La teoría del reverso

La teoría del reverso

Inna Shadrina

28/03/2018

Giro el volante para salir del polígono y pasar por la gasolinera Tersa. Necesito un café y lo necesito ahora mismo. Quiero ver aquella Máquina repleta de colores con los diferentes tipos de cafés y chocolates, y cuyas etiquetas colocadas en dos elegantes filas: una buena, a la izquierda, con lo auténtico; y otra, a la derecha, con todo descafeinado y, para mí, menos apetitoso. Sin duda es la Reina de las Máquinas, coronada por un transparente y redondo depósito lleno de granos tostados de café expuestos a la vista. También es el pilar de mi vida social, por eso quiero verla ya y hablar un rato con el que esté de servicio en la gasolinera. En ese lugar entra y sale gente sin parar y los hombres me miran lo suficiente como para sentirme que estoy en el ajo. ¡Perfecto! ¿Qué más quiero? No iré a los bares a sentarme como una buscona, de las que se sientan toda la tarde con su vinito tinto lanzando miraditas camufladas a los hombres bien vestidos. No me hace falta pasar por esa humillación gracias a mi Máquina Reina que me proporciona la cafeína y la atención masculina suficiente como para sentirme de maravilla. Mataría por un café. Sí, ahora mismo, mataría. ¿Quién estará de servicio?

Conduzco sin el cinturón puesto. Solo son las ocho y media de la tarde y la gasolinera tiene que estar abierta por ambos lados. La cierran a las diez de la noche, hora a la que empiezan a atender a los clientes a través de las dos ventanillas situadas en lados opuestos. Paso sin apartar la vista de aquel auto lavado que no funciona desde hace años. Bordeo uno por uno los cuatro lavados manuales revisando si todo está en orden y nadie se esconde allí tramando algo. Observo a un hombre de mediana edad en el segundo bóxer, abrillantando con un paño amarillo su viejo Mercedes. Él levanta su vista atraído por el movimiento, nuestras miradas neutras de emociones se cruzan y se desvían en el mismo momento: no es peligroso. Voy buscando mi botella grande de agua que tengo colocada en el hueco entre los asientos y pego varios tragos sin disminuir la marcha. Es muy bueno beber agua antes de tomar un buen café. La radio transmite la canción “Sweet Dreams” de Merilyn Manson. Me cautiva. Cierro la botella sujetándola entre los muslos, vuelvo a colocarla en su sitio y aprieto el botón subiendo el volumen a la máxima potencia para un disfrute mayor. Mi codo topa con el revólver ilegal que llevo en una funda de cuero negro debajo de mi chaleco, justo en el costado izquierdo. Me hace sentir incómoda y me comprime el pecho. Es de fogueo aunque también se puede matar con él, si disparas muy de cerca. Iker me lo dio y lo llevo siempre desde entonces escondido bajo el uniforme. Miro a la derecha valorando el concesionario de Ford, separado de la gasolinera por un pinar. No hay nada que me llame la atención. Nunca he disparado con un revolver a nadie. Pero eso no significa que no sepa disparar. A los catorce años de edad mi educación soviética me regaló unas cuantas experiencias basadas en estar tumbada durante horas y horas encima de un duro y sucio colchón en el sótano de mi colegio público disparando con una escopeta colocada encima de un saco lleno de arena. ¡Nadie hubiera sido capaz de sacarme de allí! No abandoné hasta que conseguí que todos mis disparos dieron al blanco. Todos a aquel punto negro que no sé por qué lo llaman blanco teniendo en cuenta que siempre es negro.

El edificio de la gasolinera es pequeño, tiene una tienda incorporada, una barra donde cobran y que está indicada como “Caja” por fuera con unas torpes letras rojas. También tiene dos trastiendas pequeñas. El baño está fuera y ahora mismo se encuentra abierto: tiene las llaves en la puerta con un enorme llavero de plástico para que no se lo lleven. Solo hay una persona de los cinco que trabajan aquí que deja los baños abiertos, y esa es Joan. ¡Mola!

