Capítulo 1: El pasado de cerca y de lejos

Había una vez y ella caminaba, como si el otoño se mereciera tal agasajo de libertad. Llegaba la hora del «no importa» y salía con las botas en alto y el abrigo morado que compró por ahí. Tenía los boletos viejos atados a los bolsillos, la cámara, el libro y una canción de los 70’ resonando en sus oídos. Después, pasada las 6 de la tarde, venía el segundo de «dejo todo y me quedo», y las dos horas el «mejor pensar», entre el café y las tostadas, el viaje en el metro, las maletas pesadas que le esperaban en algún rincón. Lo caótico del ser «uno mismo» en tierras tan lejanas. Estaba en Madrid, pero «estaba».

El más allá.

Antes de esta paradoja que aparentaba su vida («Partir o no partir»), había luchado bastante para parecer una chica “normal” con grandes aspiraciones en una ciudad pequeña del norte de Argentina. Pero se hartó de la charla colectiva sobre sus ataques de pánico, y otras tantas idioteces que le habían pasado y, sobre todo, marcado. Por eso, a los 18 años agarró sus maletas y emprendió viaje como quien vive despegada de aquello que tanto ama. De esta manera, con gusto a desarraigo y aventura, y se hizo cargo de otra nueva ciudad.

Entre cafés, noches en vela, desamores, primeros desenlaces y disgustos en el amor, se auto-condenó a una relación eterna sin sentido que la llevó a la desesperación entre tantos otros sentimientos: La bendita soledad. Solo dos personas podían contenerla aquel momento, su hermano Rafa y Fede, su mejor amigo. Partiendo de un aparente desequilibro mental y algunos otros diagnósticos e historiales hospitalarios, pero con un excelente desempeño intelectual, partió de casa (o de su «segunda casa») a una ciudad del sur de España. Nunca sospechó que allí volvería a sentirse viva, auténtica, sin pretensiones de ser o parecer.

El más acá.

La «dama del café”, como ella le llamaba, tenía ya algunas décadas ocultas bajo la tintura castaña y el peinado de raya al medio que siempre llevaba. La camarera, Cande, le servía un café cada día mientras cantaba el último hit que pasaban en la radio. La dama se impacientaba rápidamente y no dejaba de mirar su reloj pulsera, estaba en un estado de inquietud que sólo lo interrumpía el ir y venir de los transeúntes. Su mirada se clavaba en la ventana que da la calle y no se iba de allí. Todos se preguntaban por qué la dama no desayunaba en su gran jardín con sus asistentes tan amables y venía a esta pintoresco pero aburrido café a pasar las horas en soledad. Pero no es el combo “café y masas finas” lo que le importaba, pensaba Juana. De hecho, sólo consumía la mitad y dejaba todo a medio vaciar. Quizás esperara a algún amor perdido en el pasado, o a algún hijo o nieto que no ve hace tiempo. Cualquiera fuera la excusa de esa espera, la dama se empeñaba en lucir bien, ese alguien no volvía y ella estallaba en llanto en el baño del café, se cubría el rostro de maquillaje y salía lista, perfecta, como si nada. Juana la había oído alguna vez. La misma rutina de lunes a lunes, las mismas mañanas de siempre desde el día que lo vio por última vez. Juana se preguntaba si aquella rutina no era también suya ¿Cómo podría saber tanto sino?

Juana quitó de encima sus grandes y oscuros ojos cuando la camarera por fin le puso el café en su sitio.

—Aquí tenés, cortado con leche fría, como siempre Juana.

—Muchas gracias, Cande.

Juana volvió la vista a su bebida caliente, la revolvió con aburrimiento, aunque sus manos temblaban mucho. Estaba sumamente intranquila, nerviosa, miraba la Avenida Estrada, con la impaciencia marcada en sus gestos. Se sobresaltó y tiró algo de café cuando, entre los autos, vio a un joven de su edad, unos 25 años, vestido con una camiseta verde oscura y unos pantalones marrones, tenía un curioso gorro de colores, y algo volaba a su alrededor, estaba del otro lado de la calle. Parecía salido de un cuento o algo así, y para el colmo ¡No le quitaba la vista! Pero entonces Cande se asomó a limpiar el lío que Juana había hecho.

—Lo siento Cande, yo…

—Es entendible ¿Nervios por el gran día eh?

—Si, creo que es eso, la tésis, ufff, si ¿Cómo va la tuya?

—Aún sigo pensando entre tres temas, a ver cuál elijo.

—Mucha suerte con eso— Dijo Juana sonriendo con nerviosismo mientras intentaba disculparse.

—Te vas a Jujuy luego ¿No?

No, creo que vuelva allá por mucho tiempo.

Candela hizo un gesto de apuro cuando su jefe se asomó a la barra. Juana bebió un sorbo más de café, cuando miró por la ventana de nuevo, no había rastros de aquel joven tan misterioso.

