1.- EN EL PARISIEN
La primera vez que el profesor Juan Andrés Segovia vio a la mujer, fue un viernes casi a finales de junio, en el que los medios periodísticos argentinos aún recordaban la muerte de un renombrado personaje de la farándula porteña, ocurrida un poco más de medio año antes. Se hallaba sentada frente a una mesa en un rincón del café Parisien, en la 9 de Julio, fija la mirada en el noticiario que a esa hora transmitía algunos pormenores de la vida del singular personaje, al que recordaban quienes en vida habían tenido la oportunidad de conocerlo o compartir con él. Se notaba una mujer joven, entrando en la madurez; cuarenta o un poco más de años; para su gusto, rubia de tez blanca. Como no había otros parroquianos en ese sector, el interés del hombre se centró en buscar una mesa próxima a la que ocupaba la dama, dirigiéndose de inmediato hacia una que estaba ubicada ligeramente algo detrás de ella, que le permitiría mirarla de soslayo. Tomaba un café, pero con la vista puesta en el televisor que tenía enfrente. Parecía muy concentrada en la noticia, que no se dio cuenta del ruido que produjo la silla que el hombre desconocido acomodó para sentarse; se notaba muy interesada en conocer los más mínimos detalles del farandulero muerto, ya que cada nuevo episodio que difundían de su vida, retratando diversas facetas del tipo, modificaba su bello rostro con variados gestos, ora de incredulidad, ora de sorpresa, como si lo que estaba viendo no correspondía a la realidad que al parecer ella conocía.
—¿Qué se va a servir, señor? —La voz del garzón, un tipo gordo, aseado y gentil, lo desvinculó momentáneamente de la escena.
Juan Andrés Segovia no era argentino, pero parecía uno de ellos, aunque no en la forma tan particular que usaban para hablar. Era natural del país vecino y había viajado en esa época del año a dictar un Seminario sobre Historia Naval Americana que ofrecía una universidad capitalina, el que comenzaría los primeros días de julio y se extendería hasta fin de año. El profesor Segovia se había hecho conocido en la comunidad universitaria, a través del seminario que lo estaba dictando desde hacía dos años, por lo que viajaba con regularidad a Buenos Aires, no solo para impartir las clases sino también para descansar en época de vacaciones, haciéndose también un asistente habitual del hotel donde alojaba, situado en un sector algo alejado del centro, en donde lo conocían como un pasajero frecuente.
—Café con leche y tostadas con manteca y mermelada — respondió— …ah y un zumo de frutillas —agregó después de una breve pausa.
El gordo, un tanto confundido con el pedido se atrevió a replicar.
—¿Un qué de frutillas…?
Segovia, recordando que los argentinos conocían el zumo como jugo, se apresuró a rectificar su pedido.
—Por favor, un jugo de frutillas.
Mientras esperaba la llegada del pedido se puso a hojear un diario que estaba en la mesa, con la intención de interiorizarse un poco más de la situación porteña y también para conocer algún nuevo detalle de la vida de aquel hombre de la televisión bonaerense, al que se le recordaba aún con tanta insistencia, que denotaba el acendrado nacionalismo del pueblo argentino. En efecto, los periódicos seguían publicando pasajes de la vida de Marcelo Contesse, el empresario y hombre de la farándula fallecido en noviembre del año anterior; un tipo singular, habitué de cualquier programa televisivo capitalino que quisiese subir su sintonía, cuya vida tan bullada había impactado a Segovia, que aunque algo conocía de ella, lo seguía asombrando en la medida que se imponía de las múltiples facetas del personaje, bastante distintas unas de otras, y que las noticias, cada cual más sensacionalistas, lo retrataban de una y mil maneras.
En un instante en que una tanda de comerciales interrumpió momentáneamente las transmisiones televisivas, la mujer se volvió para mirar que sucedía a sus espaldas; ese fue el momento en que ambos cruzaron las miradas y que el profesor, en un arranque inesperado de arrojo, aprovechó para intentar entablar algún diálogo. A pesar de su abierta personalidad extrovertida, Segovia se complicó un poco para lanzar las primeras palabras, que demoraron en aflorar a sus labios y que parecieron ir dirigidas más al aire que a la persona que le interesaba.
—Qué tipo más raro —dijo y el silencio hizo eco de su genialidad.
