Capítulo I. Invierno de 2013.

Cerró los ojos con fuerza y, cuando los abrió, en el rellano de la escalera de su casa no había nadie. ¿Quiénes eran aquellas personas a las que había visto solamente un instante? Sintió que un escalofrío le recorría la espalda. El joven harapiento, que acompañaba a la mujer vestida con ropas usadas y pasadas de moda, le recordaba a él mismo cuando tenía de 30 años. ¡Tonterías!, pensó, cerrando bruscamente la puerta.

Rechazó aquel absurdo pensamiento y relacionó a esas personas con los protagonistas de su novela. Había tomado un par de copas con sus viejos amigos y, como no tenía costumbre de beber alcohol, se sentía algo confuso. Estaba cansado, le dolía la cabeza y era la hora de dormir. Despacio, se encaminó hacia su dormitorio. A media noche se despertó angustiado. Su sueño se había convertido en una pesadilla.

Dos años antes.

Ricardo se acercó hasta el rincón donde tenía por costumbre desayunar. El cielo estaba completamente despejado y el brillante sol del invierno se filtraba por la ventana. Con nostalgia recordó otras mañanas en que juntos comentaban el periódico entre sorbos de café con leche y tostadas con mermelada. Alejó los viejos y queridos recuerdos para continuar con la rutina y abrió el portátil.

Un rápido vistazo y se pondría a trabajar.

Los periódicos ya no eran de papel como entonces, pensó. Al tiempo que miraba los titulares: Políticos mentirosos y corruptos. Encuestas sobre quién ganará las próximas elecciones. Tasas de paro que se disparan. Crisis y prima de riesgo. ¡Lo de siempre!

Reconoció la fotografía entre los anuncios. Era la casa que estaba frente a la suya. Un edificio de tres plantas con esquina redondeada en forma de U que se abría hacia dos calles. Motivos vegetales, guirnaldas y volutas retorcidas remataban grandes miradores acristalados. En las fachadas laterales había balcones con balaustradas de hierro forjado. Edificado en los primeros años del siglo veinte con influencia modernista era, sin duda, el edificio más bonito de la calle.

Dejó sobre la mesa camilla la bandeja con el desayuno y, alternando su mirada entre la pantalla del ordenador y la casa deshabitada, calculó cuántos años podía llevar vacía. Quizá más de treinta. Él la había conocido así.

–Si tu novela resulta bien podríamos comprar el ático, decía su mujer entusiasmada.

Sonríe al pensar en las veces que fantaseaban juntos sobre aquel edificio durante los primeros años de su matrimonio.

–Entonces no teníamos dinero pero nos gustaba soñar –dijo en voz alta como si alguien lo escuchara–.

Miró a través de los cristales que ya iban necesitando un repaso, como decía ella antes de abandonarlo prematuramente y vio un cartel de inmobiliaria. Se anunciaba la rehabilitación y venta de pisos en la parte más visible del edificio.

Hizo un resumen de los años pasados y recordó que, conviviendo con su exigua economía, sobrellevó su pérdida. Después, sus tres hijas, una tras otra, se fueron de su lado. En ese caso era lo natural. Tenían su propia vida.

Pasado un tiempo, una de sus novelas tuvo buena aceptación y, después, vinieron otras que le proporcionaron un considerable desahogo económico. A pesar de eso su vida no había cambiado: él seguía siendo el mismo.

Vivía en el piso en el que había vivido siempre y, aunque era grande, lo ocupaba todo. Tenía una cosa aquí y otra allá. Era la forma de mantenerlo vivo sin que los recuerdos lo abrumaran. Conservaba los objetos que le gustaban y algunas de sus manías.

Lo que antes le habría parecido una locura se instaló en su cabeza. Pensó que ahora sí podía comprar el ático con el que los dos soñaban. Tenía dinero y, en este momento, su vida como escritor sufría una aguda crisis. La inspiración no lo visitaba con frecuencia y se aburría infinitamente.

Despierto soñaba en sentarse por primera vez delante de una gran mesa de trabajo, cerca de uno de aquellos espléndidos miradores. La aventura de comprar la casa suponía un estímulo muy importante.

A pesar de la fascinación que el edificio ejercía sobre él, sentía cierto recelo. Sabía que habían ocurrido cosas terribles en aquel lugar.