La monotonía de su trabajo la tenía cautiva en la pesadez. Luego del café siempre caminaba a su aburrido pero necesario trabajo, sumido en el tumulto de las calles principales de aquella ciudad, algo que la estresaba demasiado.

Mientras el sol le pegaba en la cara, como en los días de verano, aquella tarde la primavera vaciaba al eterno invierno, Juana salió antes del trabajo y se fue a casa. Colapsada por el ruido de la ciudad, se sentía sorda y sola entre tantos cuerpos sonoros que subían y bajaban de los autobuses. Cerró sus ojos y deseó con todas sus fuerzas volver al norte, donde su origen se batía a duelo con la calma del ondular pretencioso de las hojas de los sauces, donde se encontraba el inicio de su historia. El autobús frenó estrepitosamente y se despertó de la siesta imaginaria que acudía a su encuentro.

Fue entonces cuando cayó y de su bolso resbaló su sueño de ser una creadora de historias anotado en un panfleto de cursos de escritura. Ni las risas, ni el murmullo, ni sus esfuerzos locos alcanzaban para guardar ese deseo dentro de la mochila. Se arregló el cabello despeinado y oscuro que apenas y podía estirar. Entonces se sentó y desde la ventana vio un árbol azul, sus hojas eran doradas, verdes y otras violetas, con vidrios brillantes y otros opacos decididos a conmoverla. La vergüenza repentina del tropiezo fue insignificante ante esta visión. Qué bien se sentía, extraída y volando en ideas que pronto se le esfumaron al bajar en la siguiente estación.

Muchas veces se había sentido confundida: Por un lado, su imperfecto corazón buscaba paz en sus emociones, ante quienes le caían bien y quienes en realidad sólo la incomodaban. Pero sus ganas de gritar sus emociones eran siempre tan fuertes que en su rostro se dibujaban las líneas inevitables de sus sentimientos de bronca, enojo. No podía ser «falsa», se expresaba fácilmente. A diario se enfrentaba a personalidades fuertes, seguras, descaradas. Ella, en cambio, se consideraba débil por huir de sus verdaderos deseos, aquellos que apenas conocía y había dejado salir cuando de joven la condenaron a un imaginario apegado a la realidad. En realidad había huido tantas veces ya.

Las hojas de los árboles del Boulevard empezaron a contornearse con el viento cuando por fin podía ver su casa, un departamento de dos habitaciones en pleno barrio universitario. Seguramente su hermano Rafa la esperaría con algo que contarle y así se distraería. Juana notó la soledad espeluznante a sus espaldas cuando se dio cuenta que aquella tarde había encontrado la calle vacía, se detuvo unos instantes, miró al cielo, un águila gigante sobrevolaba la gran ciudad.

El más allá, otra vez.

«Estaba» en Madrid, pues aquel día le tocaba volver a Argentina. Aquella noche, aquella despedida a una historia de 8 meses en un país que antes desconocía, no le bastaron para entrar en sueño y, apenas empezó el vuelo larguísimo a través del océano, vió un halo de luz celeste que brillaba en el cielo negro, partiéndolo en dos. El mapa del transporte lo indicaba: Estamos en las Aguas Cálidas ¿Aguas Cálidas?, pero si aquel era el Atlántico y estaba apenas a medio viaje de su familia, qué era eso del «Aguas Cálidas». Esa fue la primera vez en años que tuvo visiones como aquella, donde casi no habían recuerdos de toda la nostalgia o tristeza que sentía al partir, la ensaladilla rusa de sus emociones post-viaje se hizo añicos, se revolvió en un sólo presentimiento: La locura, otra vez.

Más acá que nunca

La noche llegó con lluvia y calles vacías, Juana cerró a medias la ventana de su habitación que daba al Boulevard, pues nada le gustaba más que taparse hasta la cabeza con las mantas y sentir la suave brisa otoñal al asomar la nariz por los huequitos que dejaba. Apagó las luces y se acostó a dormir.

El viento golpeaba con fuerza la ventana abierta y apenas entraba algo de luz de las farolas del Boulevard. El águila comenzó a volar a su alrededor. Juana seguía durmiendo en su oscuro cuarto en el que solo podía observarse un poco de su rostro pálido, se movía sin parar entre sus sábanas.

La voz de su abuelo, Luciano, interrumpió su mundo onírico:

—En los escondites más profundos del cielo habita un profundo poder: Los anhelos. Cuando los héroes creadores buscan calmar las ansias de los habitantes de la tierra, tiñen el cielo de espejos de anhelos que, a ojos de todos, parece un naranja azulado. El hilo celeste se fortalece hasta en los buenos recuerdos, y todos resguardan sus furias en la paz del momento. Curando el desierto, los espejos nos muestran el alma de quienes están llenos de luz.

