El papel rosa era escueto. Bajo. Nos vemos en Rosales.

Magadan”,el quiosco del Paseo Rosales. Cerca del teleférico. Donde termina Marqués de Urquíjo y empieza a rodar cuesta abajo el parque del Oeste.

Esto quería decir, que, como siempre no había querido interrumpirla. Que pasaba sin hacer ruido. Moviéndose silenciosa entre los muebles y las personas. Significaba que ella había llamado al resto. Esto era Ana. La disponible. La eficiente. La discreta. La alegre. Ana la que escuchaba siempre. Ana se habría encargadode subir a buscar a Lula.

Tijeras de podar. Pasó el afilador y oyó su soniquete a lo lejos. ¿Alguien en Madrid tenía tijeras de podar? Ya en el portal vio pasar la furgoneta blanca y el sonido se hizo más cercano y lejano a la vez. Avanzó rápido, pero sin prisa. Caminaba hasta lo seguro. Hasta la mesa dónde estarían sus amigas. Esperándola aunque ellas no lo supiesen, siempre la esperaban.

Cruzó a la otra acera. Más despacio que sus pensamientos. Después volvió apresurada hacia el paso de cebra para dejar atrás sus recuerdos, pues la luz parpadeaba y los coches se impacientaban a través de los cristales. A la derecha, bajando de Marqués de Urquíjo, Rosales, que miraba en piedra el parque despeñado. Quizá nunca hubiese habido piedras allí. Quizás siempre hubiese habido pintores y poetas y suaves colinas cubiertas de flores. Quizás El Parque del Oeste siempre hubiese sido un jardín al oriente del palacio. Una fuente de lis. Una Virgen blanca de mayo. Pero no. Por allí había subido la guerra. Habían rasgado las trincheras por los arbustos de lilas. Sí, allí seguía sentado en pintor. La paleta en la mano, la barbilla erguida y desafiante bajo un rostro tranquilo, pero entonces, cuando sonaban las balas de los obuses, él no estaba allí.

Luego, los nueve castaños de indias formando un arco de ballesta sobre los bancos del parque. Pero ni un banco para sentarse. Solo pasar, pasar. Como el tiempo. Como los recuerdos. Como la vida. Le gustaba pasar allí, sintiendotamizarla luz en las hojas y el olor, ya inexistente de los cercanas lilas! En ese pequeño claro, a medio camino entre la ciudad y su vista recortada en el cielo.

Luego, las acacias, y la rosaleda. Más terrazas silueteando las aceras. El kiosco de horchata. Magadán. Dormido el camarero. Ausentes los clientes hasta la tarde.

Hacia abajo la casita de un guardabosques que nunca existió. Quizás sí lo hubo. Un Antonio Mingote, alcalde honorario del Retiro. Un custodio del parque con su uniforme marrón y sombrero formal de cuero. Y su garita. Con su tejadito rojo y su soleada piedra de Colmenar esperando ser ocupada.

Vio el grupo sin identificar a nadie. Estaban todos sentados Tazas y platos desparramados por la mesa. Abrigos colgando de los respaldos de las sillas.

Estaba también Diego, -¿quéhabría visto Lula en el él?-que sobresalía sobre resto. Diego Ferrando, el fiscal. A lo mejor era cierto y simplemente se sentía a gusto entre ellas. Un compañero de trabajo. Demasiado alto para que le cayese mal como le hubiese gustado. Desgarbado y afable si es que se pueden ser las dos cosas a la vez. Silencioso. Al que simplemente le gustaba escuchar. Y estar.

Le gustaba aquel hombre, para qué negarlo. Admitía bien sus puyas, a veces dolorosas e incomodas pero también las del resto del grupo sin inmutarse. Escuchaba y estaba. A veces, preguntaba. Y era demasiado alto, volvió a su obsesivo pensamiento, demasiado alto para que le cayese mal.

Estaba segura de que en realidad él lo quería, le gustaba y buscaba aquella compañía. Que no era un mero accidente circunstancial y la frecuentaba todo lo que ellas le dejaban. Nunca se dejaba intimidar por sus juicios despectivos ni por sus hirientes comentarios más, aún cuando se trataba de aquellos incomprensibles e intrascendentes asuntos de los que un grupo de mujeres hacen y dicen mientras desayunan.

Las continuas mofas, befas y escarnios a las que sometían sus opiniones o su mera presencia, o peor aún cuando todas, todas sin excepción, se empeñaban en buscarle acomodo entre sus múltiples amigas desparejadas, parecía no hacer mella en él.

