Boceto de sombras (borrador)

Boceto de sombras (borrador)

Alejandro Alonso

30/03/2018

B O C E T O D E S O M B R A S

por Alejandro Alonso

Boceto de sombras

I

El tiempo demostraba su paso por el continente de aquel baúl español de estilo gótico, con revestimiento de hierro forjado y una herradura al centro, rectangular y con remates en forma de abanico en cada esquina. La pieza era una muestra perfecta del llamado arte decorativo. Por la sobriedad del estilo y elegante minimalismo, Damiana acertó en que se trataba de un mueble del siglo XV.

–Tía, quiero ese baúl.

La aludida miró el objeto que ocupaba un sitio secundario entre la cantidad de piezas antiguas de aquel reparto y venta de bazar. Con una ceja levantada y aire altanero, con el juicio puesto en la madera ajada y verdosa en algunas áreas, la mujerona protestó:

–Mija, te refieres a eso.

–A eso, así es tía, a eso.

–Pero muchacha, habiendo tantas cosas que dejó tu tío abuelo, en paz descanse. Tanto tiempo que estuvieron empolvadas hasta que les llegó su momento. Mira los candelabros de plata, el bargueño o cualquiera de esos tapetes, y los gobelinos italianos. Son valiosísimos mija, y tu escoges ese malhadado baúl.

–¡Tía!…

–Ya… no me pongas tu carita de reproche. Bien sé que me meto en lo que no me importa, pero… ¿por qué no eres más ambiciosa chiquita?, nada tiene de malo. Mira, tan chula y cómo es que te gusta vestirte con esos harapos, siempre con tu horrorosa mezclilla… ¡Ay!, si yo tuviera tu edad.

La sobrina estaba a punto de plantarle un par de verdades, pero se contuvo consciente de que era involucrarse en una batalla de necios. Su mirada valió más que las palabras.

–¡Ay mija!, si con los puros ojos matas, desde que eras niña. Si siempre he dicho que eso lo sacaste de tu tío abuelo. Llévate tu baúl y hacemos las paces, chula. Anda, dame un beso. Pero no te vas a ir de aquí sin que te lleves algo que realmente valga la pena.

Según su costumbre, la mujerona actuaba con las palabras, pues ya le extendía un candelabro, del siglo XVIII y de plata procedente de las minas de Real de Catorce.

–Anda, acéptalo y no me protestes. Te lo digo en serio, mija, te envidio. Ojalá todas fueran como tú, siempre tan desinteresada. Sabes, tal y como lo pidió tu tío en su testamento, cada familiar puede escoger lo que más le guste, sólo una pieza, y el resto se va a la subasta. Te imaginarás que todos querrán llevarse lo mejor de lo mejor. Ya verás.

Antes de que la tía continuara con su cantaleta, la sobrina selló con un beso de agradecimiento a la mejilla de la mujerona. Tal y como lo advirtiera su pariente, el sitio comenzaba a poblarse de familiares que, momentáneamente enloquecidos, daban cuenta de las riquezas acumuladas en vida por el ilustre tío.

Damiana aguardó la llegada de su primo, pero como éste no aparecía escapó del tumulto creciente de besos y abrazos. No deseaba participar del chisme familiar que ya tomaba mejor sabor con el vino Rioja de cortesía, puesto en copa y sobre charola por los meseros. Acomodó el baúl en la cajuela de su automóvil. Antes de depositar el candelabro en el asiento trasero: “A qué mi tía”, exclamó en voz baja al comprobar la belleza y alto valor de la joya de plata.

Una vez en su departamento, colocó el objeto en la estancia, al pie de la cruz de metal que también le habían regalado, un año atrás, en la ciudad de Guanajuato, en un taller de restauradores de arte; cuatro clavos de hierro de dieciséis centímetros de largo por dos de ancho, soldados simétricamente cabeza a cabeza, más un quinto, unido punta a punta con el clavo destinado como pedestal, todo barnizado en negro, le daban forma al singular crucifijo.

“Perfecto, se ve lindo”, Damiana sonreía por la armonía decorativa entre ambos objetos. No obstante que no era religiosa, incluso desdeñaba el catolicismo, admiraba su arte como simple asunto de estética. Por un momento pensó en poner algún objeto de valor en el interior del mueble. Lo abrió. Echó un vistazo a su interior, vacío en apariencia. Intentó acomodar un volumen recién adquirido de uno de sus pintores favoritos, José María Velasco, pero le quedó chico el baúl. Volvió a cerrarlo pues no atinó, de momento, por alguna otra de sus pertenencias que pudiera hacerle honor.

