“El relato auténtico sería aquel que narrara cómo una gran inteligencia se licua en la pereza, el miedo y la angustia. Poco a poco se pierde, como esos bultos que desaparecen en el agua y al final sólo se ven unas cuantas burbujas.”

Alejandro Rossi

1

El Cadillac Deville de 1966 se desliza por la montaña ajustando su enorme hocico al vaivén de las curvas que asciende. El aire fresco de la mañana se adentra feroz a través de las ventanas mientras me coloco las Ray Ban de cristales verdes y ovalados. El sol de julio comienza a incendiar el ambiente y muy pronto el bochorno me obligará a conectar el aire acondicionado. A través del espejo retrovisor observo un momento a Roberto, tumbado en el asiento de atrás, menudo y compacto, la boca abierta, el pelo corto y rizado horadado por el tiempo. El casete de La Frontera, a todo volumen, silencia los ronquidos que se dibujan en el rictus de su respiración… En el límite del bien, en el límite del mal… Sonrío. Pero no estoy contento. Tampoco estoy triste. Estoy. Simplemente eso: estoy. Mis manos aferran el volante de piel de un fabuloso Cadillac Deville amarillo de 1966 mientras la música de mi juventud sigue cantando en mi madurez a los límites de la vida.

Enfilo la bajada del puerto de Los Alazores, partida por una sola curva en su cara norte, y sucumbo una vez más al majestuoso paisaje de sierras grises y campos verdes que se extiende ante mí. Tengo cuarenta y un años, sí, pero la sensación de plenitud me parece idéntica a la que tuve con diez, con veinte, con treinta años. Como si el pecho se ensanchase y las bocanadas de aire fresco fuesen ahora más profundas, más perceptibles. Como si los ojos hubiesen encontrado por fin el lobo que habita en mi interior. Como si las extremidades lo hubiesen hecho con el águila que lo desafía. Como si el entorno, inyectado en las venas, circulara ansioso, sin ningún miedo, por la sangre que las llena.

Júbilo.

Esa es la palabra.

Una explosión de júbilo.

Esta vez la alegría acompaña a la sonrisa que no quiero reprimir. Después apareces tú, no puede ser de otra manera: Olga al final de cualquier cosa estos últimos tiempos. También al principio. Olga acodada en la barra del Café Madrid, aburrida, lanzándome una sonrisa al divisarme.

Roberto despierta poco antes de llegar a Zafarraya. Detengo el coche y sale a vomitar, aunque no llega a hacerlo. Se sube resoplando al asiento del copiloto y me mira fugaz, desorientado.

– Voy a hacerte una foto –digo.

Salgo del coche, abro el maletero, saco la cámara que me vendiste y vuelvo a mi asiento. Roberto sigue perdido en alguna parte. Me mira suspicaz.

– ¿Qué coño haces? –dice con esfuerzo.

Me río. Aprieto el botón de disparo. No miro la foto. Apago la cámara.

A las diez y cuarto de la mañana aparco el Cadillac frente a la casa de mi amigo en Zafarraya, un pueblo feo y descuidado. María Dolores aparece muy pronto en la puerta de entrada. Primero mira sorprendida y curiosa el coche, pero es sólo un segundo, después busca irascible los ojos de su marido, acabamos de bajarnos.

– Bueno, ya me contarás –dice Roberto. Me mira resignado. Una pizca de vergüenza aparece en el rostro-. Cuídate mucho.

Nos abrazamos otra vez, he perdido la cuenta, han sido muchos abrazos esta madrugada, mucha la necesidad de sentirse vivos, pero ahora sus manos en la espalda tan sólo me transmiten desesperanza. Después entra en casa sin siquiera medir las fuerzas con la mirada de su esposa. Intento sonreír. La beso en las mejillas.

– Ha sido culpa mía –digo.

Ella cierra los ojos, quizá para que la furia de su mirada no me hiera a mí, y suspira y vuelve a abrirlos.

– Hoy ha sido culpa tuya –dice-. Hace una semana la culpa fue de Alfredo. Dentro de tres días la tendrá Matías. Mi marido tiene unos amigos muy malos, ¿verdad?

A duras penas sostengo esa mirada furiosa y desencantada. Quiero decirle que tenga paciencia una vez más, que Roberto se ha dado de bruces con una vida que no imaginaba, que aún tiene que asumirla, aceptarla tal y cómo es. Pero entonces aparece su hijo pequeño con un pijama de Bob Esponja y una pelota de fútbol y una sonrisa muy grande, y el parecido de Roberto junior con su padre, con el niño que fue su padre, me golpea tan fuerte en el estómago que casi pierdo la respiración.