Otras veces, la mayoría de ellas, los temas solían ser estrictamente jurídicos y entonces él no intervenía, fuese cual fuese el motivo de la discusión,

Era inteligente, pero con ellas callaba a pesar de que los comentarios mordaces, suponía ella, serían un acicate más para dejar patente su inteligencia, su rapidez de reflejos mentales, y su enciclopédica memoria fruto de sus años de opositor. Pero no. Callaba. ¿Quizá fuese tímido?. O no. En realidad le daba lo mismo. Lo único, que a veces, solo a veces, le parecía demasiado alto. Incluso para desayunar con ellas.

Le vio alzar la mano sobre todas las cabezas agitándola.

Avanzaba bordeando las mesas de mármol, los veladores de Rosales, sin buscarles con la mirada. Caminaba distraída. ¡Si pudiese diluirse en el suelo y aparecer sentada a su lado sin haber interrumpido la conversación sin que nadie hubiese notado su llegada. Como si hubiese estado allí de siempre!

Otra vez esa mano agitada por encima de todas las cabezas. Otra vez la mirada al suelo y el andar vacilante.

Seguían hablando, apenas un movimiento imperceptible de cabeza. Una sonrisa lejana de saludo mientras se acercaba. Otra vez la mano alzada.

El ruido, la conversación de todos hablando a la vez, si es que a eso se podía llamar conversación, le llegaba mezclado con el de los coches, el de los pájaros, el de los paseantes. Quería estar allí, pero no llegar. Estar allí de siempre.

No podía concentrarse en nada. No podía pensar en nada. Veía llegar a Marina caminando lentamente. Con la cabeza baja. Se sentaría sin besar ni ser besada. Muy ella. Estaba allí feliz. Simplemente con estar.Contenta. Mirando en los dibujos animados que entretenían el callar de Diego. Alzó la cabeza y volvió al grupo, que en esos instantes era ya, un guirigay de saludos, peticiones y más ruido de cucharillas en las tazas y platos contra la mesa.

Saludó con una leve inclinación de cabeza. Se apresuró a dejar las cosas, carpetas, abrigo, sobre una silla vacía con una mano mientras con la otra intentaba abrirse hueco para sentarse en el ya cerrado círculo. Al llegar todos habían giraron la cabeza mirándola sin verla y una vez vista y saludada se habían vuelto riendo sin prestarle lamás mínima atención y sin dejar de hablar y reír.

“¿Me he perdido algo importante?”, se interrogó a sí misma en silencio mientras se sentaba en la silla libre que le habían dejado mientras seguía con la mirada al camarero, ajeno al grupo y entretenido en la pereza y el aburrimiento.

Detenido el bullicio apenas un breve segundo para hacer hueco en la mesa, habían vuelto a la conversación interrumpida. A una discusión profundamente intranscendente y absurda.

¡Habéis ido a la Academia de Jurisprudencia.¡Sin mí! Y os ha regalado un libro. Compuso su mejor cara de justindignación.

Solo hemos ido nosotros de dos. Señaló con la barbilla a Diego que le tendía un libro de tapa dura, con el escudo de la antigua academia matritense de jurisprudencia.

Además nos ha dado un libro para ti y hemos quedado que iremos todos para que nos explique bien.

Cada vez que voy a Marqués de Cubas y subo por la calle de los Madrazo me entra una curiosidad de ese edificio tan neoclásico y tan asimétrico.

Nos dijo que habían tirado la mitad del edificio para abrir precisamente la calle de los Madrazo

¿No era la antigua Real fábrica de vidrio?

Y el cuartel de los franceses y el laboratorio de Proust. Ha tenido muchos destinos.

No sé quien era Proust. ¿Un químico?

Solo íbamos a ver al Presidente de Canónico. No sabéis que bibliotecas, una en una sala acorazada, qué salas y qué cuadros.

Los dos de Romero de Torres, porque nos lo ha dicho él. Como si fuesen de otro pintor. Aurora Roja y Aurora de Paz. Dos mujeres que ni por asomo se parecen a “la piconera”Hubiese dicho cien autores y no habría acertado. Supongo que serán préstamos de otras pinacotecas.

¿No les vas a contar que has encontrado los muebles y los libros de tu bisabuelo?

Cuando se lo diga a mi padre…que emoción…

¿Por qué empezar a contar algo que sucedió muchos años después, cuandoyo ya ni siquiera estabas?

Porque merecías haber estado y vivido eso. Porque debiste ser tú y no yo quien bajase volando aquella escalera de caracol rodeada de libros en esa habitación fuerte de la Academia de Jurisprudencia. Porque debiste ser tu quien compartiese la ingenua alegría de Lula cuando descubrió la biblioteca donada por su abuela a la Academia.

Porque debiste ser tú quien compartiese su risa y su asombro.

Porque era tuya, y solo tuya, la felicidad regalada de una librera generosay un jurista amable de saber enciclopédico, que nos pastoreó una mañana soleada cuando tú ya no estabas.