Transcurrió un par de días. Un martes, poco antes del amanecer, los vecinos la despertaron timbrando de manera alarmante a su puerta. Damiana saltó de la cama y pisó agua. Su departamento estaba inundado. Entre resbalones logró salir al pasillo. No atinaba si abrir la puerta o dirigirse a la fuente del desastre. Fueron unos segundos de duda. Escuchó el zumbido del agua que escapaba a presión procedente de la cocina. El agua corría libre, y su cause, además de invadir su casa, brotaba venturoso al exterior, hacia los otros departamentos. El líquido ascendía hasta los diez centímetros en la cocina, la sala y el comedor.

Para su fortuna, el par de vecinos que la despertaron con la voz de alarma, la ayudaron a resolver el desastre. El ducto del lavabo era la causa del desaguisado; viejo y maltrecho por el óxido, el metal terminó por ceder a la presión del líquido. Damiana inútilmente trataba de volver a embonar el tubo desvencijado. De hecho apenas hizo el esfuerzo, pues se lo impidió el torrente de agua caliente. –¡La llave de paso!… ¡La llave de paso!… ¡¿Dónde está la pinche llave de paso?!— Y ante el reclamo desesperado de su vecino, la joven de un salto se trepó a la estufa para alcanzar y cerrar la llave que se encontraba a escasos centímetros del techo.

–¡Qué bárbara!…, ¡qué desmadre!…, ¡qué pesadilla!—exclamaba la muchacha en voz alta una vez que sus vecinos la dejaron sola. Múltiples objetos navegaban cual barcos de papel sobre el agua. Damiana trataba de rescatarlos con la mayor rapidez posible, pero cuando descubrió que su baúl era una isla en aquel cuerpo de agua, de inmediato lo salvó. Lo levantó del piso y trató de colocarlo encima de una mesa. Resbaló en el esfuerzo y el baúl se le fue de las manos. El mueble se impactó contra el brazo de un sillón. Con el impacto provocado por su caída, de su interior saltó una madera que fungía como base de fondo y tras ésta varias hojas revelaron su existencia, mismas que terminaron en el agua. Sin importarle mayormente aquella especie de secreter del baúl, Damiana prosiguió presta en su faena. El mueble y su contenido terminaron a resguardo al igual que el resto de sus pertenencias.

Hacia el amanecer, luego de la penosa faena de evacuar tanta agua a puro escurridor y cubeta, la mujer por fin pudo dormir. Todo esto ocurrió un miércoles. Apenas despertó, Damiana reía de puro nervio al comprobar lo sucedido. Pese a su esperanza, lo sucedido no había sido una pesadilla. Logró reponerse al desconcierto y fue a trabajar. Hasta entrada la tarde, una vez de regreso, comenzó a ordenar los estragos de la noche anterior.

Su enojo crecía al comprobar el deterioro de varios libros de arte y de unas botas de ante que bien podían pasar como ratones de cloaca por el efecto del agua. Cuando le tocó el turno al baúl, éste le dio motivo para pasar del enojo al asombro. Tal y como se refirió, Damiana nula idea tenía de los papeles hasta entonces ocultos en la base falsa del mueble. Se trataba de tres hojas de grueso algodón cuya calidad no mostraba mella alguna a pesar de su paso por el agua. Lo que motivó más su curiosidad fueron los dibujos a tinta china estampados en cada hoja. “¡Qué reptiles tan mal hechos!”, sentenció con desdén lo que a su juicio se trataba de simples y burdos bocetos. Examinó la rúbrica para identificar al culpable o la culpable y siguió con su afán de crítica. “¡Vaya cosa…!, ¡si los hizo mi tío…! ¡Lástima tiíto… son malísimos!” En ese momento el interés de Damiana se centró en la calidad de la hoja y de la tinta china, indeleble al agua, aunque su escrutinio no pasó a mayores. El enojo volvió a asaltarla cuando reparó en otro libro de sus preferidos, una edición de lujo sobre la obra del paisajista José María Velasco, arruinado por completo.

