Entre todas las mujeres

Entre todas las mujeres

SINOPSIS

Dos historias que parecen discurrir paralelas pero que poco a poco van hibridando hasta casi convertirse en una sola. Un hilo conductor apenas perceptible pero siempre presente, y unas mujeres verdaderas responsables de la resolución de ambas tramas, son las tres columnas sobre las que se eleva la novela.

El secuestro y asesinato de unas niñas y el reencuentro de Guillermo, uno de los dos investigadores asignados al caso, con María, su antiguo amor de juventud, introducen una trama subyacente de tráfico de órganos a la cual no es ajeno Enrique, el otro policía encargado del caso.

María, viuda reciente de un policía, descubre los verdaderos motivos de su suicidio. Aterrada y horrorizada, una vez superado el shock, decide ponerlos en conocimiento de Elvira y de Marta; como ella, protagonistas tan indirectas como involuntarias de una macabra historia y provocar así una serie de movimientos de incierto final.

La repentina irrupción de Guillermo en la vida de María, tantos años después y justo cuando las piezas del dominó comienzan a caer, la sumen en un mar de dudas del que solo podrá salir arriesgando, haciendo exactamente lo contrario de lo que hizo más de veinte años atrás cuando decidió salir corriendo de su relación. Solventadas las mismas será ella, con su prodigiosa memoria quien ponga a los investigadores en la intrincada senda que llevará a la detención del asesino de niñas. Mientras, Marta y sobre todo Elvira, discretas heroínas; acabaran, aunque de una forma diferente a la que esperaban, con la infame red de tráfico de órganos.

Las motivaciones de los personajes para actuar como lo hacen en cada momento, constituye la argamasa que cohesiona a los personajes del relato en un collage que pretende plasmar en el breve espacio de una novela la complejidad, del alma humana.

CAPÍTULO 1

La escasa luminosidad, propia de las plantas bajas, obligaba a tener de forma casi permanente las luces encendidas. Luces blancas que conferían a la estancia la apariencia de un hospital de beneficencia. Cuando la tímida luz natural comenzaba a esconderse tras los cristales, las sombras de cada bote y de cada artefacto de nombre desconocido para mí, azuzadas por la lámpara que pendía del techo, comenzaban a apoderarse despacio e implacables de la habitación. Y sobre todas ellas, la imponente sombra del secador de pie; que inmenso a mis ojos infantiles, se antojaba un monstruo de enorme cabeza, tallo largo, cuatro pequeñas patas, y reinaba sobre todas las demás.

El espejo, que atravesaba la pared de lado a lado como un inmenso ventanal, devolvía la imagen invertida de aquellas mujeres; gordas y estridentes, que llenaban de risotadas y vulgaridades mis tardes de aburrimiento. Ellas y los vapores de los tintes; penetrantes y con una especie de regusto agradable; la cera hirviendo en aquella especie de cocedero repleto de costrones marrones de aspecto rocoso y, sobre todo, aquel líquido de las permanentes que cocinadas al calor de la nula ventilación se agarraban a mi garganta en una quemazón de sabor indescifrable.

Una mal trazada treintañera de aspecto envejecido oficiaba de maestra de ceremonias, de ceremonias de la confusión las más de las veces. La insuficiencia manifiesta de espacio llevaba a usar como sala de espera el mismo habitáculo, insuficiente en sí mismo, donde se llevaba a cabo el trabajo con el consiguiente guirigay de idas, venidas y conversaciones cruzadas.

Junto a ella una aprendiza, como se llamaba entonces a los niños a los que se obligaba a aprender un oficio, que más que aprender fregaba el suelo, los cuencos pringosos y el instrumental. Iba y venía con recados, en busca de cambio para las clientas, tabaco y café. Y enseñaba, también enseñaba. O eso intentaba al menos.

Llegado a este punto, detuvo su lectura, y suspiró sin desviar la vista del cuaderno como si supiera que lo que iba a leer después no eran meras palabras, simples recuerdos y que tal vez, solo tal vez, había encontrado el modo de, tras tantos intentos, abrir la puerta. Una puerta que como ella decía desde que se vieron por primera vez, solo él podía franquearle. Tras unos segundos, le miró por encima de sus gafas como queriendo confirmar su permiso, de una manera muy similar a la que usan los niños cuando no saben muy bien si sus padres les van a dejar comer otro trozo de tarta y tratan de obtener su aprobación con una mirada temerosa, al tiempo que lo cogen. Continuó leyendo.

