sorprendido en plena faena, midiendo el arroz en una tacita con el delantal puesto, y llenando de agua nuestra única cazuela.

Llevaba al hombro una descomunal bandolera, y de ella salió una bandeja con pasteles, dos abisinios y dos bambas de nata. Nos contó que era su cumpleaños, y que se sentía demasiado mayor ahora que tenía dieciocho, o más bien que no le gustaba haber llegado a esa edad sin haber hecho ya ciertas cosas. Cuando le pregunté qué cosas eran esas se me quedó mirando un momento con sus ojos traviesos y, sin dejar de sonreír, me contestó: “Pues no sé, follar con dos tíos a la vez, por ejemplo. Deseos que es mejor cumplir antes de que dejes de tenerlos.”.

Al contrario que su novia, que no paraba de hablar, Tano no soltaba palabra. Tampoco parecía escuchar y estaba concentrado en lo suyo, liando con habilidad el primer porro. Aparcamos el arroz para más tarde, y Jorge sacó del aparador la botella de Magno que guardábamos para las ocasiones y cuatro vasos diminutos para escanciar unos chupitos. Blanca, mientras tanto, se movía con total soltura por la cocina. En el primer cajón que abrió encontró un cuchillo algo mellado con el que partió los pasteles por la mitad: “Así todos probamos de todo” –dijo. No le encontré ningún doble sentido a la frase, a pesar de que aquella chica la pronunció con el mismo tono sugerente que había empleado un momento antes para hablar de sus fantasías todavía no cumplidas. Es más, ni siquiera me extrañó, porque de algún modo pensé, sin conocerla, que esa era su forma habitual de comportarse.

A todo esto Tano había terminado de preparar un canuto impecable, bastante más ancho en la punta que en la base. Chasqueó la lengua orgulloso de su obra un momento antes de encenderlo, aspiró profundamente un par de veces, y se lo pasó a continuación a Jorge.

– Vais a flipar, tíos. Un costo de puta madre, ya veréis.

Las dos o tres horas siguientes las tengo un poco borrosas. Bebimos y nos colocamos con el chocolate del Tano, que como siempre, era cojonudo. Oímos música en el equipo de segunda mano que habíamos comprado poco antes. Blanca pinchó “Chica de ayer” de Nacha Pop, porque, según dijo, Antonio Vega le molaba mucho. Luego anduvimos un rato colgados de las sinfonías psicodélicas de Supertramp, Pink Floyd, The Alan Parsons Project y cosas así, hablando poco y con la risa floja, hasta que Blanca le pasó al Tano la mano por la nuca y los dos se olvidaron de nosotros y empezaron a besarse con verdadera hambre.

Jorge y yo nos entendíamos sin hablar después de más de un año de pacífica convivencia. Les dejamos solos y nos volvimos a la cocina para seguir con el arroz donde nos habíamos quedado.

***

Había muchos estudiantes en el barrio. Estaba cerca de la Universidad y los alquileres eran asequibles. Casas baratas construidas en los 60 para acoger a campesinos que venían a trabajar a la ciudad. Nuestro piso era un cuarto sin ascensor, pero, eso sí, todo exterior, con ventanas a la plaza de los Vadillos y a dos calles que nacían de ella. Tenía un par de ojos de buey redondos que miraban hacia el este desde la cocina y lo que fue el dormitorio principal, siempre dispuestos a recibir el sol de la mañana, y, entre ellos, una pequeña terraza a la que se accedía desde mi habitación, y en la que solíamos fumar un pitillo y charlar por las noches cuando hacía bueno. La fachada estaba sucia por el hollín de la fábrica de cerámica que por entonces aún funcionaba un par de manzanas más al sur, y había que tener cuidado con la dirección del viento al tender la ropa en las poleas que colgaban directamente sobre la calle.

