Estoy buscando el anillo que se me ha caído debajo de la cama. Aunque soy pequeña y muy flexible, me quedo atrapada en el rincón del cabecero. Hago fuerza con las patas y saco la cabeza. Me hago daño y maúllo sin querer. Espero que no me hayan oído. Ya veo el anillo, lo empujo fuera de la cama con la pata.

Oigo acercarse a alguien.

─ Sandra ¿está Leia contigo? ─dice papá─, la he oído maullar ¿Puedo pasar?

Menos mal que desde que cumplí los once años convencí a mis padres para que avisen antes de entrar. Así me ahorro muchos sustos, porque Leia es nuestra gata y Leia soy yo. Desde muy pequeña tengo un superpoder, me convierto en una gata tricolor preciosa y muy ágil.

Tengo que volver a mi forma humana. Me concentro en Sandra, grande muy grande. Tomo impulso como si fuese a dar un salto enorme, cierro los ojos y siento como me elevo del suelo, aunque mis patas traseras sigan apoyadas.

Abro los ojos cuando siento que el salto ha terminado. Me veo en el espejo de la habitación. Vuelvo a ser Sandra.

─ Puedes pasar papá ─contesto.

Mi padre entra en la habitación y mira el desorden con cara de pocos amigos. Me preparo para la charla de siempre.

─ ¿Dónde está Leia? ─dice.

─ Está debajo de la cama. Debe estar buscando sus juguetes ─contesto.

De momento no hay charla, mira debajo de la cama buscando a la gata, pero no la encuentra, claro. No parece que tenga mucho interés porque me mira y dice:

─ Sandra, cielo─, ven un momento al salón, tenemos que darte una noticia.

─ Vale papá.

Voy al salón un poco asustada por lo que me van a contar. Siempre que empiezan con “Sandra, cielo” es para darme malas noticias: primero fue lo de la empresa de papá que cerró, luego lo del despido de mamá y lo último y peor fue lo de la muerte de la abuela, que vivía en un piso enorme en el Madrid de los Austrias.

Llegamos los dos juntos al salón. Mamá está ya sentada en la mesa con unos papeles delante. Papá se sienta en su sitio de las comidas, así que yo hago lo mismo.

Hoy hace frío en Las Rozas y llevo mi jersey de ir a la nieve, pero ahora no lo aguanto. No hago más que estirajar el cuello para poder respirar mientras mis padres se miran, me miran y no dicen nada.

Por fin arranca mi madre con la dichosa frase, otra vez:

Sandra, cielo, tenemos que contarte algo.

Dejo de tirar del jersey y la miro, para que vea que estoy preparada para lo que sea.

─¿Recuerdas la casa de la abuela? ─continúa─. Hemos decidido no venderla. Nos la quedamos y la tienda de abajo también.

─¿Y para qué lo queremos? ─pregunto.

─Pues para irnos a vivir allí ─contesta mi padre, a la vez que me mira sonriendo.

─Y en la tienda ─añade mi madre─, vamos a montar una cafetería.

─Una cafetería donde venderemos pasteles, sándwiches y cosas hechas por nosotros ─dice mi padre─. Será muy moderna y con una terraza en el parque para que la gente meriende por las tardes cuando haga bueno.

No puedo creerlo. No han pensado ni un poquito en mí. La casa de la abuela está lejísimos de mis amigos y no van a poder venir a verme. ¿Y el colegio?

─Pe, pe, pero… ¿y voy a seguir yendo al mismo colegio? ─pregunto.

─No, cariño. Nos mudaremos a finales de agosto, para que empieces en uno que está cerca de la casa ─contesta mi padre.

─Es el colegio al que fui yo de pequeña. ¿A qué es curioso? ─añade mi madre.

Miro a los dos. Se quitan la palabra el uno al otro, sonríen. Es la primera vez en meses que les veo tan contentos. Ya han tomado la decisión, pero tengo que intentar que no cambie todo.

─Lo de la cafetería suena bien, pero ¿no podemos seguir viviendo aquí?

