El café de su piel
Edward Cazbich
El señor Cazbich miraba meditabundo, con los ojos obnubilados por el sueño, las burbujas de leche que se formaban en la cima de su bebida caliente. Aspiró el humo y dejó que sus pulmones, rehenes de una coraza inquebrantable, se inflaran con el aroma a café. Apretó el huesito de su nariz con su dedo índice y pulgar para espabilarse. Llevó, casi a tientas, el primer sorbo a su boca. El café le quemó la lengua, y sólo eso lo hizo despertar, quizás porque la noche anterior apenas y había pegado el ojo, o quizás era el hecho de que se sentía un hombre sucio. Un hombre que le quitó la piel a un lobo para usarla como propia y amedrentar a las ovejas. Otro esclavo de la sociedad.
Se sobó los nudillos con ansiedad, sus zapatos lustrosos tamborileaban en el piso de madera del Café Bills, sitio perteneciente al padre del mejor amigo de su hijo. El señor Cazbich se esforzó por consolidar una relación estrecha con aquel hombre, dueño del café, pero su manera huraña de hablar, sus gestos toscos y esa forma de expresarse acerca de los negros, le causaban cierto resquemor, como un volcán en su estómago que estallaba quemándole la garganta.
El señor Cazbich respiró hondamente y dio otro sorbo a su café, esperó que esta vez le quemara tanto que lo hiciera sufrir, en su mente era todo lo que alguien como él merecía: sufrimiento. Se daba asco, se despreciaba a tal grado de querer arrebatarse la vida, no obstante, su esposa, Marie Cazbich, le había frustrado el suicidio.
—Déjame, mujer, no merezco vivir, soy débil y cobarde—le espetó cuando la menuda mujer le quitó el arma con la mirada de un ciervo asustado.
—¡Edward!—exclamó Marie—¡No tuviste opción!
El hombre se negaba a deshacerse de la culpa. Era otro más. Otro patrón aliado del diablo. Clavó su puño en la mesa con tal brío que la tacita de café tembló y un poco del mismo se derramó, quemando la mano de Edward. Pensó en que le dolía, le ardía, era una sensación punzante, entonces caviló en el infierno que vivían los hombres y mujeres de color, tal vez no los quemaban (no tanto, al menos), pero los azotaban, y el señor Cazbich había tenido la desdicha de ser azotado, años atrás, y recordaba que el látigo acariciaba la piel tal como lo haría una daga osada. Finalmente se dispuso a ponerse de pie, dejó el pago junto a la tacita, no sintió la necesidad de despedirse, simplemente echó a andar por el sendero que trazaba su bochorno.
Llegó a la calle principal de TownState después de una hora de caminata bajo el sol. No quiso usar su vehículo, prefería ir a pie, pues así tendría la oportunidad de excusarse ante la criatura durante 60 minutos cuando fueran de vuelta a su granja, donde Marie y sus hijos lo esperarían con una sonrisa que en vez de aliviar su dolor lo engrandecía. Se recargó en un pilar de madera que sostenía una vieja tienda de recuerdos del pueblo que anhelaba convertirse en ciudad.
A lo lejos vislumbró una polvareda que se elevaba gracias al trotar de los caballos, sobre ellos iban montados hombres ruines y codiciosos, andaban despacio, pues la mercancía como ellos los llamaban, no podían seguir su paso, aunque rara vez les importaba. El señor Cazbich se fue viendo rodeado de más y más hombres de siluetas robustas y barbas rubias con amagos cenicientos. Todos ellos eran malvados, tan responsables de la desgracia ajena como los que montaban aquellos sementales.
Minutos más tarde Edward se vio paralizado frente a un par de ojos negros, pero tan brillantes que el sol se veía incluso opacado por los mismos. Deslizó su mirada por el rostro curtido del muchacho, sus labios gruesos, su nariz ancha, sus brazos fuertes y firmes y su torso herido por tratos anteriores.
—Buenos días—el señor Cazbich se quitó el sombrero con el que se cubría de los rayos solares—.Mi nombre es Edward Cazbich—se presentó.
El joven lo miró con repugnancia, entonces Edward lo reconoció como a un igual, él también se resultaba repugnante. Suspiró y tomó por el hombro al muchacho de piel bruna para encaminarlo a la granja, éste se zafó de mala gana, como un animal lastimado que deseaba lamerse las heridas solo. Cargar con su pesar solo. Cazbich asintió y reunió toda su paciencia, caminó con lentitud, y le exaltó los nervios escuchar como los grilletes del joven se arrastraban. Fue así como la familia Cazbich compró a su primer esclavo.
