Prólogo
Me llamo Albert-Mersault Fernández y Cassou. No soy francés, pero mi padre, un lector empedernido de literatura francesa, combinó el nombre de pila de su escritor favorito con el del personaje de uno de sus libros. Mi madre no se opuso porque pensó que sí me decían AM me levantaría siempre temprano. Hace unos años comentó que si hubiera nacido en 1985 hubiera insistido para que fuese Mersault-Albert. Acababa de leer el Cuento de la Criada y MA hubiese sido su pequeño homenaje a Margaret Atwood.
Tengo los recuerdos de aquel día de finales de noviembre de 1964 intactos, guardados bajo un domo de cristal en alguna parte de mi memoria.
Habíamos llegado al aeropuerto de Ezeiza en Buenos Aires desde la noche anterior. Los abuelos vinieron a despedirnos. A mis hermanos y a mí nos parecía fantástico ya que esa noche nos quedaríamos en el hotel del aeropuerto, un edificio de líneas muy limpias de piedra pulida beige que me parecía ultramoderno. Cuando entramos en el comedor para cenar, los adultos estaban tensos y los niños excitados, aquel salón parecía salido de un capítulo de los Supersónicos, no recuerdo haber visto de nuevo esas combinaciones de colores azules con mostazas y naranjas hasta que la tendencia “vintage” volvió a ponerlos de moda. Los camareros, vestidos de chaqueta y camisa blancas de algodón, pantalón negro y pajarita, peinados con gomina y con cara de pocos amigos, contrastaban escandalosamente con el decorado que exudaba modernidad y optimismo. No recuerdo el menú, solo el postre quedó fijo en mi memoria: helado de dulce de leche, servido en copas de metal plateado demasiado altas para nuestra corta edad, pero que aunado al barquillo cubierto de chocolate que lo coronaba, lo hacía aun más impresionante y apetitoso.
Mi abuela, sentada a mi lado, me decía a modo de consuelo más para ella que para mí:
- – Ya verás como te va a gustar, Libertad Lamarque regresó cantando “México lindo y querido”.
Todo sonaba a aventura.
Temprano antes del desayuno, mi madre entró en la habitación que compartía con mi hermano para supervisar que estuviésemos vestidos correctamente para la ocasión y el cambio de clima que supondría pasar de la primavera del hemisferio sur al otoño del norte; pantalón corto de franela gris, calcetas hasta la rodilla, zapatos marrones, camisa blanca, corbata roja y chaqueta azul.
Tenía siete años. Ese día, uniformado como un ejecutivo en miniatura, caminando por la pista del aeropuerto en dirección a la escalerilla del Convair 990 de Aerolíneas Peruanas, con mi oso Carolino en una mano y mi coche Schuco en la otra, me convertí en un extranjero involuntario.
El término lo acuñó un amigo ruso, francófilo y admirador de Camus como mi padre. Un día, cenando en su terraza, unos minutos antes de que saltara fuera del agua una orca que venía a visitarlo todas las tardes me dijo:
- – Je suis l’étranger involontaire (soy el extranjero involuntario).
Recaló en Seattle hace 55 años en circunstancias nunca aclaradas y aunque vive en un sitio extraordinario al borde de una ría, todavía no encuentra su lugar. Le cuesta sentirse norteamericano aunque en actitud y gustos siempre lo fue. Esa tarde me comentó que había llegado a sentirse exiliado. Yo nunca había reparado en ello y desde luego no era mi caso.
Como un personaje de Amín Maalouf, otro AM con el me he sentido identificado, siempre supe que no tenía raíces, esas se las dejo a los árboles, yo tengo orígenes. Los conozco bien y estoy orgulloso de ellos.
Sobrevivir siendo extranjero involuntario no siempre ha sido fácil, hay que tomar decisiones del tipo ser o no ser. Yo tomé la mía conscientemente siendo muy joven, seguiría siendo yo mismo donde quiera que fuese; era mi única certeza, por lo demás no paré de buscar sin descanso durante muchos años el lugar donde dejaría de ser extranjero.
Crecí viajando, viví entre arte, libros y cultura. Objetos que me recordaban constantemente de donde venía me rodearon desde que era niño: los platos de una vajilla que un duque francés le dio a mi abuelo en pago de una deuda de honor, la sopera de boda de la bisabuela que inmigró desde los Pirineos, el jarrón de porcelana que le regaló un espía japonés a mi abuela, pero sobretodo los libros de mis padres que me permitían soñar y han sido mi espada y mi escudo para no temerle a lo desconocido. No importa donde esté, qué idioma se hable a mi alrededor o a qué dios se venere. Las circunstancias, mis orígenes y esa decisión trascendental me permitieron ver todo a través de un gran angular purificador que borra razas, religiones y otros fundamentos de los prejuicios más ruines.