El edificio tenía sólo cuatro plantas y sus tres bajos comerciales estaban consagrados íntegramente a la hostelería. Dos de ellos estaban ocupados por minúsculos bares con nombres que no significaban nada, formados por las primeras sílabas de los de sus dueños. Sobrevivían gracias a las copas de anís y los sol y sombra que despachaban a los obreros mientras esperaban allí resguardados a los autobuses de la empresa que les llevaban a la fábrica cada mañana, y a los clientes fijos que se citaban por la tarde para disputar ruidosas partidas de mus y de dominó. En cuanto al tercer local, era un minúsculo café regentado por una pareja con la que Jorge y yo teníamos confianza. Con cierta frecuencia bajábamos a tomar una cerveza y echar unas partidas en al futbolín. Cuando no tenían a nadie salían de detrás de la barra y nos desafiaban. Invariablemente, ella jugaba en la delantera y él en la defensa, y casi nunca conseguíamos ganarles.

Jorge era un año más joven que yo y estudiaba quinto de medicina. Era un tipo atractivo para las chicas, y no sólo por su aspecto. Estatura media, pelo corto y negro, como los ojos, que entornaba al mirar, como si escrutara continuamente más allá de la apariencia de las cosas. Tenía una cara relajada de facciones suaves y correctas, siempre con una sonrisa comprensiva en la boca, y un hoyuelo en la barbilla menos pronunciado que el de Kirk Douglas, pero acogedor de todos modos. Por lo demás había un toque paternal en sus maneras que casaba bien con su temperamento apacible y su innata capacidad para comprender y disculpar las debilidades ajenas. Era, como supe desde el principio, el perfecto confidente, y entre sus amigas tenía además fama de amante tierno y generoso.

Cuando nos conocimos, el verano del 79 en la playa de Torimbia, ninguno de los dos llevaba nada puesto. Yo paseaba junto al mar siguiendo el borde del agua, concentrado más bien en el vuelo incomprensible de las gaviotas, y él venía de frente, con una chica de la mano. Al llegar a mi altura me interpeló sorprendido:

– Coño tío, tú eres Javi Calzada, ¿no? ¿Qué haces por aquí? Tú no me conoces pero yo a ti te recuerdo bien de las asambleas en la Facultad hace unos años. Me llamo Jorge y ella es Rosa. Perdona el atraco pero es que no me pega verte en Torimbia. Esto es territorio anarco y tú andabas por el PCE ¿no?

Le miré un momento, sólo para comprobar que no le conocía, y luego los ojos se me fueron detrás de su novia, tan desnuda como nosotros, y se entretuvieron en ella un poco más de lo necesario. La verdad es que era preciosa.

-Ahora voy por libre – le contesté una vez superado el sobresalto – Y además, a los comunistas también nos gusta tostarnos el culo.

En realidad era mi primera vez en Torimbia. Me habló del sitio Toño, un amigo que se enteró de su existencia por un artículo publicado en el Ajoblanco. A Toño lo llamábamos Poste porque medía más de uno noventa desde que cumplió los doce años, y era duro y delgado como el tronco de un chopo. Fuimos juntos al colegio y a campamentos cuando éramos unos críos y nunca dejamos de vernos, aunque él no siguió estudiando al terminar el Bachillerato y se puso a trabajar con su padre, que tenía una imprenta industrial en un local cerca del Hospital Clínico.

Habíamos ido juntos al festival de jazz de San Sebastián, y, en lugar de volver a casa, cogimos en Bilbao el tren de vía estrecha hasta Llanes. Desde hacía un par de días estábamos acampados junto al acantilado, y habíamos hecho buenas migas con un grupo de asturianos, gente de Oviedo y de Avilés que fueron los primeros en quitarse el bañador en Torimbia, provocando el pasmo de los lugareños y el cabreo de la autoridad competente.