Tenía muchos años. Pensaría con calma si el cambio que supondría en su vida aquella mudanza le compensaría en el corto futuro que tenía por delante. Decidió esperar.

Después se entretuvo recordando lo que sabía sobre la casa deshabitada.

Eran rumores lejanos, posiblemente mentiras. Hablaban de que, muchos años atrás, allí había muerto un hombre de forma violenta. El asesino enfermó y murió en la cárcel y su mujer, al saber lo ocurrido, enloqueció. Tal vez fue por la pena y la miseria en la que vivía con sus dos hijos pequeños. También decían que se había marchado de la ciudad dejando a los niños al albur de lo que el destino tuviera reservado para ellos.

Los vecinos murmuraban que sucedían cosas muy raras. En poco tiempo la casa fue abandonada por sus habitantes.

Ricardo también recordaba que, cuando su hija mayor tenía cinco años, desde aquella misma ventana habían visto llegar un camión de bomberos que apagó un incendio provocado por un mendigo que vivía rodeado de basura. El vagabundo resultó muerto por inhalación de humo. Nadie sabía cuánto tiempo llevaba viviendo allí. Seguramente atrapado entre el alcohol y la pobreza refugiándose del frío.

–Era un hombre joven, oyó como se lamentaba un vecino.

–Unos treinta años, contestaba otro.

Sin duda la mala suerte habitaba en aquella casa.

El escritor no era supersticioso, iba a cumplir setenta y dos años y se encontraba bien de salud. Lo que hubiera ocurrido en aquella casa eran cosas del pasado. Nadie volvía del otro mundo para saldar viejas cuentas, pensó con ironía. A él y a su mujer, les hubiera gustado vivir allí.

Ricardo suspiró. No sabía si se decidiría a comprar el ático ni si tendría dinero suficiente para hacerlo. Era mejor esperar a que comenzaran las obras de rehabilitación y entonces se interesaría en serio.

Pero lo que sí había descubierto aquella mañana era que tenía todos los elementos necesarios para escribir una novela y se sintió entusiasmado.

Trazó un esquema de la historia que quería contar. Situó a sus personajes en la casa deshabitada dándoles un halo mágico, como el que rodeaba a los dioses de la mitología romana.

Capítulo II –La novela. Año 1940. Miseria.

El Etna vomitaba fuego mientras Vulcano retenía dentro de su pecho la ira que sentía. Dejó el mazo con que golpeaba el yunque en el suelo, mientras los cíclopes que le ayudaban en su trabajo esperaban su reacción. Incrédulo había escuchado de los labios de Apolo la traición de su amada. Venus había sido sorprendida por el dios que todo lo ve en los brazos de Marte. Las laderas del volcán siciliano se cubrieron de lava incandescente sobre la roca negra. Era la mirada torva y sanguinolenta de los celos.

Las dudas del joven artista le impedían razonar. De un manotazo apartó con furia el medio folio que había escrito. Los ojos enrojecidos por las lágrimas no le dejaban centrarse en la historia que quería escribir. ¿Dónde estaba ella durante las horas que él permanecía fuera de su hogar?

Alguien había sembrado en su corazón la semilla de la desconfianza. Aquella noche, cuando su hermosa mujer paso el brazo por su cintura, él, fingió estar dormido. No quería que viera sus lágrimas.

Amaba a su joven esposa y quería a sus hijos más que a nada en el mundo. Sabía que nunca sería capaz de abandonarlos y, despierto, buscaba mil razones que justificaran lo que le habían contado aquella misma tarde. Se sentía traicionado y los celos lo atormentaban cegándolo con su odio. En ese instante dudaba de si se habría equivocado, desoyendo a su familia, al no aceptar los conciertos que le ofrecían en Madrid.

En la oscuridad de su dormitorio podía oír con claridad los reproches de sus padres:

–Esa joven no te conviene, arruinará tu vida, le decía su padre, intentando alejarle hacia lugares donde pudiera exhibir su talento.

–Eres un artista, hijo mío. Los hombres más importantes de esta ciudad estarían orgullosos si te unieras con alguna de sus hijas, intentaba convencerlo su madre.

El joven los ignoraba viviendo con intensidad su historia de amor. Pero, en la oscuridad de aquella noche, que le parecía eterna, la duda había entrado en su vida furtivamente, como un reptil sigiloso, que pegó su viscosa piel a la suya y no le dejaba pensar.