– ¿También te gusta el fútbol? –pregunto tras levantarlo en brazos y darle un beso- ¿Eres tan bueno como papá?

– Yo quiero ser como Casillas –dice convencido.

– Vale, pero no te olvides nunca de ser como tú, ¿de acuerdo?

Lo dejo en el suelo y le revuelvo los rizos. María Dolores me mira, “Ya me encargaré yo”, dice, y yo pienso en todas las madres del mundo, en su agónica fortaleza. Después me pregunta por Elena y los niños y por el coche tan chillón. Le doy un beso de despedida instantes más tarde. Cuando subo al Cadillac veo la cámara. La cojo. Le hago una foto al crío. Esta vez sí la miro. El hijo de mi amigo me observa exactamente como su padre lo había hecho hace treinta y cuatro años. Me entran muchas ganas de llorar. Pero no lo hago. Sonrío.

2

Olga habla a menudo con su abuelo. Eso me dijo mientras su cabeza reposaba en mi pecho, acostados los dos en la cama de aquel hotel, cerca del aeropuerto. Me dijo que le cuenta sus problemas y que él la escucha atento y paciente, que la tranquiliza. Lo cierto es que esto no tendría nada de particular si no fuera porque el abuelo de Olga está muerto.

No es una cuestión de fe, me decía. Es un hecho. Yo la escuchaba y pensaba que quizá su terrible experiencia, su encuentro con la muerte siendo apenas un bebé, tenía algo que ver con todo el asunto. Por lo visto, ahora, me explicaba, ha conocido a mi abuelo. Mi abuelo y su abuelo murieron hace muchísimos años, pero Olga dice que están muy bien, que mi abuelo es un tipo sonriente y bonachón y que ha hecho muy buenas migas con el suyo. Que me protege y me observa desde allá arriba. Bueno, mi abuelo era un gran tipo, eso es verdad, un hombre alegre y generoso. En realidad, para mí sigue siéndolo a pesar de la distancia insalvable que nos separa, pero es que yo le conocí, hablé con él, recibí sus caricias, aún puedo imaginar sus facciones en mi memoria.

De modo que Olga vive rodeada de espíritus afables, de seres de luz que sonríen y dan consuelo.

– Sólo unos pocos de nosotros, los mejores, acceden directamente a ese estatus, desde un primer momento son seres de luz –dijo-. Los demás han de cruzar el Umbral para expiar sus culpas, y sólo unos pocos lo consiguen.

– ¿El Umbral? Una especie de purgatorio, ¿no?

– Así es.

– ¿Por qué no vuelves a la cama y seguimos cometiendo adulterio, rubia? Quizá eso retrase nuestra partida…

Yo le sonreía desnudo desde la cama de aquel hotel de paso adonde la había llevado. Ella también estaba desnuda, ahora de pie, delante de la cama, menuda, compacta, sus piernas redondas de velocista, sus pechos aún firmes, su melena dorada y revuelta, la cámara en la mano. Había estado haciendo fotos a las sábanas revueltas. Quería reflejar el acto sexual a través de las huellas de nuestros cuerpos en los elementos. Me pareció insólito y hermoso.

– No seas frívolo con eso –dijo-. Sabes que no me gusta.

– Tampoco te gusta que fume y lo estoy haciendo.

Apagué el cigarrillo sin dejar de sonreír. Ella compuso aquel mohín en su cara que a mí tanto me gusta. Ese fruncimiento de labios, esos ojos pequeños y azules entornados, esos pómulos suyos tan marcados que se hundían aún más en el rostro granítico; esas arrugas como pequeñas cicatrices asimétricas dibujándose en la amplia frente, inabarcable por dentro. El deseo te embauca y desordena tus actos sin remedio. La atracción no es una causa, todo lo contrario, es la consecuencia. El amor es una quimera que uno persigue absurda y constantemente. El amor sin más. Ser el otro y que el otro sea tú durante al menos una fracción minúscula de tiempo, de espacio, donde ya no importe nada más, tan sólo la conexión íntima de dos almas. Me río yo solo. Me río y después compongo una mueca de tedio. Me río, compongo una mueca de tedio y después lloro. Lloro mucho.