Fui creciendo y desde muy joven empecé a viajar solo. Trabajaba después de asistir a la universidad con el único propósito de ahorrar para desaparecer con mi mochila al hombro cada vez que podía.
El mundo ha cambiado, los transportes y la tecnología lo han hecho más pequeño y accesible, el trayecto más largo a cualquier parte no dura más de 14 horas de vuelo. Al mismo tiempo, de forma proporcionalmente inversa, la ambición desmedida y el egoísmo de muchos gobernantes, la ceguera de los nacionalismos, el fanatismo y las guerras, lo han hecho más extenso e inhóspito. Todos los días hay mujeres, niños y hombres caminando durante días, perdidos, maltratados y abusados. Con unas cuantas pertenencias al hombro, se desplazan sin rumbo en busca de su exilio.
Me siento solidario con esas personas. Aunque reconozco la suerte que he tenido, me identifico con ellos porque he sido inmigrante varias veces en mi vida. Yo nunca me sentí un exiliado, extranjero involuntario en más ocasiones de las que recuerdo, pero exiliado nunca.
Mi repulsa a ser identificado como extranjero ha sido solo superada por la de parecer turista. Por eso viajo como un camaleón torpe que trata, la mayor parte del tiempo sin éxito, de mimetizarse al ambiente en el que está aunque sea solo por unos días.
Cuando he logrado apropiarme de mi entorno inmediato en el alojamiento elegido para mi estancia, salgo a explorar.
Desayuno siempre en el mismo café de barrio, saludo al encargado y a los otros parroquianos, leo el periódico local y me fijo qué piden los demás para pedir lo mismo. Así me he llevado una que otra sorpresa al tratar de masticar y ya no diré al tratar de digerir lo que me había llevado a la boca. He experimentado la dificultad de leer un periódico al revés, sobre todo si está en un alfabeto y en un idioma desconocidos por más que me esforzara en disimularlo. En ocasiones he percibido una sonrisa cuando no una franca carcajada de los otros comensales; en mi afán de integración he terminando siendo la atracción local. Nunca me importó, pronto estaría nuevamente en el camino hacia ese destino en el que tal vez dejaría de ser extranjero. A medida que la juventud iba quedando atrás, la mochila se transformó en una bolsa de trajes, después en una maleta con ruedas y apellido ilustre. Me las arreglé para que viajar fuera parte de mi trabajo durante gran parte de mi vida.
En mis viajes he conocido personas de diferentes culturas, razas y religiones. He compartido fines de semana con príncipes en sus castillos, con artistas en busca de inspiración y con inmigrantes que no tenían que comer. Me he encontrado en situaciones a veces difíciles y dramáticas, a veces graciosas y otras ridículas, pero siempre he encontrado niños, mujeres y hombres dispuestos a ayudar. Por el camino me he cruzado con otros extranjeros involuntarios: los inmigrantes buscando un exilio seguro, los que se esconden para disfrutar de fondos de dudosa procedencia y aquellos que son extranjeros en su propio país y solo quieren ser felices. En ocasiones fui agasajado por potentados locales atraídos por mi exotismo. En otras, los medios de las personas que me cruzaba eran infinitamente menores que los míos, pero no dudaron en ofrecer su ayuda y compartir lo que tenían con un desconocido, un extranjero que buscaba no serlo.
Sus historias y la mía compartieron brevemente el mismo camino.
Capítulo 5: El mapa no lo explica todo
En 1980 el Bósforo era un lugar de paso entre el comunismo y el capitalismo y hoy como entonces, lo sigue siendo entre el Mar Negro y el Mediterráneo, entre oriente y occidente, entre la fatalidad y las oportunidades. El tráfico marítimo no descansa nunca y mantiene abierta la fisura que parte en dos a Estambul. Los transbordadores se afanan desde el amanecer hasta muy entrada la noche en coser las dos orillas. En la obscuridad, mi cámara hacía visibles los hilos luminosos estirados al máximo hasta que los barcos tejedores apagaban sus motores exhaustos de tanto ir y venir.