—La verdad es que no lo conocía en profundidad, solo había leído algo de su vida —prosiguió el monólogo, tratando de rectificar la impresión que se había formado del sujeto aquel—, recuerdo haberlo visto como invitado de un programa televisivo, allá en mi país.
La mujer no dijo nada, pareció no estar interesada en entablar diálogo con el desconocido, quien no obstante hizo un segundo intento por acortar la distancia que les separaba.
—Bueno, lo vi un par de veces —rectificó el profesor—, a lo que la mujer respondió con un esbozo de sonrisa que pareció dibujarse en sus labios, animando al hombre a seguir en su empeño de entablar la conversación.
—¿Ud. lo conoció? —y nuevamente un molesto silencio pareció sepultar los intentos de dialogar. Al cabo de unos segundos que parecieron una eternidad, ella dijo no, pero sin dar muestras de interesarse en continuar el diálogo, volviendo a concentrarse en las noticias de la tele; tiempo que Juan Andrés, apremiado por el hambre que a esa hora de la mañana comenzaba a aguijonear su adolorido estómago, atacó con ganas el desayuno que el garzón había desplegado por la mesa, devorando de inmediato el crujiente pan tostado untado de manteca y mermelada como a él le gustaba. Ya eran pasadas las 11 de la mañana.
Luego de los primeros sorbos de jugo y de comenzar a saborear el café, concentró la mirada en la figura de la mujer. A pesar de estar sentada se notaba que era alta; tenía un bonito cuerpo de formas juveniles, aunque algo delgada; lucía una melena corta con una chasquilla tipo príncipe valiente que le cubría en parte la frente. Mientras estaba mirándola ella volteó la cabeza en su dirección, momento en que el flequillo cayó sobre el lado izquierdo de su cara, acto que inmediatamente trató de corregir, alisando el cabello por detrás de la oreja. Fue entonces que el profesor se fijó en sus hermosos ojos, azul claro como el mar, que le miraron desde la profundidad de sus cuencas en donde se encontraban engarzados. Segovia los admiró extasiado.
Concluido el refrigerio, permaneció un rato hojeando el periódico y de cuando en cuando, mirando al televisor y a la mujer que también bebía un café y fumaba un cigarrillo que había encendido. Mientras la contemplaba recordó que antes de las trece horas debía estar en la facultad para terminar algunos trámites administrativos y por la tarde almorzaría con algunos amigos a los cuales no veía hacía un tiempo. Al anochecer, probablemente hiciera algún recorrido por el centro de la ciudad; quería ver alguna obra de teatro o ir al cine; beber una copa y antes de irse a la cama, llamar a su hija para saber cómo estaban las cosas en su país. Miró el reloj y luego al garzón; pidió la cuenta; canceló el importe y enseguida se levantó de la silla y se dispuso a encaminar sus pasos hacia la salida. Se iba a retirar algo frustrado por no haber conseguido hablar más con la mujer, cuando esta volteó la cabeza y le habló.
—Perdón por no haberle respondido, estoy confundida. ¡Quelle déception!
Segovia no supo que decir; el apuro por abandonar el local y la sorpresa que le produjeron las palabras de la mujer —extraña mezcla francófona— nublaron momentáneamente su mente. Por supuesto que había deseado que ella le respondiera, pero perdió la esperanza que así ocurriese, después de experimentar la pasividad y el desinterés de la mujer por entablar diálogo, entendiendo que ella no tenía ninguna razón para enrielarse en una conversa con un desconocido, que incluso podría terminar en una relación no deseada y que la llevó a perder en un instante la intención de proseguir en su empeño por seguir hablando de aquel tema, que la prensa y algunos medios recordaban, que en verdad le era totalmente antipático.
Levantando su mano izquierda en un ademán de despreocupación, el hombre se despidió de la mujer con la duda de saber el porqué de la confusión y desilusión que le habían provocado las noticias, al tiempo que le respondió que no se preocupara.
¿Acaso ella había conocido al tipo aquel; habría tenido alguna relación que quería olvidar; era algún pariente que no veía hacía mucho tiempo o sencillamente la farándula porteña le pateaba? Desde la distancia la mujer le sonrió achinando sus bellos ojos claros, semejando un gesto de despido.
