. I

El Hormigón apareció justo la noche siguiente al día en que se escapó la tía Adelina.

Lía, aún en camisón, se sorprendió al encontrar a sus padres y los tíos Marcos y Juana, hablando en susurros y manoteando sin parar en corrillo con la abuela mamá María ante la puerta de entrada. Se alarmó cuando, al verla, callaron en seco y se asustó del todo al notar la silueta agazapada en el comedor de la tata Josefa en actitud expectante.

Hasta ese momento la tía Adelina, joven y soltera por voluntad propia, había vivido siempre con la abuela y sentía por la niña auténtica pasión, exteriorizada de forma exagerada en los largos periodos que pasaba en la casa.

Lía, que solo tenía ocho años, se paró en mitad del largo corredor -uno de los cuatro que rodeaban el patio, interior y enorme, plagado de macetas, al cual daban grandes ventanales- recién salida del cuarto de su tía sin explicarse que ya se hubiese levantado. Se encaró con su familia y preguntó:

—¿Qué pasa?… ¿Dónde está la tita?…

Los mayores se miraron, todos se dieron cuenta de que aún no habían pensado qué decir a la niña. La verdad era imposible. ¿Cómo explicar la nota que había dejado Adelina?… Fue Aurora, madre de Lía, quien contestó.

—¡Hola cariño! Buenos días. Ven aquí y dame un beso. Al instante añadió —: ¿Te importaría ir a la cocina y dar recado de que nos sirvan el desayuno?… Anda, ve, te esperamos en la mesa.

Lía obedeció, se adentró en aquel cuarto oscuro, sin ventanas, cuya única función consistía en dar paso a las dependencias de servicio, empezando por la cocina dónde se afanaban dos jóvenes que venían cada día como externas. Todos pudieron oír el grito continuado que, según su costumbre, lanzaba siempre que pasaba por aquella habitación para espantar sus fantasmas de niña.

Cuando volvió al comedor notó un silencio anormal. Se puso nerviosa y no supo qué hacer con las miradas de todos encima de su persona. Al fin, con palabras acarameladas la instaron a sentarse; eso ya, aún sin saber la causa, le produjo malestar y un mosqueo considerable.

Empezó su madre—: Lía, la tita ha tenido que salir de viaje.

¿Por qué?. —preguntó— .

—Es solo que ha ido a tomar las aguas al balneario de Alhama. —contestó la abuela—. No se encontraba muy bien últimamente.

—Nadie se va sin despedirse. —remachó Lía—.

—Salió muy temprano…. Ya sabes.

—Eso fue para no entristecerte. ¿A que anoche te dio un beso muy fuerte?… —Continuó su madre—.

Ahí tuvo que callarse porque la tía siempre la estaba besuqueando.

Sin embargo no la convencieron del todo, el ambiente enrarecido contribuyó a ello y, además, no podía creer que no se hubiese hecho referencia alguna a tal viaje.

En realidad a Adelina, se le había quedado pequeño el marco social que la rodeaba y había decidido por fin llevar a cabo una fantasía que, a vueltas de ser pensada, había terminado por ser para ella una realidad. Dada su independencia económica y su edad, podía permitírselo.

Teniendo en cuenta que corría el año treinta y tres, Lía comprendería más tarde, cuando escandalizó a toda la ciudad con su asiduidad literaria al café Granada y la posterior tertulia, que Adelina fue una pionera de la liberación femenina en España por sus ideas extemporáneas y los hechos contundentes que protagonizó. El descubrimiento de esta similitud de ideas y la percepción de la fuerza juvenil de su tía, su lanzamiento temerario, sin pararse a pensar en lo que podía esperar a una joven de buena posición, que conocía las circunstancias políticas y sociales del momento solo por mínimas referencias ajenas en absoluto a su mundo doméstico, constituyó el revulsivo para la posterior investigación que inició en sus años juveniles con pretensiones tanto familiares como literarias.

Al examinar la nota, amarillenta ya, dejada por Adelina, se dió cuenta del gran vacío que había nacido dentro de ésta.

Se negaba a seguir el destino invariable de todas las mujeres de su tiempo. Explicaba el malestar que le producía ser centro de críticas y murmuraciones en torno al rechazo practicado con cada pretendiente que se le había acercado. Añadía que había contraído un fuerte complejo, aunque esto último no convenció a Lía en absoluto.

