LA MEMORIA DE LA ARENA

LA MEMORIA DE LA ARENA

Julia Chaktoura

20/03/2018

LA MEMORIA DE LA ARENA

Raimundo Franco de Torres despertó sudoroso y agitado. La cornada que en el sueño atravesara su pecho le escocía como hierro candente. De un salto estuvo plantado en medio del dormitorio y encendió la luz para mirar debajo de la chaqueta de su pijama. El espejo le devolvió, como siempre, un torso moreno y lampiño.

—¡Que no es posible! —dijo apretando los dientes— ¡Que algo se trae el diablo!

Se vistió y salió a caminar por el paseo costanero. Quiso desnudar sus pies. La arena parecía esperarlo, acogedora. Tumbado cerca de la orilla, entregó sus poros al salitre de ese mar rumoroso que lo acunaba desde hacía casi treinta años.

*******

—¡Pues, mira Paco, que ya no soporto más todo esto!

—Piénsatelo con calma, Raimundo. ¿Cómo vas a largar así el trabajo, nada más que por un tonto sueño?

—¡Es que esto ya no es sólo un sueño! Son pesadillas recurrentes, siempre iguales, siempre el mismo ruedo, la misma puerta de los toriles, el mismo rugido de la multitud que me urge desde el graderío, y el mismo toro bravo, de capa negra, feroz, que resopla por los ollares el aliento de la muerte… y siempre ese despertar horrible, con la cornada que me atraviesa, caliente… caliente…

Los hermanos se miran en silencio. La angustia de Raimundo los envuelve con su alegato final y Paco descubre la determinación en las pupilas que lo enfrentan.

—¡Vale! —dice por fin—. ¡Anda, antes de que me arrepienta! Pero tenme al tanto de lo que ocurra.

Raimundo toma a su hermano mayor por los hombros y lo mira hondamente. Ese único gesto de gratitud que se permite, es bastante para ambos.

—Llega la época quieta en la finca —dice—, los frutales no notarán mi ausencia.

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De sur a norte cruzó Raimundo la carretera de Andalucía que lo llevaba a Madrid. El autobús tragaba kilómetros como si supiera de la ansiedad que lo consumía.

La meseta castellana lo sorprendió rondando los mismos pensamientos. ¿Por qué causa él, Raimundo Franco de Torres, nacido en la Costa del Sol, hijo y nieto de sevillanos dedicados al cultivo de frutales, tenía esas pesadillas que hacían bullir en sus venas sangre torera y treparle los muslos, como un orgasmo, la pasión del ruedo? Y todo aquello mezclado con esa cornada final que despertaba su angustia.

No más llegar a Madrid abordó un taxímetro que lo llevó, con exasperante lentitud, hasta la casa de apartamentos de su padrino, don Diego Velázquez. El edificio se levantaba en una calleja silenciosa a espaldas de la avenida Bravo Murillo. Pocos minutos le bastaron a Raimundo para entusiasmar al anciano con su búsqueda de respuestas.

—¡Pues, mira que te las traes! —le dijo don Diego restregándose las manos.

El regocijo que estalló en los ojos del viejo le quitó años de encima.

—¡Necesito saber, padrino! —lo urgió Raimundo— ¡Tengo que averiguar qué clase de brujería me han echado!

—¡Calla, mocito, que esto no es cosa de hechizos, sino de premoniciones! Algo de otras vidas. De antepasados lejanos.

Así diciendo, el anciano le arrebató un abrigo al perchero y salió como una tromba con Raimundo pegado a sus talones, quien se entregó al frenesí de don Diego, sin hesitar.

—¿A dónde vamos, padrino? —preguntó entre jadeos.

—A la biblioteca de La Remonta. ¡Sí señor! Allá vamos.

—¿Y a qué, si puede saberse?

—¡Pues, hombre, a buscar mataburros, que para sacar dudas y pesadillas se han hecho!

Raimundo no preguntó más. El anciano había tomado las riendas del asunto.

—¡Buenos días tenga usted, doña Pilar! —le dijo a la bibliotecaria, al entrar en el recinto. Raimundo olisqueó una atmósfera de papel rancio y de secreteos.

—Vamos a husmear un poquillo, si usted no se opone —continuó el viejo.

—¡Qué va! Disponga como mejor le plazca, don Diego. ¡Si la mitad de estos libros los ha donado usted! —rió la mujer.

Raimundo siguió a su padrino entre las estanterías atajando los tomos que extraía de aquí y de allá. La emoción hacía temblar los anteojos del viejo ante cada descubrimiento.