Marie Cazbich
La mujer llevaba alrededor de dos horas tejiendo en la banquita que descansaba frente a las escaleras de su porche. Miraba con insistencia el camino, su ansiedad era tanta que incluso al pincharse los dedos sentía cierta satisfacción, encontró alivio de poder concentrarse en otra cosa que no fuera el nuevo integrante de la granja.
Hacia dos semanas, la asociación de vecinos les habían hecho una visita a ella y su marido, Edward. Los jefes de otras granjas charlaron con el padre de familia, mientras que ella, inquieta, presa de una sensación de desasosiego, aguardaba con las mujeres de aquellos hombres entrometidos.
—Calma, Marie—los dedos calinosos de Erika, su compañera de los jueves de té, apretaron suavemente su mano, que ansiosa rasgaba el sillón de la sala.
—¿Por qué han venido?—susurró a modo de pregunta.
Erika se mordió los labios y se recogió el cabello castaño claro detrás de la oreja. Sus ojos azules destilaban veneno, envidia, o al menos esos supo reconocer Marie en aquel destello avieso que surcó su mirada. Apartó su mano, deshaciéndose de los dedos, que en ese momento se asemejaron más a las garras de un felino jugando con su alimento.
Marie no obtuvo respuesta alguna de Erika, así que se volvió a las otras tres mujeres, quienes, acostumbradas a ser las segundas al mando, se sumergieron en una conversación trivial sobre la fiesta que ofrecía el pueblo cada fin de año. Marie se desanimó tan pronto las escuchó hablar, sabía que ellas no darían fin a su sufrimiento.
El tiempo avanzó con lentitud. Las mujeres cayeron en un sueño profundo del que tuvieron que despertar abruptamente cuando sus respectivos maridos las zarandearon avisando que la hora de marcharse había llegado. Marie fue la primera en ponerse en pie, incluso ayudó a las demás a desperezarse con mayor celeridad, casi las empujó para que cruzaran el umbral llamado puerta que dividía su morada del mundo cruel del exterior. Una vez se encontraron solos los Cazbich, Marie inspiró aire hondamente y comenzó a llorar de rabia. Le irritaba el tener que recibir con decoro a un montón de arpías que no hacían más que sisear y reptar para conseguir información que llevara a los demás a la ruina.
—¿Qué te han dicho?—cuestionó con las mejillas coloradas de enojo.
Edward, que estaba recargado en la pared de la cocina, tomó asiento en las sillas acolchonadas, pegó la frente a la mesa lisa y después de meditar unos segundos, encaró a su mujer.
—Se han enterado de la falta de trabajadores negros—respondió.
Marie relajó los hombros y mudó la expresión de fiera a una mucho más suave. Se acercó a su marido y masajeó su cuello tensó.
—¿Y qué procede?
El señor Cazbich negó con la cabeza y como lo haría catorce días después en el café, azotó su puño contra la mesa.
—Tendremos que comprar a un puñado de hombres.
Marie permaneció en silencio, nadie mejor que ella sabía lo que eso significaba para su marido. Privar de su libertad a otro ser humano era para él el peor pecado.
—¿Qué pasa si no lo hacemos?—tomó asiento junto a su esposo.
—Nos van a quitar la granja, creen que vamos en contra de las leyes de nuestro pueblo.
—¡Pero si es decisión propia!—exclamó la mujer—Nosotros somos libres de decidir si queremos o no a un esclavo.
Edward llevó con violencia su mano a los labios de su esposa para acallarla.
—Aquí no habrá esclavos—negó con la cabeza y sus ojos avellanados se incendiaron—,recibirán un pago.
—Ed…eso es ilegal.
El hombre no le dio oportunidad a su mujer de protestar, recorrió la silla hacia atrás y tras levantarse se marchó a su habitación, recorriendo un pasillo en penumbras.
Abiodun
No había un nombre que le quedara mejor, Abiodun hacía referencia a un ser nacido en tiempo de guerra. Su madre no estaba de acuerdo, por eso lo llamaba Abi, trataba de olvidar de esa forma el camino trazado con sangre y sudor que tal vez su hijo tendría que recorrer. En cambio, su padre siempre lo llamaba Abiodun con un estruendoso tono de voz que le recordaba al muchacho que su vida estaba marcada por la desgracia y que tarde o temprano se enfrentaría a un mundo asesino.