Acababan de llegar y su tienda no estaba lejos de la nuestra. Ella también era de Sahagún, como Jorge, aunque estudiaba periodismo en Madrid y sólo se veían algunos fines de semana y en vacaciones. Esa noche la pareja de los picoletos nos despertó a todos a las tantas y nos obligaron a levantar las tiendas, que volvimos a montar al día siguiente sin mayores incidentes. Tengo grabada la imagen de Rosa, que salió desnuda para recibirles, discutiendo acaloradamente con un sargento que la enfocaba con su linterna y parecía sacado de una historia de Asterix, con mostachos de galo irreductible, rojo como un tomate y sin saber dónde mirar, delante de aquella chica tan guapa y tan desvergonzada.

Nos quedamos en Torimbia unos días más y volvimos juntos a Valladolid haciendo dedo. Rosa se plantaba en la cuneta y nosotros nos escondíamos detrás de los árboles con las mochilas y salíamos riendo como bobos cada vez que paraba algún coche. De esa manera, en una mañana estuvimos en casa. Por el camino, Jorge me contó que no les iban a renovar el contrato del piso en el que vivía con un par de colegas de la Facultad, con los que, además, tampoco le apetecía mucho seguir, y que estaba buscando algo. A mí me pasaba lo contrario. Mi compañero había acabado la carrera y se había ido, y no tenía a nadie con quien compartir el alquiler. Le propuse mudarse conmigo y lo hizo al cabo de una semana.

***

Me encontré de nuevo con Blanca unos días después, o, mejor dicho, fue ella quien me encontró a mí revolviendo en los estantes de la Librería Villalar, en la Plaza de la Universidad, a media mañana. Iba mucho por allí, desde los tiempos en que lo más interesante no estaba a la vista, sino en el “infierno”, un pequeño depósito al que se accedía por una puerta semioculta desde el almacén del fondo, sólo para clientes de confianza. Seis meses antes, una bomba casi había destruido la librería, y hacía poco que habían vuelto a abrir, con dificultades y con las cicatrices a la vista: algunas grietas en los muros, muebles chamuscados, y unas cuantas vigas astilladas. Ahora entrábamos en Villalar no sólo para buscar libros, sino para contribuir a su supervivencia, como un acto más de solidaridad y rebeldía.

Blanca me tocó el hombro y cuando me volví sorprendido, tropecé con sus ojos brillantes, suspendidos muy cerca de los míos, y debajo de ellos su perpetua sonrisa burlona.

– ¿Qué casualidad! ¿Te acuerdas de mí?

– Sí claro – no entendía por qué, pero lo cierto es que me costaba un poco articular las palabras, aunque la noche anterior no hubiera bebido – Eres Blanca… -y añadí con torpeza- La novia del Tano.

– Bueno, con Blanca ya está bien. ¿No tienes clase?

– Tengo una hora libre. ¿Y tú?

– El Romano me aburre, así que he preferido disfrutar de este día tan bonito.

Efectivamente, hacía un tiempo estupendo. Brillaba un sol tibio que acariciaba los árboles de la plaza, ya totalmente desnudos, y los cantos de los pájaros atravesaban el escaparate de la librería y llegaban desde las ramas más altas como en sordina. No supe qué contestar, y por un momento se produjo un silencio incómodo, que ella rompió justo a tiempo:

– ¿Has encontrado algo interesante? – lo dijo señalando mi mano, en la que aún conservaba el libro que estaba hojeando un momento antes de que ella me abordara, y que había olvidado por completo: “Mujeres enamoradas”, de D.H. Lawrence.

– No demasiado -respondí mientras lo devolvía a su lugar- Ella le echó un vistazo a la cubierta, y no hizo más comentarios. Bueno, –añadí- habrá que celebrar el encuentro. ¿Quieres tomar algo?

– Estaba a punto de proponértelo – de nuevo sonrió y sus ojos chispearon alegres.

Nos sentamos en una mesa en La Calleja. Era un tugurio situado a pocos metros de la librería, especializado en malos estudiantes. Por eso abría a todas horas y Chuchi, el dueño, que me conocía, le preguntó sólo a Blanca qué quería tomar.

– Pues no sé… Estamos celebrando habernos encontrado ¿no? Entonces un Martini blanco.