—A ver… a ver… —murmuró por fin acomodándose frente a una mesa de lectura.

Desparramó el material elegido para releer los títulos y curiosear en los tratados sobre iconografía taurina, láminas y grabados de Goya y de Antonio Carnicero.

Quince días llevaban leyendo, dando vuelta páginas amarillentas y revolviendo anaqueles, cuando Raimundo se petrificó en su asiento. Hojeaba el facsímil de un manuscrito de 1750, del investigador suizo Emmanuel Wits, que se suponía era la más antigua referencia a los combates de toros en España, cuando se presentó, frente a su mirada, la reproducción de sus pesadillas. Un deja vu lo recorrió entero. Una tras otra fue pasando las veintiséis aguatintas del siglo XVIII. Y entre todos los dibujos, uno.

—¡Virgen de la Macarena! —casi gritó haciendo brincar al anciano—. ¡Este es el sueño y este es el ruedo!

Don Diego le arrebató el manuscrito y leyó con ansias los epígrafes donde se describía la insólita valentía de Raimundo Franco de Torres, al que apodaban “El Indio”, por su origen americano, quien por ese entonces no sólo toreaba, sino que ensogaba, ensillaba y hasta montaba a cuanto toro le ofrecían, a cambio de mil reales.

—¡Vaya, vaya! —murmuró el padrino tironeándose el labio—, esto merece una cuidadosa investigación en tu genealogía. Necesito una buena taza de café para abrir mi cabeza, porque estas novedades me han despertado la pasión por las andanzas.

Media hora después, sentados a una mesa del «Café Comercial», el vapor que salía de la taza nubló los anteojos de don Diego tras cada sorbo. A través de las cristaleras veían la calle donde los transeúntes apuraban el paso ante un inminente chubasco.

El camarero, que conocía por el nombre a la mayoría de los clientes, se acercó con un platillo con croissant recién horneadas.

A esa hora de la mañana, pocas personas ocupaban el lugar. Cerca de una columna con basamento de mármol, un hombre leía el periódico y cada tanto movía la cabeza con gesto de aprobación.

Afuera, el otoño comenzaba a mostrar sus dones. Adentro, el aroma del café reconfortaba la incertidumbre y predisponía los ánimos para la aventura.

—Mañana partimos hacia Fuengirola —anunció el padrino.

**********

FUENGIROLA

El viaje de regreso a su casa pareció estirarse al doble. Junto a él, con su aspecto de duende bonachón, don Diego meditaba sobre las premoniciones de su ahijado. Raimundo reclinó el asiento y se obligó a bajar los párpados en busca de reposo. El suave ronroneo del bus acunó su ansiedad y le hizo caer en una inquieta duermevela.

La figura de un hombre moreno entró en la escena de sus sueños. Iba montado en un caballo que conservaba en sus venas la pureza de la raza oriental, hijo del fuego, con su frontil airoso de burato de colores, su atacola encarnado y en lugar de la silla cortesana o del alto albardón de Jerez llevaba un sencillo recado americano de piel de oveja. Sobresaltaba el contraste de la rústica montura con el rico enjahezado y las demás galas. Junto al pescuezo un rejón corto y grueso se balanceaba a cada paso del animal. En la grupa iba sentada una mujer de mirada ardiente y pelo renegrido. El jinete miró de frente, directo al centro del sueño y movió la boca en silencioso mensaje. Raimundo se agitó en el asiento, pero no podía ni quería esquivar esa mirada. Finalmente, la aparición volvió grupas, clavó las nazarenas en los ijares y se alejó galopando por una llanura interminable, en la que el pasto virgen ondeaba al viento como un océano verde.

El sueño se apagó como un cirio y Raimundo regresó a su vida. Abrió los ojos. La penumbra del anochecer se había tragado al paisaje. A través del vidrio de la ventanilla los pueblecitos blancos que lo habían despedido tiempo atrás, le daban la bienvenida con el flamear de sus gallardetes.

—Estoy llegando a casa —murmuró reconfortado.

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—Has regresado pronto —dijo el hermano, que los esperaba en la estación de ómnibus—. Y de paso has logrado sacar de Madrid a este viejo mañoso.

Los tres hombres rieron con ganas.

—¡Hace tiempo que no nos visita, tío. Nuestros padres van a morir de gusto cuando lo vean.

—Más pronto han de morir cuando sepan qué demonios me traen —dijo el hombre con un guiño.