De niño, Abiodun se recostaba en su catre y apreciaba en silencio, por los múltiples orificios del techo de su hogar en África, las estrellas que titilaban ajenas a la diferencia de color en la piel.
—Las estrellas brillan para los blancos y para los negros de la misma forma—decía su madre—,tanto tú como ellos merecen admirar su belleza.
Abiodun asentía sin comprender del todo lo que su madre decía, no sería hasta cinco años después que caería en cuenta de que su progenitora hacia referencia a la igualdad.
Cuando Abiodun cumplió 18 años fue reclutado por hombres perversos, poseían su mismo tono de piel, el mismo grosor en los labios y los mismos ojos negros azabache, pero eso no importó, su propia raza lo entregó, lo vendió. Él se negaba a verlo así, prefería decir que fue voluntad propia. Estoy aquí porque he salvado a mi familia, decía siempre que era vendido a un nuevo hombre fantasma, como los llamaba él, por su tono de piel lívido. Así que esa fue la primera oración que pronunció de camino a la granja en TownState. El señor Cazbich, su nuevo gran enemigo, lo miró largo rato y después asintió con una sonrisilla que el esclavo no supo interpretar.
—Así que tendré un héroe en mi granja—pronunció el hombre con una carcajada vivaz.
Abiodun tomó su carcajada como una ofensa, una burla, no obstante, en vez de bajar la cabeza y mirar las puntas de sus pies como le habían enseñado, repitió su oración.
—Estoy aquí porque he salvado a mi familia—esta vez entonó sus palabras con mucho más aplomo.
Edward se quedó de piedra y sin saber que responder, sólo asintió y apretó el paso. Lo que su nuevo amo no comprendía, era que Abiodun necesitaba pronunciar aquella oración en voz alta como si fuera una plegaría, un rezo que suspiraba su corazón, y que le daba cierta tranquilidad. Sólo así podía dormir de noche, sólo así podía detener aquel pensamiento cáustico que prendía en llamas su interior: eres un esclavo.
A lo lejos vislumbraron la granja pintada con tonos claros, Abiodun la reconoció como su nueva prisión, su nuevo sitio de castigos y labores forzadas. Tensó los músculos y se mordió la lengua para no renegar, no quería otra paliza de aquellas que lo dejaban jadeante en la tierra que se convertía en lodo con su propia sangre.
Estoy aquí porque he salvado a mi familia, musitó en voz baja.
Sinopsis
La novela Pájaro de mar se desarrolla en la zona Sur de Estados Unidos alrededor del año de 1845 a 1860, cuando la compra y venta de hombres y mujeres negros alcanzó su apogeo. La historia sigue las vidas de los integrantes de la familia Cazbich y de Abiodun (el nuevo esclavo de la granja) y cuenta las vivencias de cada uno y cómo fue que atravesaron su nueva situación (comprar un esclavo y ser un esclavo respectivamente)
La historia es narrada desde las diferentes perspectivas de los personajes, conociendo así sus más íntimos pensamientos y siendo capaces de conocer su vida de antaño gracias a su evocaciones. Así el lector se irá abriendo paso en el abismo interior de cada uno de los habitantes de la granja y de su día a día.
Edward Cazbich es un hombre que desprecia el racismo y teme convertirse en una oveja más de la sociedad, por lo que se rehusa a comprar un esclavo negro, es así hasta que la sociedad de vecinos acaba con su tranquilidad amenazándolo con quitarle la granja. Marie Cazbich, esposa de Edward Cazbich, es una mujer tozuda que se altera fácilmente cuando no posee el control de las situaciones, y hará lo que sea necesario para mantener a su familia a salvo, no importa lo que tenga que hacer, incluso si tuviese que convertirse en la mujer más odiada por la sociedad negra, lo haría. Michal y John Cazbich son los cuates cuyos pensamientos en torno a la esclavitud distan de semejanza: Michael, está en contra y tratará de defender a la población de color a como de lugar, mientras que John, los considera ratas inmundas que merecen todo el sufrimiento posible, por lo que Abiodun tendrá que cuidarse de él.
Y finalmente Abiodun, el nuevo y primer esclavo de la granja de los Cazbich, es un joven fuerte físicamente y lleno de dudas en su interior. Considera al mundo un lugar ajeno, cruel con los bondadosos, y bondadoso con los crueles. Sin embargo, no es un hombre fácil de roer. Su único objetivo es ser un hombre libre y volver con su familia por la que se ha sacrificado desde un principio.
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