Un día, al final de una de esas tardes, nos quedamos a solas mientras ella fregaba el suelo, limpiaba las encimeras y disponía el material para su uso al día siguiente. Yo la miraba sentado en una de aquellas incómodas sillas de fórmica; frías y duras que, alineadas junto a la pared, cada una de un tamaño y tono diferente, conformaban un colorido collage.

Alineó el último bote de espray junto a los demás, y como si de repente hubiese tenido una idea brillante, se giró sobre sí misma, me miró un instante y sonriendo me dice: «ven, levántate, quiero enseñarte algo». Raudo como el niño que se siente atendido por otro mayor, me levanto esperando acompañarla a descubrir algo maravilloso y camino dos pasos hacia ella, pero para mi sorpresa no se mueve. La miro hacia arriba, recuerdo que la diferencia de altura es notable. Ella impasible, me sonríe y me acaricia la mejilla. Se levanta la falda de tablas hasta poder sostenerla con la barbilla, y se baja sus avejentadas bragas de color rosa. Coge mi mano derecha y me dice: «méteme el dedo aquí» mientras introduce mi dedo índice en su vagina. Yo no sé qué es eso ni en qué consiste ese juego, pero no me resisto. No puedo decir cuánto tiempo tuve el dedo dentro de su vagina, pero sí que cuando lo saqué lo olí y no me gustó. Olía a orina. «No se lo cuentes a nadie» me dice.

Una nueva mirada casi furtiva parece querer confirmar que sigue allí. Le hace un gesto que no parece llegar a percibir. Se acomoda en la silla y sigue.

Los días sucesivos intento no aparecer por allí, lo evito en cuanto me es posible, y sobre todo evito quedarme a solas con ella, pero no siempre lo consigo. Me intercepta en el pasillo. «Quédate esta noche al cierre, te enseñaré a besar». No digo nada, pero no me quiero quedar. Al final de la tarde la última clienta se va, sé que intento escabullirme, pero no lo consigo. Ahora no sé si no pude o en el fondo no quise. Lo cierto es que no lo sé, y a estas alturas ya me da igual. Se coloca frente a mí como la primera vez, acerca sus labios a los míos, e intenta meterme la lengua en la boca mientras yo los aprieto con todas mis fuerzas. No me gusta, me da asco y logro zafarme.

No puedo decir cuántos días transcurren; una semana, dos, tal vez dos días, no lo sé, pero otro día; de nuevo a solas, me dice que vamos a follar. Yo le digo que no sé lo que es eso. Me lo explica. No quiero. Al final acepto, «pero vestidos», le digo. Y así lo hacemos. Ella tumbada en el suelo con las piernas abiertas y las bragas puestas, yo encima de ella. Me coloca de manera que le oprimo la vagina. Ella se mueve, hoy me parece cómico, de la forma en que debería haberlo hecho yo. No siento nada, todo me parece de lo más absurdo.

El tiempo pasa incontable porque soy incapaz de acotarlo, de delimitarlo. En mi mente todo transcurre seguido, en un contínuum que sé que no es real. Me angustia no poder ubicarlo en el tiempo. Nos seguimos encontrando a solas. Ahora me pide que le baje las bragas y le bese las nalgas. Lo hago. Algo ha cambiado, ahora algunas tardes pienso en el momento de encontrarnos solos y ver qué ocurre. Insiste en que no se lo cuente a nadie, pero yo lo hago, de hecho, ya se lo he contado a mis compañeros de párvulos. Me ignoran. No recuerdo la edad que tengo, pero al ser previo al comienzo de la escuela reglada, menos de seis años. Seguro. Ella tampoco sé qué edad tiene, pero recuerdo una tenue capa de vello púbico, como aterciopelado.

Cierra el cuaderno, se quita las gafas y levanta la cabeza. Lo único que encuentra ante ella es el sonoro portazo de la puerta de su consulta.

CAPÍTULO 2

Una tarde más, otra tarde igual. Otra tarde sin nada. Sin nada que decirle, o al menos sin nada que decirle que le satisficiera lo suficiente como para que no le llamara al día siguiente preguntando lo mismo. Además de otro día sin aparecer por casa. «No sé si vale la pena», pensó un instante antes de responder a su compañero que, expectante, le miraba con el teléfono en la mano y cara de resignación.

—Pásamelo al despacho, por favor —dijo terminando de abrir la puerta.

Dejó sonar el teléfono hasta que comenzó a parecerle imprudente y descolgó con desgana.