Ahora mismo el edificio está muy solo sin visible movimiento a su alrededor, lo cual confiere una extraña sensación de estar hecho de cartón blanco como si se tratara de una decoración en una película de suspense: un edificio solitario que te acongoja el estómago cuando la cámara se acerca lentamente al tiempo que la música crece en intensidad y suspense al llegar a la puerta para mostrarte algo dentro. Algo terrible. Me rio sola. ¡Uyyyy! A las ocho y media de la tarde en un domingo parece que todo el mundo tiene mejores cosas que hacer que pasar por la gasolinera Tersa. Me fijo al lado izquierdo del pequeño edificio: está el coche de Joan, su Toyota viejo de color gris. ¡He acertado! Encima me toca la persona más simpática de la gasolinera para tomar un café con él. Pero, ¿qué narices hace junto al Toyota de Joan aquel BMW X5 de color negro con los cristales tintados? Bueno, también puede ser que un cliente, lejos de ser un delincuente, haya parado junto a la entrada de la tienda para comprar algo. ¡Podría pasar para variar! Sujeto mi walkie para apretar el botón pero lo vuelvo a colocar encima de mis rodillas. Paro el coche por el lado opuesto de donde están los dos automóviles, echando el freno de mano mientras miro a través de las rejas que cubren el cristal. Se ve todo perfectamente, lo que está dentro de aquella pequeña tienda, hasta la puerta corredera de la salida opuesta de cristal. Lo que veo me congela la sangre y detiene mi respiración por completo.

Joan es apuntado por una pistola. Enseguida reconozco la silueta que está tras el arma, conozco al atracador. Lleva una de nueve milímetros con las manos cubiertas por unos guantes de látex. Sé con toda seguridad que es de nueve milímetros, un arma reglamentaria que llevan los escoltas. La silueta tiene el rostro cubierto por un pasamontañas. Su pelo es rubio de color ceniza y está cortado a la perfección.

Pestañeo porque no puede ser verdad lo que estoy viendo. La imagen no desaparece. ¡Joan enfrente de una pistola!, ¿qué hago?

Quito la radio del coche. Agacho la cabeza como si pudieran oírme y digo muy bajo apretando el botón de mi walkie solo tres palabras, repetidas:

¡Atraco en gasolinera! ¡Atraco en gasolinera! ¡Soy Los Pinos! ¡Soy Los Pinos!

Apago la emisora, saco mi teléfono de la empresa del bolsillo, porque me van a llamar y lo dejo también encima del asiento del copiloto mientras busco el revólver de forma mecánica. Quito el seguro, tan cómo me lo explicó Iker. Es entonces cuando el rubio gira la cabeza, como si me hubiera presentido tras su espalda. Nuestros ojos se encuentran. Sigue portando esa mirada tan fría-glacial. Él levanta las cejas en un gesto de molestia y asombro. A continuación, hace un movimiento de la cabeza a alguien situado a su derecha.

Tiro de la puerta con la mano izquierda y entro en la gasolinera teniendo el revólver sin seguro sujeto con tanta fuerza que me duele la mano, solo veo mis nudillos blancos. No pienso, el pulso retumba por cada centímetro de mi cuerpo que vibra, suena como unos martillazos y tengo una vista de túnel, solo veo lo que está delante. Un hombre de la corpulencia de un oso enorme avanza hacia mí con expresión de enfado. Tiene la cara cubierta por un pasamontañas, como todos los demás, el cual parece apretarle el rostro porque ni siquiera es de su talla. Solo tiene que dar dos pasos para cruzar todo el espacio que nos separa. Le apunto con el revólver, justo entre aquellos ojos molestos. Él frena a un metro de distancia, lo suficiente para un revólver de fogueo. Siento como se me comprimen todos los músculos y la angustia atenaza la boca del estómago. Hay dos de ellos más aquí adentro, los siento por sus movimientos: uno sale de la trastienda al final de la pequeña sala y el otro se asoma con una pregunta muda en sus ojos oscuros, pero igual de fríos, mirándome como si fuera una mosca molesta, por detrás de la espalda de Joan. Había estado todo este tiempo en el cuarto de la caja fuerte. Veo a Joan poniendo una cara de desacuerdo.

Joan está preparándose para las oposiciones de policía, y la expresión de su cara refleja todo la rabia y la impotencia que siente en ese momento.

¡Otra vez la puta esta! exclama el moreno hablando de mí como si yo no estuviera aquí.

¡Oye, yo no te he insultado! grito desviando el revólver hacía él y vuelvo apuntar al Oso.

