Los psiquiatras y psicólogos que me analizaron antes de mi condena me preguntaron si tenía recuerdo de algún hecho traumático de mi infancia, como si la respuesta estuviera siempre allí.
Saqué a relucir entonces algo doloroso: aquél día en que una compañerita de clase, celosa quizás porque la maestra demostraba cierta preferencia hacia mí, me informa, a los ocho años de edad, que no era hija de sangre de la familia en cuyo seno me criaba.
Fue una noticia atroz, que me provocó un dolor espantoso, de esos dolores punzantes que se sienten en el estómago. No tuve que enfrentar a mis padres o buscar testigos; muy dentro de mí sentí que me habían dicho la verdad, que ese vago malestar que experimentaba en las reuniones familiares, como si fuera sapo de otro pozo, se debía entonces a que no teníamos una conexión biológica y, quizás, ni siquiera moral.
Regresé del colegio con mi alma a cuestas. Volví caminando, sin esperar el ómnibus escolar que nos llevaba a las tres hermanas. Llegué más tarde que ellas y encontré a mi mamá en la puerta de casa desesperada. Mis hermanas, unidas en todo, le contaron que había decidido volver a pie. Por más extraño a sus costumbres que fuera mi comportamiento, no les llamaba mucho la atención. Para ellas, yo no estaba hecha de la misma madera.
Mi madre, lejos de retarme me abrazó con fuerza y, entre lágrimas, me pidió que no volviera a hacer algo así. Me conmovió. No podía entender que si no había lazo sanguíneo (como yo suponía), ella me quisiera tanto. Es más, a veces he pensado que me quería más que a mis hermanas. No sé porqué –creo que nunca lo sabré- ella tenía esa debilidad, ese cariño inmenso que uno siente instintivamente por quien ve más desprotegido, a pesar de que quienes lloraban por cualquier cosa y parecían siempre más débiles eran mis hermanas.
Durante el almuerzo mi padre trató de reprenderme, pero mi mamá, muy sutilmente, le hizo señas para que no lo hiciera. Mi papá difícilmente podía negarse a lo que ella le pedía con tanta delicadeza.
Es así que ese día no dije nada, y tampoco al siguiente, ni nunca jamás consulté a mi familia sobre mi venida al mundo. Di por sentado que era adoptada y que tendría que lidiar sola con eso.
En la adolescencia tuve la suerte de que mi madre convenciera a mi padre para que me dejara asistir a la escuela secundaria que yo quería: una técnico-industrial. Mi papá se oponía porque la consideraba para varones. Pero mi madre, que siempre apostaba por mis inclinaciones, logró convencerlo. De esta manera, mis dos hermanas (mellizas entre ellas) cursaban el bachiller, mientras yo comencé la secundaria, dos años más tarde, en la escuela industrial.
A la luz de los acontecimientos, fue en ese período en que ocurrió un hecho minúsculo, en apariencia intrascendente, que puso de manifiesto mi esencia. Fue cuando encontré el primer roedor muerto cazado con mi ratonera electrónica. Esto demostró que mi invento funcionaba a la perfección, pero a mí lo que más me gratificó fue ver el cuerpecito tajado y lleno de sangre, como si hubiese explotado por dentro. Esa satisfacción fue tan grande que rayaba en lo placentero. Claro que mi familia asoció mi goce al logro del objetivo para el cual había fabricado el artefacto, pero yo, internamente, sabía que lo que me había producido satisfacción era otra cosa. Por primera vez descubría el placer de tener poder sobre un ser viviente, tener el poder de decidir sobre la vida y la muerte de otro, por más insignificante que éste fuera.
Siendo mujer, ese logro fue celebrado por los profesores de la escuela industrial, en la cual las mujeres no llegábamos al diez por ciento del alumnado. No obstante, me valió la envidia de mis congéneres, la enemistad de algunos de mis compañeros varones, y la admiración de otros.
Mi madre estaba orgullosa de mí y de mis logros; recuerdo perfectamente que no cesaba de contar a todo el mundo mi hazaña con la ratonera electrónica. Hasta se le ocurrió que podría patentar el invento, ante lo cual papá impuso su cordura.
Terminé el colegio industrial con notas sobresalientes y con un novio destacado. Era el mejor alumno y sentía hacia mí una devoción fuera de serie. Prestaba atención a todo lo que yo decía, se involucraba en mis proyectos y me defendía de las ironías de mis hermanas, quienes no podían entender que él no viera la maldad que ellas veían en mí. Esto también me divertía.
Ramiro (así se llamaba mi novio) era una buena persona, pero yo vivía dándole muestras de indiferencia. Tanto es así que en una oportunidad ocurrió lo que jamás hubiera imaginado: luego de una discusión en la que le dije, como tantas otras veces, que si no le gustaba mi forma de ser podía irse cuando quisiera, el me miró en silencio larga y profundamente, dio media vuelta y salió de mi casa para nunca más volver. Recién entonces supe que lo quería. No obstante, mi orgullo fue mayor que mi dolor y no lo fui a buscar.