—Señor comisario, me alegro de oírle —mintió

—Yo no puedo decir lo mismo, te lo aseguro. Nada me gustaría más que dejar de oírte, pero está visto que no va a poder ser. ¿No te cansas de ver las mismas portadas cada pocos días? Detén esto, por Dios.

—Procuro no leer los periódicos —respondió arrepintiéndose antes de terminar—. Lo lamento tanto como usted. Créame que hacemos todo lo que podemos, pero no es fácil…

Su compañero junto a la puerta, fuera de su ángulo de visión, escuchaba con atención.

—Claro que no es fácil, si lo fuera no te lo habría encargado a ti y a tu equipo —interrumpió con la naturalidad habitual—. ¿Sabe cuántas llamadas recibo del ministerio?

—Lo imagino señor. Pero usted no sabe lo que es perseguir una sombra en una ciudad como esta. Es muy fácil escribir artículos arrellanado en un sillón denostando el trabajo policial —dijo pensando en algo muy distinto a la prensa.

—¿Insinúas que no conozco el trabajo policial?

—En absoluto señor comisario, en absoluto —respondió tratando de detener la riada de cargos y condecoraciones recibidos desde su ya lejanísimo ingreso en el cuerpo, en tiempos de Su Excelencia el Jefe del Estado, con que acostumbraba a hacer callar a sus interlocutores.

—Creo que a estas alturas no tengo que recordarte que el puesto de comisario continúa vacante, y así seguirá mientras tengas posibilidades de alcanzarlo, ¿me entiendes ¿verdad?—hizo una pausa larga y continuó—. Pero necesito a ese hombre. Y rápido por favor —dijo colgando sin esperar respuesta.

Salió de su despacho con la sospecha de que una de aquellas llamadas pondría fin a su carrera, mientras su compañero justificaba como podía su presencia junto a la puerta. Si eso ocurría, la suya no sería la única finiquitada, se dijo. La carrera y algo más. De pronto le asaltó un pensamiento. «¿No resultaría sospechoso un tratamiento tan formal delante de su compañero?». Mientras tamizaba la respuesta por el cedazo del respeto debido, cayó en la cuenta de que aún tenía pendiente otra conversación telefónica, no más sencilla de mantener.

—Prepara la documentación de la última víctima por favor. Hago una llamada y nos ponemos con ello.

—¿Esta noche también? —respondió quejoso.

—Sí, esta noche también.

Diez interminables minutos más tarde llenos de reproches, quejas, y algún que otro insulto al teléfono parecían suficientes para terminar un día que parecía no tener fin desde su mismo comienzo. «¿Cuándo les había ocurrido esto?» Trataba de encontrar el día, la hora exacta en la que había ocurrido todo y no lo encontraba. O sí lo encontraba, pero trataba de convencerse de que no, de que no era ese el instante, de que aquello no podía haberlo cambiado todo. Recordaba con cariño cada día de su matrimonio, cada día hasta aquella maldita tarde. Su sonrisa, su amor por la literatura y por la filosofía, culpable de que él leyera algo más que manuales de psicología criminal, su risa fácil por cualquier tontería y sobre todo su amor, un amor y una entrega a él, tan incondicional hasta aquel día como añorado desde entonces. «¿Todo había sido mentira? Tal vez no. Tal vez sí. ¿Y ahora qué? ¿Darlo todo por perdido? ¿Seguir como si nada?»

—¡Inspector! Cuando quieras empezamos— dijo sacándole de su ensimismamiento.

—Perdona, tengo la cabeza en otra parte.

Sentados ante la mesa repleta de papeles, abrió el último cajón y sacó el paquete de tabaco que había jurado no empezar. La carpeta con el expediente de la primera víctima destacaba sobre todas las demás por la mancha de sangre que, como una admonición, parecía recordarles el trabajo sin hacer de manera tan implacable como el comisario provincial. Casi como la eterna noche de Marta.

—¿Te encuentras bien? Pareces cansado. Puedo quedarme solo. De verdad, ve a casa a descansar. Comenzaré por el primer caso como si no hubiera un mañana y te informaré.

—No quiero ir a casa a descansar. ¡He dicho que no quiero irme a casa! —dijo levantando la voz fuera de lugar ante el amago de réplica de su compañero.

—Vale, vale —zanjó la conversación el subinspector Recio.