Antes de que amaneciera, el joven músico abandonó el lecho, se vistió y salió de su casa. Caminó rápidamente hacia su lugar de trabajo y, mientras lo hacía, pensaba en que su vida había cambiado para siempre.

Descargó unas cajas, colocó otras y así transcurrieron las horas. Deseaba terminar pronto y no descansó un minuto durante la mañana. Al final de la jornada recibió su paga, siempre escasa, que unía a lo que conseguía en el café de su amigo amenizando con su música las tardes de los clientes.

El café se situaba al final de una calle paralela a la suya. Allí el joven músico tocaba el piano y con sus melodías conseguía un agradable ambiente en el local. Era música suave que no impedían hablar a los asiduos: escritores, filósofos y poetas que se enzarzaban en eternas charlas sin solución y acompañaban sus veladas con licores y gruesos habanos.

Antes de guardar el dinero en el bolso de su pantalón, miró sus manos, suaves y delicadas en otros tiempos, callosas y endurecidas ahora por golpes y moretones que, a veces, le provocaban un intenso dolor. Aunque eso a él no le afectaba.

A su joven diosa tampoco le importaba realizar duros trabajos para las personas con mejor fortuna. Cosía prendas nuevas y remendaba las viejas. Lavaba y planchaba ropa. Cuando anochecía, la mujer esperaba su regreso. Acostaba a sus dos hijos gemelos y, a la escasa luz de una lámpara, leía los poemas de amor que su marido escribía para ella y, casi siempre, se sentía emocionada.

En el país, una guerra fratricida acaba de terminar. El desconcierto y la miseria se extendían por las ciudades. A pesar de la adversidad y escasez que imperaban, la familia sobrevivía con aquel escaso peculio que era toda su fortuna.

La tarde anterior su paz se había roto.

El pianista dirigió sus pasos al café de su amigo sabiendo que estaría cerrado. Era pintor y tenía por costumbre trabajar por la mañana. Estaba seguro de encontrarlo allí probablemente atareado en alguna de sus obras.

La ciudad era pequeña y provinciana hasta la médula y el café era el lugar de reunión hasta donde llegaban las anécdotas de lo que ocurría entre vecinos y familias. También llegaban las noticias de algunos periódicos sobre hechos políticos. Era algo de lo que se hablaba en la medida en que se podía hablar.

El dueño de la cafetería conversaba con sus amigos y ayudaba a los dos hombres de edad indefinida que trabajaban para él. Los tres servían cafés y copas a sus clientes y a veces el pintor los sorprendía con alguna ráfaga de inspiración.

Habitualmente, delante de una de las altas ventanas tenía colocado un lienzo en blanco sobre un caballete de madera y no era la primera vez que, a media tarde, lo cambiaba por otro en el que ya había trabajado antes. Sus clientes respetaban con devoción el momento del genio. Lo vivían intensamente. Admiraban su obra y a veces alguno de sus clientes compraba el cuadro. Si no lo vendía, lo colgaba en alguna de las altas paredes donde permanecía el tiempo necesario hasta que alguien se interesaba por él.

Ambos amigos tenían una edad parecida. Eran cultos y educados pero había algo muy importante que los diferenciaba: el dinero. Su amigo pertenecía a una familia poderosa, igual que la suya, solamente que él tenía el apoyo de sus padres.

El joven pintor, que por su aspecto podría haber sido el dios Apolo, había viajado a París, Florencia y Roma y, allí, había aprendido las técnicas y estilos pictóricos de los grandes maestros. Su café era un lugar al estilo de aquellos grandes locales bien decorados que había conocido en algunos de sus viajes por Italia y Francia.

Por el contrario, el joven músico tomaba nota en su cabeza de lo que escuchaba y veía para más tarde, en la quietud de su hogar, escribir cuentos e historias que luego nadie compraba. Algo parecido ocurría con su música. Componía obras que ensayaba en aquel piano que no era suyo y, una vez terminadas, las guardaba en el cajón de una cómoda, en espera de que alguien peguntara por ellas.

El músico empujó la puerta y entró. Tenía que aclarar las cosas con él y no quería testigos.