─Es mejor así, mira ─contesta mamá, señalando sus papeles─, vendemos esta casa y con el dinero hacemos obra en la de la abuela y en el local. Va a quedar muy bien.

─Y allí puedes ir andando al colegio y tienes plazas y parques para jugar con tus amigos ─dice papá─, no como aquí que te tenemos que llevar en coche a todos los sitios.

Lo pintan muy bien. Parece que no me conocen, con lo sosa que soy me cuesta mucho hacer amigos y voy a tener que empezar de nuevo. No se me ocurre nada más que decir y todavía queda mucho para agosto, así que contesto:

─Vale, supongo que estará bien.

Creo que les ha gustado mi contestación, porque están menos nerviosos. Me enseñan los planos y me cuentan lo que quieren hacer.

Ha llegado agosto y aquí estoy, en la habitación de toda mi vida, recogiendo.

No puedo creer que en estas cajas quepa toda mi vida. Papá me ha dejado guardar mis cosas, he tenido que prometerle que voy a llevarme solo lo que necesito o recuerdos de verdad. He hecho tres montones: lo que me llevo, lo que voy a tirar y lo que voy a regalar.

Tengo abiertos todos los cajones para no dejarme nada. En la cama está amontonada toda la ropa que me vale ahora. Estoy sudando, a pesar de llevar solo un pantalón corto y una camiseta de tirantes. Hoy hace un calor de esos que no puedes moverte. Y yo haciendo montones.

Estoy nerviosa por el cambio. No es como cuando tengo examen, se parece más a lo que notaba antes de ir al campamento con mis primos. Siento cosquilleo en la tripa cuando pienso que todo va a ser nuevo: la casa, el barrio, el colegio, los chicos del cole.

Están a punto de venir los hombres de la mudanza y no he terminado. Suena el timbre, deben ser ellos. Papá les saluda:

Buenas tardes. Adelante.

─ Buenas tardes señor. Con su permiso. ¿Por dónde empezamos? ─ contesta una mujer.

Los hombres de la mudanza no son solo hombres. Parece que tenemos mudanceras.

─ Empiecen con los libros del salón y uno de ustedes puede subir a ayudar a mi hija Sandra, que lleva todo el día haciendo montones.

─ Yo misma puedo ayudar a su hija ─ contesta otra voz de mujer.

Se abre la puerta de mi habitación y aparece papá con la mudancera. La verdad es que es supersimpática. A la vez que guardamos cosas, la voy contando la historia de cada una. La del gatito de peluche que me regaló la abuela. Las barbis, que me las llevo porque nunca se sabe cuándo te pueden hacer falta. Revisamos juntas los libros. Me cuenta que le gusta mucho leer y le regalo algunos cuentos para su hija, que tiene seis años.

Gracias a ella acabamos a tiempo, porque según cerramos la última caja se oye en la calle los camiones que se van a llevar todos nuestros muebles.

Empieza el desfile de cosas hacia la calle y va apareciendo todo lo que he perdido en estos años. Al final va a ser verdad que no era un duende que lo robaba.

Mi padre va de una habitación a otra diciendo lo que se tienen que llevar, pero mi madre está preocupada porque no encuentra a Leia.

─ No te preocupes ─ le digo ─, Leia es muy lista y sabrá llegar.

─ Vamos muy lejos ─contesta ─, ¿cómo va a encontrarnos?

─ Confía en ella ─digo.

La he debido convencer porque deja de buscarla y ayuda a papá a organizarlo todo.

Todos los muebles y las cajas han cabido en dos camiones que van hacia la casa nueva. Nosotros vamos en coche y aunque mamá no lo sepa todavía, Leia también viene.

Llegamos a la casa y empieza el desfile al revés, ahora hay que colocarlo, y decirle a los de la mudanza donde van las cosas. (Menos mal que pusimos etiquetas en las cajas) Papá está en la puerta como si fuese un policía de tráfico, dirigiendo:

─ Al salón.

─ A la habitación de Sandra.

─ Al dormitorio principal.

Y así, poco a poco, se vacían los camiones y se llena la casa.