¡Dame el dinero de una puta vez! corta el rubio, que es el famoso Rubito, dirigiéndose a Joan. Está visiblemente enfadado. El Oso no se acerca más a mí, porque mantengo el revólver apuntando a su frente.

¡Es de fogueo! —les dice a los demás.

¡Apartaos del chico! ordeno con la voz firme.

¡Dios, por favor, que Joan no haga ninguna tontería! ¡Por favor, por favor, por favor!

¡Hijo de puta! ¡Te vas a enterar! recibo la respuesta inmediata a mis plegarias.

¡Ahhhh! ¡Así que tú eres el valiente! ¡Muy bien! exclama Rubito. ¡Tú, vieja! ¡Baja tu revólver o le mato ahora mismo!

Oye, no me llames vieja.

Sé con toda mi seguridad interior que está diciendo la verdad con esa helada voz sin emoción alguna. Doblo mis rodillas que me suenan escandalosamente y dejo mi revolver en el suelo incapaz de contener mi llanto de rabia.

¡Tíralo lejos!

Empujo el arma con ira mandándola hacia la máquina de café. Suena el susurro de los granos del depósito colocado encima. Mi revólver se ha metido debajo pero no con profundidad, se ha atascado.

¡Muy bien!

Daría cualquier cosa para matar con mis propias manos a ese hijo de puta, cualquier cosa que tenga. ¡Aquel niñato delincuente tan irremediable! El Oso ahora se relaja y encoge los hombros en un movimiento de gracia.

Mi revólver es de fogueo pero ellos no pueden saberlo con seguridad. Quizás sus armas también lo sean. Espero que la Central haya recibido mi mensaje, estamos entre la espada y la pared. ¡Mierda! ¿Por qué mi teoría siempre tiene que ganar, haga lo que haga?

Joan no se rinde y aquello es peor todavía, porque nuestras posibilidades de salir de allí enteros ahora mismo son nulas.

¡Coged lo que queráis pero no hagáis daño al chico! Solo es un simple currito, no tiene ningún sentido bramo esforzándome para mantener el temblor que me agita.

¡El dinero! exclama Rubito.

¡Cogedlo! ¿Qué problema hay?suplico.

Allí estaba, como siempre dice Joan señalando la caja.

¿Quieres decir que en todo el día solo has hecho trescientos euros? interroga.

¡No pasa mucha gente! ¿No lo ves? pregunta Joan.

¡La llave de la caja fuerte! ordena Rubito.

No la tenemos. Yo solo tengo una llave, la segunda la tiene el encargado responde Joan con la voz carente de obediencia y continua con un tono como si hablara con un tonto. ¡La caja se abre con las dos!

¡Dame la que tienes, capullo! corta.

Joan no se mueve. Rubito le proporciona un crochet de boxeo, un golpe gancho en el lateral de su cabeza con la pistola en la mano. Suena horrible. Observo paralizada como Joan se desploma en el suelo. Rubito se agacha y desaparece detrás del mostrador. Pasa un largo momento antes de que se levante con una llave en la mano.

¡Muy poco, poco dinero! exclama. ¡Lo tendrán escondido en algún sitio! afirma.

¡Jefe, por trescientos euros…! resume el moreno de mediana estatura y me mira con ojos muy duros.

—¿¡Por qué otra vez la puta esta!? —se queja el Oso mirándome con fastidio.

—¡Oye! ¡Sois vosotros los que habéis venido, yo trabajo aquí! —digo intentando esconder mi mano que me tiembla violentamente detrás de la espalda.

¡Me tienes hasta los mismísimos cojones, vieja! grita Rubito con furia, sale del mostrador, levanta la mano y me proporciona otro crochet. Es muy bueno, porque ni capto su movimiento.

Mi cabeza explota por dentro, siendo el mazo de la pistola en mi sien y de repente me mareo, no puedo sostenerme en pie. Caigo al suelo y se hace la oscuridad.

En el siguiente momento vuelvo a enfocar la luz del establecimiento. No sé cuánto tiempo ha pasado. Es muy sucio aquel falso techo: tiene la negrura incrustada en su dibujo de líneas curvadas cerca de los fluorescentes. No creo que haya pasado mucho tiempo, me muevo, siento algo mojado y pegajoso bajo mi cabeza, solo veo la máquina de café y mi revólver incrustado en sus bajos.