La carta terminaba dejando bien claro su deseo de vivir una vida diferente, imposible dentro de los cánones provincianos que le habría valido ser tachada de ligera de cascos en el mejor de los casos.

Cuando se marcharon sus hijos, la abuela María, dueña de una personalidad fuera de lo corriente y lista como pocas, se limitó a callar. No salió de su boca ni una lamentación, solo sus ojos expresivos brillaron un poco más mientras releía la carta para a continuación decir:

—¡Date prisa Lía! Arréglate, no quiero verte tan desaliñada.

La marcha de Adelina causó en Lía un terremoto interno y un vacío sorpresivo e intenso.

Doña María, a la hora de la siesta, pensando que la niña dormía, dio por fin salida a la tribulación y la ira que la oprimían, la misma que le había impedido almorzar, aunque hiciera gala de un disimuló magistral.

Agarró en silencio las cortinas del salón donde se había encerrado y dando un certero tirón las arrancó de cuajo de las anillas que las sostenían, luego se echó sobre el tieso sofá que formó parte de su ajuar de casada y, bocabajo, le dio de puñetazos hasta que desahogó toda la hiel que tenía guardada; después de esto ya pudo llorar tranquila.

La casa de la abuela era muy antigua y grande. Estaba llena de trampillas y recovecos, detrás del gran armario del dormitorio de matrimonio, situado al fondo del pasillo principal, había una alacena o hueco donde cabía una persona. Se podía acceder a ella retirando el mueble o bien metiéndose debajo del él si no se tenía mucho volumen. El escondite dio bromas memorables que se refirieron entre risas durante toda la vida.

Ante la puerta de entrada, enfrente del comedor y disimulado de forma conveniente, estaba el ventanuco que consistía en una trampilla que se abría sobre el portal de entrada al edificio y permitía observar a las personas que llamaban a la puerta. Del mismo modo, entre el dormitorio principal y el salón donde se desahogó Mamá María, la alacena mencionada tenía un panel que podía ser corrido. Allí escondida observó Lía la reacción de la abuela ante la huida de su única hija.

Aquella noche lloró en la enorme cuna arrimada a la cama de mamá María. Volvió a pedirle la mano como cuando era más pequeña. En el contacto notó lo mucho que tardó en dormirse, pero cuando aflojó la presión y quedó fláccida, aún seguía con los ojos como platos. Fue entonces que empezó a sentir miedo, se agarró fuerte a la abuela y escudriñó los rincones del dormitorio con detenimiento. En las sombras veía monstruos y se atrevió a permitir que el nombre que más temía tomara forma; ¡El Hormigón!…

Se suponía que el Hormigón vivía entre los trastos de una enorme y alargada habitación que se hallaba en el otro extremo del corredor que partía del dormitorio. Una vez que se asomó, pudo ver como el polvo flotaba al contraluz de las pocas rendijas que dejaban filtrar las persianas entre las separaciones de las cortinas. Estaba llena a rebosar de muebles tapados con sábanas blancas, baúles, cuadros oscuros en su pátina y armatostes de todo tipo; solo se aventuró a dar unos pocos pasos, enseguida oyó un ruido que parecía venir de la parte que no veía del cuarto, tras la esquina en forma de ele que éste hacía. Dio la vuelta azorada y arrancó a correr, pero no fue muy lejos porque topó con la abuela que estaba parada en la puerta.

Mientras cerraba con llave explicó que aquella habitación estaba prohibida, dado que allí tenía su refugio el Hormigón.

Desde ese momento procuraba no pasar delante del cuarto maldito.

La casa tenía vida propia en rincones y oscuridades que le hacían sentir cosquilleos en el estómago cuando se aproximaba a ellos, cosa que hacía a menudo para ponerse a prueba y gozar el escalofrío de una supuesta valentía similar a la de las heroínas de las historietas que solía leer.

El baño, en las dependencias de servicio, era apenas un cuchitril con una taza al fondo, tras una puerta en el rincón izquierdo de la gran habitación principal – destinada a tareas de limpieza y almacenamiento- a la que se accedía desde un ángulo de la cocina. El suelo estaba cubierto de losas de barro cocido cuidadosamente barnizadas. En la esquina contraria se situaba una pila de lavar, con su tabla, rodeada de barreños que se usaban no solo para la colada y los baños, sino también para hacer jabón; a ese efecto se guardaban los aceites espesos y ennegrecidos por el uso anterior.