Estábamos solos en el local y las bebidas llegaron casi al instante. Su Martini en un vaso de tubo y un serrada para mí. Calculé sobre la marcha si llevaba suficiente dinero encima como para invitarla y concluí que quizá podría permitirme un par de rondas como aquélla. Me preparaba para iniciar una conversación trivial, pero ella lo impidió, nada más probar su bebida.

– Para ser sincera, esto no es un encuentro casual –hizo una pequeña pausa- Te buscaba.

Estaba a punto de probar el serrada pero detuve el movimiento del vaso a la mitad y me quedé mirándola, a través del cristal y del vino turbio.

– ¿De veras?

– De veras. Quería pedirte algo.

– Ya. ¿Y qué es?

– Olvidé unas bragas en tu casa. Quizá las hayáis encontrado al hacer la limpieza. Son un regalo y me gustaría recuperarlas.

Tuve que luchar para que el vaso no se me cayera de la mano, y, aunque con ciertas dificultades, lo conseguí. Sin embargo, no pude impedir que se me pusiera cara de idiota. La música sonaba a poco volumen, pero reconocí al cantante de Coz aclarando muy oportunamente que “las chicas son guerreras”.

Blanca estalló en una carcajada que llamó la atención de Chuchi, medio dormido al fondo del bar. Se incorporó a medias y se me quedó mirando, con una expresión soñolienta, a mitad de camino entre la sorpresa y la burla. Me sentí ridículo y pregunté:

– ¿Es una broma?

– No. Qué va. Las olvidé de verdad. Pero me ha hecho gracia la cara que has puesto –volvió a reír con ganas y luego se recompuso – Perdona.

– Bueno, pues no las hemos encontrado – respondí un poco mosqueado – La verdad es que no hacemos limpieza muy a menudo. Pero si quieres –dije aceptando su apuesta- podemos ir ahora a buscarlas.

Tardó poco en decidirse:

– De acuerdo – terminó su Martini de un trago y lo plantó en la mesa con un golpe seco que despertó definitivamente al dueño – ¿Vamos?

Mi casa estaba a diez minutos. Fuimos por el camino más recto y a buen paso. Abrí la puerta y Blanca fue directa al cuarto de estar, como si tomara posesión de sus nuevos dominios, y rebuscó entre los cojines del sofá en el que había estado con Tano el día de su cumpleaños.

No tardó mucho en encontrar lo que buscaba. Se volvió y me mostró encantada unas bragas rojas, con puntillas en los bordes, y de muy escaso tamaño.

– Ya sabía yo que estaban aquí – dijo.

Luego se me acercó, y me sentí como el ratón a punto de ser engullido por el gato.

– Te mereces un premio – susurró – Por habérmelas cuidado tan bien.

Y entonces supe que esa mañana ya no volvería a clase.


SINOPSIS

“Chica de ayer” es la rememoración de una fugaz historia de amor en un tiempo y un lugar muy concretos: el Valladolid de la transición, entre el 20 de noviembre de 1980 y el intento de golpe de estado del 23-F. En esos meses, la ciudad vivió en una ambiente de violencia, con frecuentes atentados de extrema derecha. Era por otra parte, el tiempo del desencanto, una época de reflujo de la efervescencia política de los últimos años del franquismo, y a la vez, un momento en el que lo urgente era probar los límites de la libertad recién conquistada.

Javier tiene 23 años y forma parte de la última promoción de militantes antifranquistas en la universidad. Blanca acaba de cumplir los 18 y tiene más curiosidad que interés por la política. El mundo de él es todavía el mundo politizado, rebelde y violento de los setenta. El de ella es ya el universo vital, desinhibido e irresponsable de los ochenta. Con cinco años de diferencia, pertenecen en realidad a generaciones diferentes.

No buscan ni necesitan lo mismo y todo acabará por ser más difícil de lo que parece. Javier no sabe al principio de Blanca más que lo que ella quiere descubrirle. Sólo muchos años después tendrá noticias de su vida al margen de él, antes y después de conocerle, pero entonces ya será tarde.

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