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VIRREINATO DEL RÍO DE LA PLATA

SANTA MARÍA DE LOS BUENOS AIRES

1750 – AÑO DEL SEÑOR

Raimundo Franco de Torres era un hombre silencioso. A pesar de su parquedad, denotaba una cultura poco frecuente en la gente de campo. Había nacido en 1730 en Buenos Aires. Mestizo de india y criollo, con la bullente sangre pampa trasegándole las arterias, había aprendido a montar en pelo, enlazar, manear y bolear el ganado, adquiriendo con los años una destreza inusual. Criado en la estancia aristocrática de un hacendado descendiente de españoles, de quien resultó ser el hijo a medias reconocido, fue instruido por la familia de su madre en las destrezas aborígenes. Y tal como estilaban algunos grandes señores de la época, que tomaban para sí a niños engendrados fuera del matrimonio y les daban categoría de “criados”, le habían puesto por medio del bautismo el apellido de su padre.

Cuando corría el año 1740, el pequeño Raimundo era un vigoroso muchachito de diez años que iba y venía de la casa al carruaje llevando bultos y maletas para el treslado de los amos hacia la finca veraniega. De todos los viajes que había realizado, ése en particular, lo marcaría hondamente.

—Madre, ¿qué te ocurre?

La india abrió los ojos y su mirada lo asustó. Iban viajando en una galera tirada por varios caballos junto al mayordomo y otras dos sirvientas. La mujer se iba en sudores y en náuseas. Sin embargo, apoyando un dedo sobre sus labios, le hizo señas de que no preguntara. Raimundo tuvo que esperar hasta dos noches después, ya instalados en la habitación que les estaba destinada, para que su madre le confesara su próximo parto.

—¿Don Félix te mandó a tener otro hijo?

—Él manda en estos asuntos.

—¿También te mandó tenerme a mí?

—Sí. Por eso te ha puesto su apellido.

Raimundo descifraba a medias las implicancias de esa conversación, pero algo le decía que era un asunto muy importante. Con los años, comprendería. Pero esa noche, en su pensamiento sólo tuvo cabida la tristeza y la soledad al verse despojado del amor de su madre, quien no logró parir a esa criatura que quedó encerrada en el vientre materno para siempre.

Durante varios días vagó por los prados y se sentó junto a las aguadas para asimilar su duelo y encontrar su nuevo lugar en el grupo social que lo cobijaba. Don Félix decidiría su suerte. Así tendría que ser. Su madre se lo había sugerido.

En la biblioteca de la casa paterna, donde continuó viviendo luego de su orfandad, Raimundo tuvo acceso a obras de especial valor y supo aprovecharlas en su justa medida. También estaba atento a las conversaciones que escuchaba, escondido entre el cortinaje, durante las tertulias que se realizaban en la finca veraniega a la que concurrían notables visitantes, en su mayoría llegados con novedades de la Madre Patria. Le entusiasmaban en especial los relatos sobre los festejos taurinos que en 1746 se habían realizado para la coronación de Fernando VI. Para ese entonces, ya se percibía un cierto tufillo decadente en las corridas Reales. Raimundo supo visualizar el tímido asomar de las lidias a pie firme con que el pueblo se apropiaba de ese arte.

Sin darse cuenta, dejó atrás la niñez y también la juventud. Un joven fuerte y rudo, acostumbrado a arreglárselas solo en cualquier situación, fue el resultado de su crianza solitaria. Y la decisión de partir hacia el Viejo Mundo para probar suerte, le llegó de la mano de un hecho trágico. Estando de trámites en el Puerto de Buenos Aires, le llegó la noticia de que un malón había terminado con la vida de toda la familia y prendido fuego la hacienda.

Sentado sobre los tablones carcomidos del muelle, con los pies balanceándose cerca del agua color de león del Río de la Plata, elaboró su segundo duelo importante como pudo, miró el horizonte que lo conectaba con un futuro posible y decidió su suerte. Subir a un velero y conseguir trabajo a bordo fue todo uno. Era diestro en nudos, lazos y correajes. Era fuerte de brazos. A nadie dejaba en tierra. Nadie que llorara su ausencia. Nadie para extrañar.

Cuando zarparon, no miró hacia atrás ni una sola vez. Las lágrimas —si las hubo— rodaron por dentro.

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ESPAÑA

Seis meses de navegación bastaron para que no deseara volver a hacerlo en su vida. Era hombre de llanura, acostumbrado a pisar tierra firme, a oler la lluvia en los pastizales.