Compañeros de promoción, habían compartido casi todos los destinos hasta el último ascenso de Enrique. Padrino de su boda, compinches de confidencias, borracheras y alguna que otra pelea extraoficial. Y amigos, sobre todo amigos. Recién aterrizado en el puesto, la primera decisión que tomó, al amparo de las prerrogativas de su nuevo cargo, fue reclamarle a su comisaría en comisión de servicios para comenzar a formar su equipo, lo cual no le supuso problema alguno excepto la reticencia de su anterior comisaría a soltar tan preciada pieza. El historial del subinspector Recio estaba plagado de detenciones importantes, y sobre todo de investigaciones. Investigaciones culminadas con éxito, algunas de ellas con resultados a muchos kilómetros de allí. Tenía fama, como se suele decir, de tener olfato.

Y lo iban a necesitar más que nunca en la historia de la ciudad. Tres asesinatos en veintidós días, y no tres asesinatos cualquiera. La tercera víctima había aparecido ayer mismo, de lo cual habían dejado constancia todos los informativos nacionales como bien le había recordado su valedor. Una pista forestal a las afueras, lejos del tránsito rodado, pero no demasiado. Una violación brutal; un certero corte practicado desde delante; cara a cara con la víctima, en la yugular, y la cabeza destrozada con una roca próxima. La ropa ensangrentada y unas braguitas negras nuevas, sin estrenar ni marca comercial al lado del cadáver. Once años, la más joven de las tres. Como en los otros dos casos, sin rastro de fluidos, ni de cabellos, ni huellas. Nada con lo que comenzar.

Abrió la carpeta de cartón barato y miró largo rato la fotografía que los padres de la niña habían aportado cuando denunciaron la desaparición. Su sonrisa, la diadema verde sobre su cabello amarillo con aspecto de campo recién segado y la mirada distraída, feliz y despreocupada de su último cumpleaños entre las risas, los juegos y los regalos de sus amigos y familiares.

—¿Qué ocurre? —preguntó el inspector a sabiendas de que no ocurría nada.

—Nada, intento imaginarme lo último que vieron esos ojos, la última imagen del mundo antes de…

—De que la asesinaran, Guillermo, de que la asesinaran— dijo mirando a los ojos del subinspector.

Pasó la página que sujetaba la fotografía para adentrarse en el escueto informe del levantamiento del cadáver y el procesamiento del escenario. Todo igual que en los otros dos asesinatos, como si siguiera un preciso protocolo meditado y ensayado con meticulosidad. Pero no, no se había ensayado antes. Habían recabado información de toda España hasta veinticinco años atrás y nada. Nada siquiera parecido.

—¿Qué libro es ese que dicen que se pueden leer los capítulos en cualquier orden?

—Rayuela creo. Marta ha estado años intentando que lo lea…y aún no lo ha conseguido.

—Esto es algo parecido —continuó sin darse por enterado del comentario de Enrique—. Si obviamos las fechas, no hay diferencias entre ellos. Se pueden ordenar como quieras.

La noche vestida de humo y café no les había aportado más que un insufrible dolor de cabeza cuando la comisaría comenzó a recobrar el trajín diario. Nada destacable en las familias. Clase media en sentido amplio, un padre abogado, otro asesor fiscal y un funcionario municipal conformaban el mosaico laboral del caso. Las madres desde amas de casa a dependienta de zapatería. Todas las desapariciones, entre la salida del colegio por la tarde y sus domicilios. Las tres en tres días diferentes de semana. Una de ellas a tan solo unos centenares de metros de su casa. Colegios de diferentes zonas de la ciudad, aunque no demasiado distanciados y siempre a plena luz del día. Sin testigos por increíble que parezca. Nadie ve nada, nadie oye nada. Ni una mirada, ni un gesto, ni una ventana indiscreta por la que empezar a tirar de un hilo por fino que sea. Nada. Las violaciones muy parecidas por no decir idénticas y los cadáveres, abandonados a propósito, con descuido para ser descubiertos rápido.

—¿Crees que alguien empieza su carrera criminal así? —dijo tras alinear las carpetas frente a él.

—No. Y tú tampoco. Pero, ¿entonces?, si no hay precedentes y no creemos que sea lo primero que hace…

—Tal vez sea único, o quiera convertirse en único, o se está perfeccionando. Quizás deberíamos empezar por la base de datos de pederastas en libertad o recién salidos de prisión. Lo cual lo complica todo aún más, porque si quiere pasar a la historia no dejará de matar hasta que le cojamos, y para eso tendrá que volver a secuestrar. Es de locos. ¿A dónde vas?

—Quiero revisar otra vez las grabaciones de las cámaras de los bancos y comercios de todos los trayectos, estamos pasando algo por alto.

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