Contenía, además, dos despensas, una de ellas en desuso, profunda, atiborrada de toda clase de cosas. Se suponía que también era usada por el Hormigón, puesto que lindaba por el fondo con la habitación proscrita.

Le había dado forma en su imaginación a ese ser terrible y misterioso. No se parecía en nada a una hormiga como pudiera pensarse, todo lo contrario, era un gallo deforme y grande con una cara despiadada en la que sobresalían los ojos redondos y crueles.

Con la vista asimilada a la oscuridad, después del largo rato que llevaba acechando los rincones pudo, al fin, divisarlo detrás del perchero que había junto a la puerta. Cerró los ojos de forma automática y dudó entre apretar más la mano de mamá María o soltarla para poder esconderla entre las sábanas. Era mucho más imponente de lo que había imaginado, Hasta podía oír la respiración ruidosa que surgía desde dónde estaba atrincherado.

Ya le dolían los ojos de apretarlos cuando le pudo la curiosidad y sobre todo el temor que sugería la idea de que podía acercarse en cualquier momento; los abrió y lo encontró justo encima de la cuna, asomándose muy serio por el barandal, mirándola a la cara. Soltó un grito, la abuela dio un respingo y a los pocos segundos había encendido la luz.

Mamá María, viendo su gesto, comprendió que estaba asustada y, como ella también se debatía entre pesadillas le dijo—: vente aquí conmigo Lía, las dos estaremos mucho mejor.

Con la luz llegó una tibieza nueva que arrastró todo vestigio del Hormigón.

Mamá María la abrazó y ambas se fueron adormeciendo con el apoyo de la otra.

La abuela no cambió para nada sus costumbres, se limitó a no hablar más de la tía Adelina.

Era muy madrugadora; a las seis de la mañana, cada día, se la podía encontrar en la iglesia de los Dominicos oyendo misa. Después volvía para tomar el desayuno y continuar el día eligiendo sus compras en el mercado. A pesar de tener quien se lo hiciera, nunca delegaba en nadie aquel menester, todo lo más se dejaba acompañar de una de las muchachas que venían por la mañana, para ayudarla con los paquetes.

Cuando la tía vivía en la casa y la cuna se situaba junto a su cama, ninguna de las dos prestaban atención a los trajines mañaneros de mamá María, las dos dormían todavía durante bastante tiempo, pero ahora, sola en el dormitorio, con el servicio perdido en una casa tan grande y, sobretodo, con la visita nocturna del Hormigón, la cosa variaba.

Se rebulló nerviosa cuando notó que se levantaba la abuela, sin embargo, el sueño le pudo y se limitó a dar media vuelta; no obstante, hay veces que no puedes alzar los párpados, que te dejas llevar adormecida hacia el vórtice de lo más profundo, mientras una alarma va creciendo en tu interior hasta que logra incorporarte a la lucidez total. Eso fue lo que le sucedió a Lía aquella mañana, la siguiente a la partida de la tía Adelina.

Se sentó de un salto sintiéndose del todo despejada y ¿qué vio?….. Sí, el Hormigón estaba de nuevo frente a ella.

Algo dentro se lo había avisado y actuó como lo que era, una niña de ocho años. Nadie la oiría así que cogió la almohada y la lanzó con fuerza sobre el enemigo. La sorpresa fue mayúscula cuando siguió su trayectoria hasta el suelo atravesando al Hormigón de parte a parte. Entonces se impuso la incredulidad y, queriendo oír una voz, aunque fuese la propia, preguntó:

—¿Eres el Hormigón?… La respuesta le llegó sin pasar por los oídos, pero la entendió con toda claridad.

—Tú me has bautizado con ese nombre.

Se quedó perpleja. —Yo no he bautizado a nadie. ¡Déjame en paz! Prometo no molestarte en tus escondites y añadió, acordándose de lo que siempre repetía la abuela, por favor.

—No tengo intención de dañarte ¿no te das cuenta de que solo soy un invento?….

—No es verdad, estoy hablando contigo. Además mi abuela también te conoce.

—Te equivocas, solo a ti debo la existencia.

—Si eso es así ¿por qué te empeñas en asustarme?

—Yo soy tal y como tú me piensas.

Se paró a considerarlo y, puesto que no tenía más opciones, se impuso a los temores y decidió mostrarse amigable con él.