¡Menudo hijo de puta! ¡Dale tú, estoy cansado! dice Rubito a alguien, tal vez al Oso.

No puedo verlos, la barra me cierra la visión. Están los tres en aquel pequeño cuarto con la caja fuerte: Joan, Rubito y el Oso. Allí no entra nadie más, es un espacio demasiado pequeño. Los otros dos atracadores están removiendo todo en el puesto de Joan en busca del dinero escondido. Sé que siempre lo esconden detrás del pedazo de papel despegado de la pared, les he visto montones de veces meterlo allí. Se oye un golpe seco, directo a la carne, suena mareante y a continuación la débil queja de Joan.

Le sigue otro golpe acompañado por un crujido. Y luego como si algo enorme, similar a un saco de cemento, estallarse contra el suelo.

¡Este hijo de puta me ha roto la rodilla! ¡Te voy a matar, ven aquí! un grito de un animal herido y lleno de rabia. Debe de ser el Oso.

¡Para, para, para! ¡La pasma! ordena el moreno, que controla la tienda, con la voz metálica.

Veo pasar por la carretera dos coches de la Guardia Civil, rezo que sospechen algo y espero que se metan por la dirección prohibida atraídos por el X 5 junto a la puerta, pero no disminuyen la marcha.

Los ladrones se arriman a las paredes anexas a las puertas haciéndose invisibles para aquellos quienes pasen por fuera. Ruedo sobre mí misma hacia mi revólver, lo agarro y tiro de él hasta desencajar lo.

¡Fuera de aquí todos o voy a disparar! grito y pego un tiro al techo reventando una de las lámparas de tubo. Los afilados trozos de cristal caen como una lluvia. Agacho la cabeza cerrando los ojos con la mano mientras me pongo tambaleándome de pie. Tengo dos trozos largos clavados en el dorso de mi mano pero lo ignoro. Los dos ladrones que están en la tienda empiezan a mirar sus manos infundadas en los guantes amarillos revisando sus cabezas, palpándolas con los dedos como en una grabación a cámara lenta.

¡El que va a disparar soy yo! grita Rubito, furioso, apuntando a Joan con su nueve milímetros.

No pienso, no tengo ninguna otra opción y aprieto el gatillo dos veces apuntando en el hombro de su mano levantada. Tengo la distancia suficiente para alcanzarle, al tiempo que oigo dos disparos más en el mismo momento. Mientras caigo, dejando de sentir mis carnes bajo la clavícula, veo desplomarse al Rubito y a alguien más detrás de la pared. Debe ser Joan. Antes de perder el conocimiento tropiezo con la nevera llena de cervezas. Necesito un trago urgentemente. Ya no quiero el café.

SINOPSIS.

Vanessa, una mujer que trabaja como vigilante de seguridad, está aburrida con su trabajo y descontenta con su vida privada.

En su servicio, respaldada por su compañero Iker, intenta cumplir con su labor de la mejor manera posible, pero muchas veces ellos no pueden hacer nada para impedir los robos y atracos. Mientras persiguen a los ladrones a diario, la mayoría de los cuales son de poca monta; ella desarrolla su propia teoría, cree que es un descubrimiento de nivel mundial y la llama “La teoría del reverso”, según la cual, todo lo que sucede en su vida es justo lo contrario de como ella lo tiene planificado. Así va buscando los modos de cambiar las reglas de su destino.

En el polígono industrial donde trabaja, llamado Los Pinos, empiezan a suceder robos con mucha frecuencia. Su compañero colabora con una patrulla de la Policía Local. Llegan a conclusión que la mayoría de los robos son de la banda encabezada por tal Rubito, un delincuente local, que la amenaza cuando ella impide un atraco que él tenía planificado.

En aquellos difíciles momentos la existencia de la patrulla se pone al borde de extinción: los impagos por unos clientes del polígono hacen que la empresa de seguridad suspenda un día a la semana el servicio y el cliente pone en duda la necesidad de su existencia.

Su compañero Iker, harto de la situación, se marcha de la empresa. Vanessa se siente amenazada de terminar sin empleo y, lo que más teme, acabar viviendo en la calle.

A pesar de la seriedad de los asuntos, el libro es una comedia que refleja la vida en un mundo tan especial como la seguridad privada, llena de contradicciones y falta de cualquier lógica.

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