Cuando terminan, mi habitación es una cama rodeada de cajas que tapan el resto de muebles. No sé si voy a tener sitio para acostarme. ¡Qué de cosas tengo!

Cenamos un bocata y nos vamos agotados a la cama. Parecía que quedaba tanto tiempo y hoy ya vamos a dormir en la casa nueva. No exactamente nueva, es nueva para mí, pero para mamá es la casa donde nació.

He tenido una noche llena de sueños en los que las cajas caían encima de mí y me aplastaban. Ahora me toca desempaquetar y colocar mis cosas en la nueva habitación. Y a esto no me va a ayudar nadie.

Tengo que buscar sitio para todo. Lo de deporte en ese cajón de abajo, porque no es precisamente lo que me guste más. Soy más bien torpe, creo que por mi tamaño. Siempre soy de las más altas del curso y eso es lo que me hace destacar en las clases de educación física, cuanto más grande, más se ven los defectos. Es la clase que más odio, así que, lo de deporte ahí abajo, donde ni lo vea.

Mamá vuelve a preguntar por Leia desde abajo, así que, me concentro, pienso en mí como una gata, pequeña pero ágil y vuelve a suceder.

La habitación empieza a agrandarse y siento cómo cuando saltas a la piscina honda, que bajas y bajas y no sabes cuando vas a llegar al fondo. Cierro los ojos y no los abro hasta que siento que dejo de caer. Sigo parada enfrente de la cama, pero ahora no veo la ventana sino lo que hay debajo de la cama.

Oigo a mis padres trasteando en la cafetería, así que, voy para allá. Bajo las escaleras de cuatro en cuatro y aparezco como un rayo. No me miran, están colocando las mesas y las sillas, así que, me choco con mi madre para que me vea.

─¡Leia! ¿qué haces aquí? ¿cómo has llegado?

Me quedo mirándola con cara tierna. Ella se vuelve hacia la escalera y grita:

─¡Sandra! ¿Cómo ha llegado Leia hasta aquí? ¿La has traído tú?

Obviamente yo no contesto, pero oigo a mi padre desde el otro lado de la cafetería:

─Se colaría en el camión de mudanza.

Salgo corriendo hacia la escalera para volver a mi habitación mientras oigo a mi madre decir:

─Tenía razón Sandra ¡Qué listos son estos gatos!

SIPNOSIS

Es el primer libro de una serie de novelas infantiles con los mismos protagonistas.

Los padres de Sandra han decidido montar una cafetería en el Madrid de los Austrias y se mudan a una nueva vivienda que está encima del local.

Sandra tiene once años y va a empezar sexto de primaria. Desde pequeña tiene la habilidad de convertirse en gata, aunque nadie lo sabe.

Al mudarse de barrio, también cambia de colegio, por lo que todo es nuevo para ella. El primer día de clase se encuentra con Alberto, con quién estuvo en infantil en su antiguo barrio. Él la ayuda a integrarse.

En el colegio se entera que el perro de una compañera ha desaparecido. Alberto tiene un perro al que llama Flecha y también es robado. Sandra y Alberto deciden investigar el caso.

Por otro lado, el negocio de la cafetería no empieza muy bien porque no tienen muchos clientes y Sandra propone convertirla en una café de gatos, para que la gente pueda ir allí a acariciarlos y jugar con ellos. Para ésto adoptan tres gatos en una asociación.

En la investigación del caso de los perros descubren que pueden estar siendo robados para ser utilizados en peleas clandestinas y sospechan de Arnold, un hombre muy rudo que tiene un bar cerca de la cafetería.

La cafetería tiene protagonismo para la resolución del caso, porque desde ella parte uno de los túneles que hay en el subsuelo de Madrid, y es en uno de esos túneles donde se están celebrando las peleas clandestinas y donde tienen encerrados a los perros. Los gatos adoptados también ayudarán en el caso.

Al final involucran a los padres de Sandra y consiguen desenmascarar a Arnold y liberar a los perros.

Tu puntuación:

URL de esta publicación:

OPINIONES Y COMENTARIOS