La muchacha contrató a un fontanero para evitar otra calamidad semejante. El baúl volvió a su sitio, por debajo de la cruz de hierro forjado, y, con respeto, dejó los papeles en su interior, tal y como habían librado décadas en secreto. Damiana retomó su rutina, pero el asalto de las circunstancias volvió a colocar aquellos dibujos sobre la mesa de disección.

Era un viernes. Pasaba del mediodía y tenía el plan de ir a comer y luego al cine. Timbró su teléfono móvil. Damiana aún se encontraba en su trabajo.

–Mija… Qué bueno que te encuentro… Sucedió algo terrible… Terrible e increíble, mija… Ven… Por favor… Estoy con tu abuela… Las dos solas… Aquí… Ya sabes… Ven pronto…

Sin acelerar su velocidad habitual en el manejo, demoró media hora de Chapultepec a la Colonia del Valle. Encontró a sus parientas en la sala de velación. Ambas mujeronas elegantemente vestidas de negro con el dejo de altivez distintivo de la familia. Estaban sentadas, una al lado de la otra; compartían su asombro y desconcierto. La mayor de ellas, con el rastro cierto de la belleza de otros tiempos y con el ancla de la vida convertida en arrugas y gestos, no dejaba de exclamar: –¡Ay… no podía ser de otra manera! No. Él siempre tan perfecto, tan guapo, tan fino… No podía ser de otra manera… ni el tiempo ni la muerte… ¿Verdad?… ni el tiempo ni la muerte… ¿verdad?… ni el tiempo ni la muerte…

La mujer ahogó su pena al taparse la boca con un pañuelo. En ese momento reparó en la presencia de su sobrina. Al verla dejó escapar las lágrimas. Luego ocultó sus ojos con una mano.

–Qué bueno que estás aquí mija… No podía ser de otra manera!… No… No podía ser de otra manera… ni el tiempo ni la muerte… ni el tiempo ni la muerte…

La mujer no dejaba de repetir la frase como si se tratara de un rezo, un conjuro, ensimismada, con la consternación punzante en su mente.

Damiana dio unos pasos hacia el féretro que tenía abierta la tapa de medio cuerpo. Torció la boca, con el eco de la frase insistente de su abuela. Una luz artificial discreta alumbraba la sala.

–Querida mía… Y todo por un adelanto de la ciencia de su época— La tía la secundó al tomarla del brazo y luego suspiro profundamente, dejando ver que aún no se reponía de la impresión. Ambas se encontraban al pie de un féretro de metal, de diseño francés y presurizado, capaz de evitar el contacto del cuerpo con agentes externos. Esta innovación mortuoria de principios de siglo veinte logró mantener el cuerpo de su distinguido antecesor libre de la corrupción orgánica. El cuerpo del otrora acaudalado dueño de haciendas y de una porción del aire y del agua del valle de México, se había momificado con un aire de soberbia transparencia.

Damiana se asomó al ataúd. La impactó sobremanera la dignidad del rostro, los párpados que velaban el par de ojos en su visión del absoluto, la nariz prendada al laberinto del vacío, los labios en el susurro de la mortandad.

–¡Sus manos!… ¡sus manos!… –A un paso detrás de Damiana, la tía la hizo reparar en el detalle de las manos de cristal de quien nunca desempeñó un trabajo rudo en vida, un perfecto aristócrata. Los dedos largos tenían el crecimiento habitual de las uñas que se da post mortem; el dorso de la mano estaba surcado por venas que habían perdido su vigor azuláceo. La mano izquierda descansaba sobre el pecho, y la derecha sobre ésta. Un anillo de plata aún presumía en el dedo índice; anillo grueso procedente de las minas del norte del país. Damiana distinguió el fino zoomorfismo impreso sobre la joya de metal. Se inclinó para apreciar a detalle. Apenas hizo el intento cuando la tía la tomó de un hombro en señal de reproche.