Al fondo vio la cabeza de rizos rubios inclinada sobre el lienzo. El hombre sujetaba un cigarrillo entre los dedos. Al oír el ruido se volvió y, sorprendido, abandonó lo que estaba haciendo. Precipitadamente cubrió su trabajo con un paño intentando alejar la expresión de sorpresa que reflejaba su rostro al ver llegar a su amigo

–Es un boceto. Solamente una idea: La diosa Venus al despertar, dijo en un tono que sonaba a justificación de algo.

El recién llegado, sin decir una palabra, se acercó al caballete. Tiró del paño que cubría el lienzo desde una esquina con gesto brusco y contempló a una hermosa mujer semidesnuda que parecía acabar de despertarse.

Lo interrogó con los ojos pero no tenía duda de que aquella mujer, de pelo largo y rizos cobrizos con destellos dorados, que caían en cascada sobre su espalda desnuda, era la suya.

Capítulo III. Invierno 2017. Alucinaciones.

Hizo una pausa mientras Fermín tecleaba la última frase que le había dictado. Con gesto impaciente, dijo: –Es el momento de dejarlo para mañana. El lobo reclama su alimento.

No soportaba que alguien viera de cerca su sufrimiento. Su nieto puso el ordenador sobre una estantería. Encima dejó un montón de hojas escritas que eran el resultado del trabajo del último mes. El joven intuía que su labor estaba a punto de terminar. Se despidió y, al salir, cerró la puerta.

El escritor abandonó el sillón acercándose al mirador acristalado. Las farolas de la calle estaban encendidas. Miró su reloj. Era temprano para tomar las pastillas aunque ya sentía dolor. El efecto duraba poco y, pronto, tendría que recurrir a la morfina. Decidió esperar. Así, cuando el medicamento calmara su agonía, podría dormir dos o tres horas seguidas.

Luego, el tiempo se le hacía más largo. La fiera enseñaba sus largos y afilados colmillos y apretaba con saña sus mandíbulas sobre el costado del anciano, causándole un agudo sufrimiento.

Pero había algo que le aterraba más: ese duermevela en el que le daba miedo dormirse y no despertarse nunca. Ese momento mágico en el que se confundían el sueño y la realidad. Un soplo de tiempo en el que los espíritus o, quizá, sus propios fantasmas intentaban decirle algo.

Despertó bañado en sudor frío. Ya estaban allí como todas las noches. Primero la hermosa joven de ojeras violáceas que lo despertaba susurrando en su oído palabras que parecían arrullarle. Luego su gesto se endurecía y entonaba una letanía monótona: – Tienes que hacer algo. No puedo vivir así, mis pechos están secos, mis hijos tienen hambre y no dejan de llorar. Inmediatamente después la veía colgando de una cuerda sujeta al techo, con el cuello roto y el pelo largo y rojizo cayéndole hacia un lado, tapándole parte de la cara. Los brazos y piernas se balanceaban sin vida como si fueran de un muñeco de trapo.

En sus pesadillas también aparecían sentados en el suelo dos niños pequeños extenuados por el llanto. Gente desconocida entraba en la habitación y se los llevaba. Uno de ellos jugaba vigilado por una mujer que cosía sentada en una silla desvencijada y, el otro, o quizá el mismo, corría por un parque al lado de otra mujer más joven que parecía tener una vida más acomodada.

Noche tras noche aquellas imágenes se repetían insistentemente y podía ubicarlas en cada lugar de su casa hasta que, agitado por el miedo, se despertaba.

¿Qué relación tenía con él lo que allí sucedía? No lo sabía, pero tenía la sensación de que aquellos espectros eran viejos conocidos suyos.

–Tienes que ayudarme Fermín. No consigo ver el final de la novela y el tiempo no es mi aliado. Estoy muy enfermo, se lamentó el escritor.

–Puedes contar conmigo, abuelo.

–Me falta la conexión. Nunca me había costado tanto resolver una historia.

SINOPSIS: Tres escritores distintos que vivieron situaciones y tiempos diferentes. Los tres se relacionan de alguna forma con la casa deshabitada.

Ricardo escribe una novela inspirado en un edificio modernista. En la trama existen una serie de sucesos que los fantasmas quieren contarle.

Para el escritor todo está resuelto. Conecta a los personajes a través de una cafetería y el retrato de Venus. Cuando termina de enlazar la historia una visión, que dura unos segundos, hace que se plantee de nuevo la novela. Intuye que hay algo que no encaja en la historia.

Tu puntuación:

URL de esta publicación:

OPINIONES Y COMENTARIOS