—Adiós, encantado —terminó diciendo el profesor, mientras respondía a la mirada que le dirigió la mujer desde el sitio en donde se encontraba. La verdad es que le hubiese gustado quedarse más tiempo para intimar con ella, pero tenía que ir a la Facultad. En todo caso el recuerdo de la noticia de la muerte de Marcelo Contesse, que al parecer todo Buenos Aires la seguía sintiendo muy profundamente, le había permitido ese día conocer a la mujer e iniciar un pequeño diálogo con ella.
Lamentando su mala suerte, Segovia abrió la puerta para retirarse del café, mas de repente se percató que en realidad no había conocido nada de ella, solo su simpático tono de voz que le pareció de un matiz no porteño. Volvió sobre sus pasos y con decisión miró hacia la mesa donde estaba y se presentó.
—Me llamo Juan Andrés Segovia, soy profesor y ahora debo ir a la facultad. ¡Hasta pronto!
La mujer le miró con simpatía y volvió a sonreírle, esta vez con más decisión; luego, levantando su mano derecha en son de despedida le dijo: “adieu”.
Esa noche, al regresar al hotel después de haber vivido un día muy ajetreado, Juan Andrés cogió su libro de notas y escribió algunos párrafos relacionados con lo que había vivido aquella jornada.
“Junio 27
Hace dos días que estoy en Buenos Aires y he vivido una experiencia maravillosa. En un café del centro conocí a una chica muy guapa que me ha dejado extremadamente inquieto. Quisiera tener la oportunidad de volverla a ver, pero sé que es una posibilidad muy remota. Mañana regresaré allí; si ella es una clienta habitual, es posible que la vuelva a encontrar.”
Luego, se tiró sobre la cama dispuesto a conciliar el sueño lo más pronto posible; se sentía agotado y ganoso de dormirse, por lo que intentó olvidarse de hacer el repaso habitual de los hechos ocurridos durante el día, como era su costumbre, pero no lo logró; la fuerza del hábito lo mantuvo despierto varias horas, recordando lo vivido en sus más mínimos detalles y en particular lo acontecido mientras desayunaba esa mañana en el café.
La figura de la hermosa mujer le acompañó mientras repasaba en retrospectiva el episodio y con más tranquilidad pudo traer a su mente algunos pasajes y situaciones que durante el encuentro le llamaron la atención. Fue así que recordó su acento y la manera de hablar. Por supuesto que no era argentina, fue lo primero que Segovia pensó; no hablaba como los porteños y más parecía europea. ¿Acaso era francesa? A continuación se detuvo en recordar el malestar que le produjeron las noticias que sobre el muerto difundían entonces por el canal y no supo explicarse la confusión y la desilusión que sintió la mujer, como lo confesó. No entendió que relación le unía al controvertido hombre al que supuso nadie criticaba antes de morir y que estaba en boca de todos y del que mientras más se recordaban sus andanzas, nuevas facetas de su personalidad aparecían. La opinión de la chica le pareció muy personal y le dejó una gran inquietud. Era evidente que la mujer lo había impactado más de la cuenta y era de su mayor interés conseguir su amistad, pero ¿qué tenía que ver ella con el personaje?
Durante un largo rato se sintió confundido, pensando en la reacción de la mujer y embelesado con su recuerdo, sintiendo en su interior un extraño estremecimiento. Como aún no tenía nada planificado para hacer durante el fin de semana que se avecinaba, excepto preparar algunos materiales para las clases que debía impartir; llamar a su hija y por supuesto salir a recorrer la ciudad, se propuso pasar por el café al día siguiente para ver si volvía a encontrarse con la atrayente mujer. Si la suerte le acompañaba, posiblemente se cruzaría de nuevo con ella y con ese pensamiento se dispuso a dormir, vencido por el sueño.
RESUMEN
Juan Andrés Segovia es un profesor mayor de edad, que durante algunos años ha dado clases de Historia Marítima en una Universidad de Buenos Aires. Está casado, tiene una hija y a pesar de vivir con su esposa, el matrimonio está quebrado. Angélica su esposa morirá muy pronto.
Por cosas del destino -Juan cree en eso- un año conoce a Margueritte du Maurier en el café Parissien de la 9 de Julio, en Buenos Aires. Ella es una chica que va estudiar a esa Universidad. Es francesa, carga con un quiebre sentimental y ha decidido vivir en otro país y estudiar.
Allí comienza una relación que les llevará a convivir por dos años, hasta que ella se recibe y regresa a casa de sus padres. La separación abrirá un nuevo escenario, incierto y que se definirá con un final impactante.
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