Olga soltó la cámara sobre un sillón beige y se aupó a la cama de rodillas. Vino hacia mí, se tumbó, abrió las piernas y comenzó a darle caña al clítoris. Estuvimos follando toda la mañana al ritmo de INXS, Suicide Blonde, una vez y otra vez más, pero no me besó. Sus labios no se acercaron a mis labios. Su lengua fue esquiva una vez y la mía se contuvo a partir de entonces. La contención y yo. Íntimos aliados. Follamos placentera y desapasionadamente, rodeados de espíritus que me recordaban cuánta es la agonía y qué poco permanece el impulso primero, la inocencia en el alma. El veneno se adentra con cada paso sobre el camino, con cada mirada esquiva, con cada pensamiento que no se hace palabra.

Olvídense.

3

A Enrique Martín Benítez le encanta follar. Le gusta mucho follar. Le gusta tanto follar como le asusta envejecer. Así que cuanto más envejece, cuanto más miedo le causa la perspectiva de la claudicación, más ganas de follar tiene. Es una progresión aritmética y uniforme. Cuantos más años cumple, más ganas de follar atesora. De hecho, follar y retrasar el envejecimiento se han convertido en los pilares donde asienta su idea de vida. Y es que hubo un momento en su existencia en el que ya todo giró alrededor de esa premisa. Todo cuanto poseía en la vida habría de convertirse en un medio que, de una u otra forma, tendría que consolidar su fin último, su ideal supremo: Follar para no envejecer: No envejecer para follar.

Lo cierto es que a Enrique este espíritu lozano de permanente apareamiento le sobrevino alrededor de los treinta y cinco años, y convendremos todos que a esa edad no se la puede tachar de rancia en los tiempos que vivimos, mucho menos de pusilánime a la hora de yacer con una mujer. Un hombre que con treinta y cinco años no sea capaz de satisfacer plenamente a una mujer, no es un hombre. Una mala noche, un desliz, es perdonable. Pera nada más. El tío que con treinta y cinco años no sea capaz de follarse a una mujer como Dios manda, ya se puede dar por perdido. La cuestión es que Enrique Martín Benítez sí era capaz de follarse a una mujer como Dios manda. Así que el repentino miedo a dejar de ser quien era, esa avidez nunca saciada, sólo podía achacarse a la codicia. Simple y pura codicia. A algunos les da por crear una arquitectura económica que derive en las hipotecas basura y el caos financiero. A Enrique le dio por follar, por ahuyentar la vejez el máximo tiempo posible.

Hasta ese momento Enrique nunca había sentido gran inquietud. La vida había sido benévola con él. Era profesor universitario, estaba casado con una mujer inteligente y guapa, tenía una hija preciosa y educada. Había sido atleta de prestigio durante su periplo académico, al igual que Clara, su mujer, se conocieron en aquella época, y todavía seguía practicando a diario a un alto nivel, aún conservaba en todo su apogeo un físico viril y definido. Porque a Enrique le encantaba gustar. No sólo a las mujeres. A todo el mundo, incluso a las mascotas. Y gustaba. Gustaba mucho. Y, por qué no, utilizaba ese privilegio cuando quería. Sobre todo, para follarse aquellos coñitos que de vez en cuando ambicionaba. Clara le dejaba hacer. A ella también le gustaba follar y que se la follasen.

Ocurrió sin embargo que, cierto día, Enrique escuchó una conversación entre algunos de sus alumnos en los que se conminaban los unos a los otros a aprovechar la juventud de la que disfrutaban para tirarse todo aquello que se dejase tirar. Y es que, elucubraron, a partir de, digamos, los treinta y cinco o cuarenta años la cosa decaería sin remedio. En un primer momento, Enrique sonrió condescendiente y le asaltó el impulso de explicarles a aquellos mozalbetes que no, que era todo lo contrario, pero después se dijo que ellos mismos lo descubrirían con el transcurso del tiempo. Sin embargo, aquella conversación trivial se convirtió en un pensamiento recurrente. Enrique empezó a observar a los hombres de su edad y a los que le superaban en unos cinco o diez años. Empezó a observarse cada día en el espejo. Primero el rostro. Después cada parte de su cuerpo. Empezó a mirar fotos antiguas, de sus dieciséis, veinte, veintiséis, treinta años. Empezó a tener miedo. Empezó a querer follar a todas horas, a cada momento. Y utilizó todo para conseguirlo. A su mujer, a sus alumnas, a sus amigos, a sus compañeros y compañeras de atletismo, a sus familiares, incluso a su propia hija. Porque gracias a su hija la vida quiso regalarle a Olga. Y Olga se convirtió, durante un tiempo, durante ocho maravillosos años, en su ángel. Y también en su herramienta más preciada.