Todo se tornó negro y de repente se vio a si misma, pero con 12 años, cuando llevaba un vestido de muchos colores, el cabello por los hombros y un lazo. Jugaba a la rayuela con su abuelo en la vereda de una casa antigua donde estaba trazado el juego. Luciano le sonreía con dulzura, pero pronto se metía a la casa. Juana se quedaba allí, recogiendo los tejos. Pero entonces vio a un niño de su edad, con sus risos despeinados y una vestimenta desgastada, espiándola desde uno de los sauces de enfrente. Juana sintió curiosidad e intentó acercarse a él.

Pero entonces tenía 15 años, tenía el cabello largo y llevaba otro vestido colorido. Estaba sola, parada en medio de una carretera rodeada de pastizales. Desde el medio de la calle, logró ver a lo lejos un accidente automovilístico del que algunas personas lograban sacar a muchos niños que iban dentro del autobús que ha chocado. El niño de los sauces volvió a aparecer pero ahora estaba más alto y adulto, y vestía con jeans y una camiseta gastada. Juana se sorpredío de verlo allí, saliendo de entre la multitud y el humo. Se acercó a ella poco a poco, sonriéndole a su miedo. Tomó una de las manos de Juana y le ató una pulsera gris de la que colgaban el sol y la luna en plata. Juana se quedó absolutamente inmóvil mirándolo, pero él le dio la espalda y se fue.

Pero aquella imagen se esfumó como todas las anteriores. Ahora se sentía ahogada, lloraba, estaba atada y encerrada en una sala absolutamente blanca, con un psiquiatra de cabello blanco que la observaba de lejos acompañado por una mujer de cabello rubio que llevaba una chaqueta blanca, donde Juana alcanzaba a leer la inscripción “Lorena”.

Pero de repente tenía 18 años, estaba subiendo a un autobús de doble piso y desde la ventanilla veía a sus padres y abuelos que la despedían con lágrimas en los ojos y algunas sonrisas.

Aquellos gestos se diluyeron en un negro profundo. Juana se sentía caer desde aquel lugar a un bosque oscuro y profundo, estaba vestida de blanco y caminaba descalza entre la nieve hacia un hombre misterioso, un hombre grande y alto que estaba parado de espaldas. Ella se acercaba más y más. Cuando por fin lo alcanzó, el hombre se giró y Juana descubrió su rostro tapado por un velo negro.

Juana despertó de repente, sudorosa y exaltada. La ventana abierta del cuarto se movía intensamente por el viento, el averevoloteaba a su alrededor. Juana se levantó con pesadez y la cerró, mientras se quitaba las lagañas de sus ojos.

Miró el reloj de su móvil, apenas y eran las 3 am, demasiado pronto para volverse loca.

Sinópsis

Juana Temúl vive en una gran ciudad del centro de Argentina, lejos de sus padres, quienes habitan en un pueblo pequeño al norte del país. Juana se alejó de aquel lugar hace ya seis años, luego de que la internaran en un centro de ayuda psicológica por sus extrañas experiencias «paranormales» durante la adolescencia. Sueños extraños, encuentros con un joven que parecía seguirla, y algunos personajes que parecían salidos de cuentos. Cansada de que todo el mundo pensara que estaba loca, decidió rehacer su vida.

Todo iba bien hasta que se topó con una vieja nevera en medio del patio de la universidad. Observó que de pronto se abría y que allí estaba el mismo joven extraño que hace ya mucho no veía. Estos encuentros se sucedieron durante una semana. Asustada por estas apariciones, Juana empezó a buscar ayuda hasta que un día recibió la noticia más triste, su abuelo Luciano había fallecido. Es así que decidió volver unos días a su pueblo, junto con Rafa.

Cuando llegaron una tormenta arremetió contra las casas del lugar dejándolas sin luz, las estrellas se apagaron y todo se volvió oscuridad. Los hermanos encontraron una carta de Luciano sobre la misión ancestral que se le confió como primer hijo barón de su familia. En ella explica que sólo el heredero podrá continuar con ese legado. Juana se mofó de la falsedad de aquella carta pero pronto descubrió que el heredero no era Rafa, sino ella.

Semué, héroe de la creación, logra localizar a la heredera, Juana. Cuando la encuentra le cuenta la leyenda Selknam del origen del mundo, que ahora se encuentra abatido por el malvado del inframundo, Okur, y su fiel subordinada, Beatriz. Ellos encerraron al Dios supremo, Emaúl, y a los demás héroes que conviven en los cuatro cielos y así, apagaron las constelaciones. Al separar el cielo de la tierra, las estaciones del año comienzan a colapsar. Para que vuelvan a restituir la luz en el mundo, Juana tiene la misión de tejer El Hilo Celeste que une la cúpula del cielo con la tierra. De lo contrario, Okur rodará su plan de subordinación de los humanos, para establecer las tinieblas.

Tu puntuación:

URL de esta publicación:

OPINIONES Y COMENTARIOS