La terraza del Hilton tenía desde 1955, una de las mejores vistas del Bósforo. A finales de agosto, poco antes de la puesta de sol, el calor sofocante iba cediendo empujado por la brisa que soplaba desde el estrecho. Olía a flores, los últimos reflejos dorados bailaban sobre las estelas de los barcos mientras un discreto, pero eficaz batallón de camareros servía unos maravillosos Martinis que completaban el cuadro idílico del atardecer perfecto.
- – Pensé que era usted turco, dijo uno de ellos al servir mi copa cuando le hablé en inglés.
- – ¿Por qué? pregunté.
- – Por su bigote, contestó.
Abrí un mapa para consultar el trayecto del día siguiente que debería de llevarme al norte de Grecia, a la ciudad de Kavala.
- – Son solo 450 kilómetros, deben de ser como máximo siete horas de viaje, si salgo temprano llegaré a media tarde, concluí para mí mismo sin necesidad de mayor consulta.
El mapa estaba clarísimo.
En el verano de 1980 Turquía era tal como hoy, un país de entrada por salida para miles de emigrantes de Medio Oriente en su camino a Alemania.
A las 7:30 de la mañana después de pasar por el puente de Galata y desayunar un delicioso Balik-ekmet (pan con pescado), llegué a una estación de autobuses con nombre impronunciable (Uluslararasi). Mi cara de turista perdido debe de haber sido demasiado evidente. Un joven de unos 25 años se acercó a mí y en un inglés tosco me dijo:
- – ¿Qué haces aquí? ¿Sabes donde estás?
- – En la estación de autobuses, contesté a lo que para mí era más que obvio.
- – Aquí no hay nadie como tú, dijo en un tono áspero y despectivo.
Miré a mi alrededor, efectivamente era el único extranjero, pero después de mi conversación con el camarero del Hilton yo estaba convencido que un mes de sol intenso y mi frondoso bigote negro me harían pasar desapercibido.
En la taquilla, tardé 15 minutos en lograr que me entendieran que quería comprar un billete para Kavala.
- – ¿Por Edirne? preguntó el hombre detrás del vidrio mugriento.
- – Sí, contesté sin saber ni siquiera donde estaba Edirne que me sonaba a nombre vasco.
Yo había apostado todo a mi bigote y tratando de parecer “cool” ni de casualidad se me hubiera ocurrido mirar el mapa.
No recuerdo cuantas liras turcas fueron, pero era baratísimo. Debí de suponer que el autobús estaría acorde al precio del billete, pero yo seguía comparando bigotes y no presté atención hasta que estuve sentado y aquella cafetera con ruedas salió dando resoplidos de la estación de autobuses cerca de las once de la mañana.
Cuando dejamos atrás Estambul no volví a ver el mar. En mi mapa, la autopista circulaba muy cerca de la orilla. Lo saqué de mi mochila y de repente descubrí donde estaba Edirne. Íbamos hacia la frontera con Bulgaria en dirección Noroeste.
Levante la vista, mi bigote y mi piel bronceada por el sol turco no desentonaban, todo lo demás sí. El resto de pasajeros eran todos hombres, sus facciones eran diferentes a las de los turcos y hablaban árabe. Me habían dejado solo, el único asiento vacío en todo el autobús ere el contiguo al mío. Tímidamente le pregunté al bigotón que estaba sentado frente a mí de dónde eran:
- – De Iraq, contestó en un inglés rudimentario con fuerte acento alemán.
- – ¿A dónde vais?, pregunté.
- – A Alemania, hacemos este trayecto una vez al año, explicó.
- – ¿Y cuánto tiempo os lleva llegar a Alemania? seguí preguntando.
- – Depende, cuatro, cinco o seis días, según como nos traten, apuntó.
- – ¿Os traten? ¿quiénes? proseguí.
- – Los turcos, los griegos, los búlgaros, los austriacos y todos aquellos europeos que nos cruzamos en el camino.
No dijo más, miró por la ventanilla y entendí que la conversación había concluido.
Avanzábamos muy lentamente, al medio día el calor y el olor eran insoportables. Ya no miraba los bigotes sino las botellas de agua que iban de boca en boca. No había comprado nada, nunca pensé en hacer provisiones. Una mano me tendió una botella, no distinguía bien si lo que flotaba en el interior eran burbujas o algo más sólido. A pesar de la sed dije que no con la cabeza y esbocé una sonrisa cortés.