A partir de ese momento comenzó a hablar sola, pero eso era solo a ojos de los demás, ella sabía muy bien con quien lo hacía aunque los otros no pudiesen verlo.

El Hormigón había pasado de ser la obsesión más profunda a un compañero permanente que más de una vez jugó con ella a las meriendas, sentado muy tieso, ante la mesa que improvisaba delante de una especie de vitrina que había en el comedor. Contenía en la parte superior, acristalada, una imagen de La Purísima; la inferior, como quedaba vacía, estaba cubierta de unas cortinillas. En los estantes de abajo estaban colocadas las muñecas, era como una casa con diferentes habitaciones; solo había que levantar las cortinas para jugar con ellas allí mismo.

Mamá María no se extrañaba de oírla hablar, suponía que era parte del juego, además, ella también hablaba sola cuando creía que no la oía nadie.

Fue así como la niña supo del escándalo que había supuesto la escapada de Adelina. También las muchachas del servicio cotilleaban haciendo cábalas entre lo que se decía en la calle y lo que callaba la señora.

La abuela se había quedado sola. Los padres de Lía le permitieron alargar la estancia a pesar de estar próximo el comienzo de curso. Se acordó que acudieran a casa de la abuela un profesor de cultura general y una profesora de música.

Se había montado un gran conflicto en su mente infantil. Más que saber intuía, pero más adelante se admiró de las capacidades ocultas en los niños que le permitieron tener una idea general muy acertada, con respecto a los sucesos que vivió.

Era como un relámpago que surgía de pronto haciéndole ver que algo no estaba como debía, que le empujaba a escuchar, a investigar, a preguntar y que la tornó en una persona observadora para siempre.

La vida continuó en apariencia como si nada hubiera pasado, pero solo a los ojos de los adultos porque Lía notó un cambio paulatino en la abuela, en los padres y hasta en las tatas Josefa y Paquita.

Las costumbres de la casa se radicalizaron; por una parte, mamá María se agarraba con desespero a sus hábitos. El mercado se convirtió para ella en una evasión obligada, redobló el esmero en sus compras y ya no dejaba que Josefa cocinase apenas. Cuando traía las vituallas se metía en la cocina y aviaba a diario comidas suntuosas, tan abundantes, que más parecían para un tropel de invitados que para ellas y las dos muchachas.

En ese tiempo no faltaban pestiños caseros, yemas, tartas, bizcochos y trufas. La abuela llegó a desplegar una variedad y un refinamiento tal que dejó boquiabiertas a Josefa y Paquita, pues si bien siempre había sido una gran cocinera, nunca como entonces hizo alarde de ello hasta ese límite. Después, como sobraba, tenía a las dos mujeres dando viajes a casa de sus hijos Gonzalo y Marcos: Que si un trozo de tarta de manzana, o tomates rellenos, o empanada o un abundante repertorio de pastas para el té.

Los que estaban encantados con el surtido diario eran sus dos hermanos, Jaime de cinco años y Santiago de tres.´

Por otra, quedaba a menudo absorta con la aguja en el aire y el bastidor olvidado sobre la falda. Cuando sucedía esto recurría a Lía, la llamaba y la envolvía con su charla creativa y amena, capaz de captar del todo la atención de la niña o bien se ponía a hablarle de lugares lejanos y curiosidades, a las que era muy aficionada, mientras le enseñaba geografía.

Doña María intercalaba anécdotas, casi todas reales y vividas por ella, explicadas con una gracia especial.

……..

SINOPSIS

Una abuela, poderosa terrateniente, que guarda un secreto.

Una joven original e independiente que emigra en busca de sus sueños.

Una niña curiosa que sufre el trauma de la ausencia de esta última y qué, en su juventud, decide ahondar y hallar a su tía perdida.

Un joven que ansía salir de la miseria y ve en “la señorita” el medio.

Una muchacha inexperta que acompaña a Adelina en su emigración…

Esta novela comienza en los años anteriores a la guerra civil española, en una Granada afectada por constantes revueltas provocadas por la gestión de la república y la caída del sector azucarero y continúa en diferentes escenarios físicos y políticos.

Lía irá descubriendo la naturaleza oculta de estos personajes y multitud de enredos relacionados con el pasado que su abuela esconde.

Estos seres dispares, en cuyas personalidades y vicisitudes se basa la novela, se separan, pero quizá vuelvan a encontrarse

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