El demonio, era de esperar, volvía a adelantarse en la misma curva de siempre a nuestro querido, humano y desdichado Señor.

4

And all I do is miss you and the way we used to be.
All I do is keep the beat the bad company.
All I do is kiss you through the bars of Orion.
Juliet I’d do the stars with you any time…

Dire Straits, esa canción de Dire Straits suena una y otra vez en el Cadillac porque yo rebobino una y otra vez la cinta donde el sonido está grabado. Una y otra vez tu imagen se me viene a la memoria, pero no es la misma imagen, no, sino un sinfín de ellas. Una y otra vez imágenes de tus distintas sonrisas, de tus distintos mohines, imágenes distintas de tus distintas miradas. Miradas doloridas, miradas de niña perdida. Una y otra vez imágenes desenfocadas de tus distintos estados de ánimo, de tu energía sin freno, de tu entusiasmo pegadizo, de tu amor volcánico, ése que me enamoró como un loco, como un niño que, de repente, se ha quedado solo en el parque y mira temeroso cuanto le rodea. Una y otra vez imágenes perdidas de tu llanto sin consuelo, el mismo que ahora se adentra como un parásito sin escrúpulos dentro de mi carne, tu llanto escupiendo lágrimas que se elevan en mi cielo y se quedan allí, suspendidas, mirándome. Una y otra vez imágenes de tus piernas al desplazarse, saltando, ingrávidas, recordándonos a todos de donde viniste, ese reino perdido en el universo, ese reino universal al que sólo de vez en cuando me permitiste acompañarte. Una y otra vez vuelven las imágenes de las diferentes heridas que has dejado en mí, en mi lado salvaje y en mi lado vulnerable también. Imágenes de ti, encanto, una y otra vez. Imágenes disfrazadas en este mundo de carnaval. Imágenes que no se van a materializar nunca más. Nunca más.

5

“Pura eres como la nieve, sonrió el poeta.”, te decía divertido mientras acariciaba el vello de tus brazos.

“En agua te ahogarás, se carcajeó su musa.”, me decías tú riéndote a un palmo de mi boca.

¿Te acuerdas de nuestros juegos? Lo tenías muy claro, ¿verdad?

El agua, efectivamente, me ahogó, así que escucha ahora el murmullo del mar mientras mis pasos se alejan de ti.

RESUMEN


Buscándome (desesperadamente) o El extravagante viaje de un Cadillac Deville del 66 a través del tiempo y el espacio.

En plena crisis económica, la historia, rezumando música a modo de road movie, cuenta, a tiempo real, el viaje que inicia el personaje principal a bordo de un viejo Cadillac Deville del 66 tras la ruptura con Olga, el otro personaje protagonista, casada como él. La relación entre los dos, al igual que otros acontecimientos reveladores de su andadura por el tiempo y espacio otorgado, se va desgranando a base de flashbacks. Así, en diferentes planos, mientras el Cadillac devora kilómetros y lugares, aparecen personajes como Enrique, profesor universitario, auténtico depredador sexual, un ángel endemoniado que se cruza con los dos protagonistas en diferentes épocas; prostitutas desencantadas y prostitutas inocentes, padres abnegados y otros que no supieron serlo, empresarios derrotados, moteros, el jefe sioux Caballo Loco, veinteañeras desorientadas, indígenas, ancianos perplejos, una chica perversamente inocente… y también fantasmas que nos recuerdan con su sola presencia los límites de la existencia.

Olga irrumpe como un misterio y a la vez una explosión en la vida del protagonista, que es quien narra la historia en primera persona, un hombre melancólico que, en su errático viaje, inventándose mientras huye de sí mismo, se interroga por lo que ha sido y es su vida, por el paso del tiempo y el tiempo en sí mismo, por cómo el pasado y el peso de la costumbre, las personas que habitaron otro tiempo y otro espacio, persigue nuestro camino. En esa fuga hacia la nada, o quizá hacia el todo, nuestro protagonista ambiciona, quizá sin saberlo, el descanso que confiere sentirse justificado cuando uno cierra los ojos por la noche, pensar que se ha hecho cuanto se ha podido para que nada pueda perturbar nuestra partida.

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