No viene a cuento dónde desembarcó, ni cuándo. Ni siquiera a él le importaban esos detalles. Sólo recordaría, años más tarde, el brillo espejado del Mediterráneo español cuando el ancla rajó la superficie del agua con su cuchillada de hierro. Sin embargo, tomó buena nota de los lugares por los que anduvo luego: de Huelva a Cádiz; de Córdoba a Jaén; de Granada a Almería; de Málaga a Sevilla. Cada pueblo, cada pequeño ruedo de provincia, había resultado ser un escenario perfecto para mostrar las habilidades adquiridas en el campo argentino arreando toros, domando potros salvajes, enlazando novillos ariscos. Era tan diestro en el manejo del lazo, que inventó nuevas formas de torear, cada vez más arriesgadas, que hacían aplaudir rabiosamente al público. Y fue en Sevilla, precisamente, donde vio la oportunidad de hacer algo grande, aquello con lo que había soñado en su infancia, escondido entre unos cortinajes que ya no existían más que en su memoria.

Caminó por la orilla del Guadalquivir esquivando cajones, redes y corrillos de marineros de lengua áspera y ropas salitrosas. Divisó a mano izquierda el edificio ligeramente oval frente a cuyas arcadas se apiñaba una abigarrada multitud. En las paredes habían fijado carteles que anunciaban los lances.

Esa era la oportunidad que Raimundo estaba buscando. Entró en la plaza de toros sevillana con su magro equipaje a cuestas y se presentó ante el Corregidor en solicitud de permiso para lidiar a su estilo.

—¿Y cómo debo anunciarlo? —quiso saber el Corregidor.

—Me dicen “El Indio” —respondió ante la sorpresa de su interlocutor.

Ese nombre llegaba precedido de una considerable fama. De plaza en plaza volaba el comentario de sus hazañas. El funcionario entrecerró los ojos para observar mejor al recién llegado. Era un hombre delgado pero fibroso como un árbol, de unos veinticinco años, o poco más.

—¿Y qué precio tienen sus habilidades? —volvió a interrogarlo, intuyendo que podía estar frente a un estupendo negocio.

—Mil reales por corrida.

Fue breve el cabildeo del Corregidor para cerrar trato. A ambos convenía el precio.

—Deben ser realmente buenas sus suertes para pretender tanto dinero. Lo pondré en cartel para el próximo mes.

Se despidieron. Raimundo subió a lo alto de la gradería para observar el movimiento de la plaza. La gente ya ocupaba el graderío o los palcos según le correspondiera a su dignidad. Desde su ubicación, observó al pie de las gradas, a un gitanillo que con su vihuela atada al hombro con cintas laboreadas, cantaba un estilo romancesco. Al mismo tiempo que ponía oído a la historia que prometía ser interesante, sus ojos no perdían detalle de los preparativos de la corrida. El palco del Corregidor se encontraba enfrente de las puertas por las que debían salir los toros y estaba adornado en su parte superior con el escudo de Sevilla.

Un revoleo de faldas allá abajo atrajo su mirada y lo dejó pasmado. El corazón pulsando en las sienes y en la entrepierna. Era una joven de no más de veinte años, quien blandiendo una escudilla pedía monedas a los presentes a cambio del entretenimiento del cantor. Era tal la gracia de su talle rodeado por un caderín de caireles, tan ondulantes sus movimientos que Raimundo no podía quitarle la mirada de encima. Los ojos de la muchacha, negros a más no poder, registraron de inmediato su arrobo y la ocasión de hacer un dinero extra.

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SINOPSIS

El personaje del Indio y sus virtudes taurísticas son reales. Su historia ha sido rescatada del libro Combat de Taureaux en Espagne, editado por la Comunidad de Madrid, Consejería de Cooperación, en 1993, con la investigación realizada por Emmanuel Witz en 1750.

La novela toma a ese interesante personaje para rescatar la idea de que el ADN transmite características especiales a sus descendientes. Las premoniciones y la interpretación de los sueños son el componente necesario para descubrir el camino hacia las raíces más profundas del protagonista.

Los capítulos que abordan los acontecimientos del Virreynato del Río de la Plata en el siglo 16, también tiene componentes reales: históricos, geográficos, políticos y sociales, pero la historia de los personajes es absolutamente ficcional.

El desarrollo continuará descubriendo los lazos parentales que llegan hasta el protagonista actual y se develará el misterio del porqué de ese mensaje que se le impone mediante una recurrente pesadilla.

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