–Ven… Ya no debemos estar aquí… Es suficiente…

Damiana obedeció a su tía, aunque en ese momento deseaba inspeccionar más el anillo y la indumentaria del pariente, un traje de gala azul verdoso con solapas de seda en el mismo tono, más camisa blanca también de seda. Le extrañó que no lo hubieran vestido con la etiqueta negra de rigor. En su mente quedó grabada la imagen de aquel uróboros del anillo de plata, más el tono pantanoso de su vestimenta. El féretro era sobrio, de color verde militar; en su interior, las paredes estaban revestidas por terciopelo cuya apariencia semejaba el musgo. Las argollas de plata para cargar el féretro, tenían las iniciales del difunto grabadas en su parte media: DCyBI, Damián Cortázar y Barrena Icasbalzeta; a manera de escudo, en la cubierta aparecía el mismo motivo. El ataúd permitía mirar al interior a través del cristal que despejaba la tapa de medio cuerpo. Quien había gozado de una vida sin tribulaciones, le sacaba la vuelta a la descomposición orgánica.

Se dirigieron a la cafetería de la funeraria; ya con taza en mano, la tía enteró a Damiana de los detalles del hecho por demás extraordinario, hasta antes de su llegada al sitio. Algunos ya los conocía, como el cumplimiento cabal de los últimos deseos del occiso: la permanencia de su cuerpo en una iglesia del Centro Histórico hasta cuando su albacea lo considerara pertinente, para su posterior cremación. A la tía abuela, encargada de la comisión, comenzaba a acicatearle la premonición de su propia muerte, y no quería que el deceso la sorprendiera sin antes cumplir con lo prometido a su esposo.

La mujer, cercana a los cien años, había casado a los quince con un hombre que le llevaba veinte de ventaja. La muerte sorprendió a su esposo en la medianía de los cuarenta. Durante más de siete décadas de viudez, la mujer se mantuvo fiel a una imagen que veneraba con fe ciega. El asunto es que aquel hombre de hábitos aristócratas, atento a los adelantos tecnológicos de la época, y muy distante de la miseria y de la creciente convulsión armada, gozando plenitud de salud, había adquirido aquel féretro francés y, con la ayuda de su diseñador particular, fue celoso en la confección del traje que portaría el día de su muerte.

Unos meses antes de que triunfara la “guerra de los revoltosos”, como el hombre llamara al movimiento revolucionario de 1910, solía quejarse con su mujer: “María, estamos arruinados”; pero no vivió aquello que decidiera no vivir. Falleció de muerte natural, sin hijos de por medio, dejando a su esposa como única heredera, con las cláusulas en su testamento de la repartición de un lote de sus bienes cuando la mujer lo considerara pertinente, y la inmediata cremación de los restos.

Ahora, la difunta la enteraba de tal historia, y a Damiana la incomodaba el tono de forzosa confesión de la anciana. De principio, no entendía por qué no asistían sus otros familiares; su primo Patricio, por ejemplo, a quien consideraba más apto para un trance semejante.

Para Damiana, el encuentro post mortem con aquel pariente, a quien no conoció en vida, le causaba un interés semejante a la visita a un museo que exhibe algo increíble. El personaje no le era indiferente; de hecho ironizaba tan magnánima figura en su árbol familiar. Jamás se permitió ese orgullo déspota de la mayoría de su parentela cuando era momento de lucir el antecedente de un marqués en la familia. Damiana solía referirse al señorón como “el bueno para nada de mi tío abuelo”.

Una vez que dejaron la cafetería, después de la inmolación y de que les entregaran las cenizas calientes en una urna, acompañó a las mujeres al templo destinado como su última morada.

Boceto de Sombras

En la cafetería de una funeraria, en la Ciudad de México y en época actual, Damiana tiene noticia del carácter extraordinario de su difunto tío abuelo, quien, luego de décadas de fallecido, se conserva momificado y orgánicamente incorrupto dentro de su ataúd. A partir de la cremación de sus restos, se trastoca la vida ordinaria de la protagonista. Historia de misterio de una mujer joven y de carácter rebelde que desdeña su ascedencia aristocrática; tras una serie de eventos extraordinarios (como revelaciones oníricas y el suicidio aparente de un primo cercano), se encuentra como única heredera de una fortuna. Esto lo aprovecha, en primer instancia, para continuar con una tesis personal sobre el origen de la biostética en México (y que ella atribuye a los pintores José María Velasco y el Dr Atl); adentrarse en su tesis la llevará a descubrir la terrible naturaleza del ancestro familiar del que procede su herencia; pero más que el legado material, se encontrará con una misión transgeneracional. Se trata de una novela con final climático, pues cuando Damiana acepta que ella es la heredera de un karma, propiciará una transmutación real, física y espiritual, de la que no tendrá escapatoria.

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