Mi único remordimiento, de a ratos, era ver la mirada sufriente de mi madre, no porque le preocupara la desdicha de mis pretendientes, sino porque creo que intuía que cuánto más hería a otros, más se hundía mi ser en la penumbra.
Tuvieron que pasar más de veinte años para que, a raíz de un encuentro fortuito (de importancia fundamental en esta historia y que contaré a su debido tiempo), recordara un hecho perturbador ocurrido en mi adolescencia que había quedado sepultado en mi memoria, pero que tuvo efectos nefastos en mi vida. Sin embargo, a esa edad no tenía la capacidad de análisis como para darme cuenta de las consecuencias que tuvo en mi forma de ser.
En mis siguientes relaciones, seguí buscando el padecer ajeno, sin saber qué era lo que quería hacerles pagar a esos pobres infelices. Hasta el día en que a mi padre le diagnosticaron una enfermedad terminal y tomé conciencia de que era capaz de cualquier cosa con tal que se salvara. Hice promesas de todo tipo, la más contundente y difícil de cumplir: no volver a buscar víctimas de mi falta de amor.
Afortunadamente, mi papá superó los tres meses de vida pronosticados, y los cuatro y los seis, y cada vez parecía recuperarse más, hasta que luego de un año, la enfermedad pareció remitir y nuestra vida volvió a la normalidad. La de los demás, en realidad, porque la mía tomaría otro rumbo, como si la salud de mi padre dependiera de mi promesa.
La recuperación de papá asombró a médicos y familia, y a mí casi me convence de la existencia de Dios, al menos mi mamá consiguió que rezara y la acompañara a misa, algo que había dejado de hacer hacía años. Ella estaba feliz de ver que papá mejoraba y que yo me encaminaba de acuerdo a sus deseos.
Mi cambio fue tan grande que hasta mis hermanas comenzaron a creer que era posible mi conversión. Comencé a estudiar enfermería y luego del primer año conseguí trabajo como ayudante en un hospital de niños.
Ahí conocí a Pedro, uno de los principales médicos del lugar, serio y profesional, nunca mostró en el trabajo la menor inclinación hacia mí, hasta que un día, el de mi cumpleaños, invité a un reducido grupo de enfermeras a cenar a modo de festejo al restaurante de un chef conocido. Para mi sorpresa, cuando llegamos vimos a dos médicos del hospital cenando allí, uno de ellos era Pedro. Sin invitación previa, se pasaron a nuestra mesa y él se sentó a mi lado. A partir de ese día me cambió totalmente la imagen que tenía de él. Creo que me enamoré cuando el mozo me iba a servir y Pedro le pidió la fuente para hacerlo él. Posteriormente me enteré de que el encuentro no había sido casual. Escuchó que iríamos a cenar y vio la oportunidad de un acercamiento. Desde entonces, no nos separamos más.
A los pocos meses nos casamos, con él viví los tres años más felices de mi vida. No podía pedir más: me sentía unida a los miembros de mi familia, mis padres estaban bien, y el hombre que amaba también me amaba. A Pedro nunca lo quise hacer sufrir como a mis novios de la adolescencia. Lo admiraba demasiado y lo quería con el alma; hubiese sido incapaz de hacer algo que pusiera en riesgo nuestra relación. Gracias a él sentía que era una mejor persona, algo que tampoco me había pasado antes.
En su compañía aprendí muchísimo. A nivel profesional, uno de los mejores que conocí en mi vida, a nivel personal, se involucraba con todos los pacientes a su cargo, llevándose historias clínicas a casa para tratar de desentrañar síntomas extraños y poder diagnosticar la enfermedad correcta. Él me decía que yo era increíble, que cualquier mujer se molestaría, pero yo estaba orgullosa y me encantaba verlo tan apasionado con su profesión.
Fuimos felices hasta que le diagnosticaron esa maldita enfermedad. Nuevamente, como cuando había enfermado mi padre, iba a misa, volví a rezar e hice mil promesas, pero nada fue suficiente. Siempre pienso que cuando Pedro falleció la mejor parte de mí se fue con él.
SINOPSIS
La novela está narrada en primera persona, a través de la voz de su protagonista, Regina.
Al momento del relato, la mujer tiene treinta y ocho años y en cada capítulo irá relatando diversos sucesos de su vida en los cuales ha hecho justicia por mano propia. No obstante, su carrera justiciera se trunca cuando la descubren en un caso en particular. A partir de entonces, como si fuera un dominó, se comienzan a develar los demás hechos. Aunque criticable, en algunos casos el lector hasta podría sentir empatía por Regina, que aborrece las injusticias y tratará de intervenir llevando a cabo las acciones que considere necesarias para revertir la situación, aunque en ocasiones esto implique la muerte de personajes despreciables.
Regina escribe el libro desde la cárcel, y allí lo encuentra su carcelera, quien lo saca a la luz cuando lo descubre, luego de que la presa ha logrado escapar.
La novela tiene prólogo, donde la carcelera explica la situación en que se encontró con el libro testimonial, y epílogo, detallando la suerte de Regina al momento de dar a conocer el libro.
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