De repente unos hombres sentados en la última fila empezaron a hablar en voz muy alta, en segundos todo el autobús gritaba. El chófer también gritaba pero en turco, mirando al mismo tiempo el enorme espejo que tenía para vigilar al pasaje y dejando de ver la carretera. Sus gritos terminaron siendo los más fuertes. Todos se calmaron y vi como la mayoría levantaba la mano. Parecía una votación a mano alzada en un parlamento tribal. El conductor detuvo el autobús al borde del camino. Sin más protocolo, unos veinticincos bigotudos salieron corriendo y en una fila paralela al autobús se pusieron a orinar simultáneamente. No me quedó más remedio, por el bien de mi vejiga, que unirme al espectáculo. Esto hizo que aflorara una cierta camaradería de los Iraquíes hacia mí. Puede que solo les diera lástima con mi aire de turista, con mi mochila de Boyscout, perdido en alguna parte entre Estambul y Edirne, sin agua ni comida.
Pasaban las tres de la tarde cuando estuvimos todos nuevamente a bordo. Un salchichón negro y duro empezó a circular de asiento en asiento. Cuando llegó a mí lo miré, mi compañero del otro lado del pasillo me miró e hizo un gesto para indicarme que le pegara un mordisco. Me supo a gloria. Para cuando volvió a pasar la botella de agua bebí un trago como si fuese un elefante en el desierto de Namibia. Mis nuevos amigos no dejaron de alimentarme el resto del trayecto hasta Edirne, me pasaron pan, más salchichón, un queso parecido al feta y algo que parecían empanadillas. Yo atribuí orgullosamente mi integración al grupo en parte a mi bigote.
Por fin llegamos a la frontera, después de una larguísima cola de tres horas le tocó el turno a nuestro autobús. Los guardias de frontera griegos nos hicieron bajar de muy malos modos. Nunca había sentido tantos cuerpos tan cerca. Me acordé de las vacas en la estancia de mi tío en la Pampa, apretujadas antes de que las subieran al tren para ir a las subastas. Mis compañeros de viaje que empujaban maletas enormes y que hasta entonces no paraban de hablar, estaban mudos. Solo se oía a los centinelas gritarles en un idioma que obviamente no entendían. Estaban resignados, sabían que tenían que pasar por esto y mucho más si querían seguir alimentando a sus familias en Iraq y se callaban. Un guardia detuvo su mirada sobre mí y me hizo una seña brusca:
- – Passport, dijo seco.
- – Tourist! Tourist! exclamó en voz alta, a lo cual vino otro uniformado, me cogió por el brazo y me llevó a un cuarto aparte amueblado con un banco de madera y poco más.
Vi anochecer por la ventana.
Tardamos nueve horas en cruzar la frontera, revisaron una por una las maletas, decomisaron gran parte de la comida que traían los emigrantes para alimentarse con sabores caseros durante un año entero. Me imagino que a su regreso las mismas maletas irían llenas de ropa y aparatos electrónicos. No pude dormir más allá de media hora. El hambre y el asiento duro, pero sobre todo el pensar en todos los demás que no tenían la suerte de tener un pasaporte “civilizado” y estaban siendo tratados como ganado, no me dejaba conciliar el sueño. Amanecía cuando los volví a ver, tenía ganas de abrazarlos. La mitad se despidió ya que seguiría su camino por Bulgaria, la otra mitad y yo nos subimos al autobús. Si hubiese podido les hubiese invitado un buen desayuno a todos.
Llegamos a Kavala diecinueve horas después de haber salido de Estambul. La despedida fue efusiva, me regalaron un último pedazo de salchichón. Cuando el autobús ya se había alejado me di cuenta que había olvidado el mapa en el asiento.
- – En realidad no tiene importancia, no era muy bueno, me dije a mi mismo con una sonrisa.
Ni el tiempo que me iba a tomar recorrer el trayecto de solo 450 kilómetros, ni lo que me iba a encontrar por el camino estaban explicados en mi mapa.
Sinopsis
Albert-Mersault, viaja para dejar de ser extranjero. Vive una serie de aventuras, unas veces divertidas y otras inquietantes.
No eligió ser extranjero, lo es involuntariamente. Le gusta sentarse en el mismo café, en la misma mesa, pedir el mismo croissant, leer el periódico local para sentirse parte de la comunidad aunque solo sea por algunos días.
Vive plenamente el antagonismo entre el allá y el aquí, entre la integración “à tout prix” y cultivar las diferencias.
Su vida es una búsqueda, viajando encuentra otros extranjeros involuntarios y su curiosidad lo lleva a indagar en sus vidas. Lo que descubre le ayuda a entender quién es y donde está su lugar.
Este es el relato de los breves momentos en que sus historias compartieron el mismo camino.
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