Hablaban las tres a la vez. Lucía y su hermana Marina enzarzadas como siempre en no sé qué y a Ana que siempre le reía las tonterías a su amiga. De vez en cuando Diego, las intentaba interrumpir, sin éxito. Meterbaza en lo que podía Pero él era un escuchante. Miró a Lourdes. Parecía cansada.

Sí, sí. Claro que lo estaba. Cansada. Jorge seguía de viaje y su padre había decido instalarse con ella unos días.

Hoy le había llevado el desayuno a la cama. Quizás también echaba de menos la niña que había sido o el poco padre que fue. Esperaba no haberle decepcionado. Sí, sí ya lo sé. Criar una hija sola es toda una heroicidad. Pero le veía inquieto. Volvió los ojos y a la conversación con sus amigas.

Intentar meter unas piernas de más de un metro debajo de la mesa era un incordio. Diego que las debía tener más o menos de todo su tamaño, sentado ladeado las había estirado cuan largas eran hasta llegar casi a la altura de las de las sillas de enfrente. Lucía las había recogido debajo de su silla para evitar tropezarse con las del fiscal. ¿Pero y las suyas? No había espacio material donde ponerlas. Miró otra vez debajo de la mesa. Ana y Marina sentadas pulcramente sin ocupar más espacio del correcto ocupaban discretamente un pequeño hueco entre sus sillas y bajo la mesa.

Nunca sabía qué hacer con nada de lo suyo. Ni con sus piernas, ni con su padre, ni con su marido. ¿Le había dicho que recogiese la gabardina de Jorge de la tintorería?Tampoco parecía que fuese a llover. Pero ella no estaba allí. Veía las copas de los arboles iluminadas y movidas por el viento. Y pensaba en su pequeño barco de vela.

Tan lejos del mar. Pero estaba allí sentada en el parque del Oeste. Con sus amigas y fiscal tan largo como callado. Veía las sillas alineadas, algunas apiladas esperando ser colocadas frente las mesas.

En Magadan”,el quiosco del Paseo Rosales. Cerca del teleférico. Donde termina Marqués de Urquíjo y empieza a rodar cuesta abajo el parque del Oeste.

“No hay nada peor que tener una ambición y sentirse incapaz de luchar por ella”,

Deberías escribir algo.

En cuanto su hermana empezaba así, desconectaba perezosamente. No hago otra cosa que escribir, escribir todo el día Marina. ¿Te parece de verdad que escribo poco?

Yo en cambio, quiero escribir todo el día. Cuando despierto y no siento respirar alguien a mi lado. La dolorosa ausencia. El silencio crujiendo bajo mis pies por el pasillo. Y me siento al borde de la cama esperando que se me pase. Y así transcurre el tiempo. Entre el dolor de querer escribir y la incapacidad o el no querer hacerlo.

Respiro. Respiro hondo como si de una angustia profunda se tratase. Y luego siento que va cediendo lentamente hasta que veo luz resbalando en una esquina. Formando una sombra sostenida. Un silencio. Y quiero escribir. Y me callo hasta que otra pasa y otra vez vuelve.

No hay peor espina que la que envenena como la escogida para Nimet Eluy Bey.

Puedo leer, leer, leer.

Tenía razón Lucía. Todo el mundo escribía un libro que nadie leía.

No sabía si iba a venir Isabel. Llevaba semanas sin verla, y la echaba de menos. Miró la punta de sus zapatos y volvió a la conversación. Los cuatro seguían en esas interminables discusiones que nunca llevaban a nada. Su hermana, de siempre, era como trabajar con un perro pequeño al lado. Si está, no puedes hacer nada, pero si no está tampoco, porque lo echas de menos.

Volvió. Estoy aún con Roth.

¿Job?

Sí y Antiguo Testamento. Sapienciales.

¿Qué hay que leer entonces para la próxima? Pensé que era “El manantial”.

Mil gracias por el libro de Lloyd Wright.

Tienes que leerlos en paralelo. No ha lugar leer “El manantial” sin saber nada de Wright.

Estoy con “Elisabeth y su jardín alemán” como me diría Luis Figuerola,“virtuosi”, pero “frivoleti” total.

A ver, entonces para la próxima ¿Qué hay que leer? Porque os ponéis todas muy dignas y al final acabamos hablando de cine o de música o de cualquier cosa menos del libro de la tertulia.

Yo creía que era Rilke. El de Antonio Pau. También el de “Releer a Rilke”

Y ¿“cuarenta y nueve poemas”?

¿Tres libros para una sola tertulia?

Estoy intentando hacer un índice, lo mismo que con las flores y las plantas de Elisabeth Von Armin y su jardín alemán, pero claro con sus mujeres.

Lucía ¿estás escribiendo?¿Las mujeres de Rilke? Habrá más mujeres que flores.

Por el estilo. He incluido a su madre, que tanto marcó su vida, y a su hija también. Amigas, amantes, protectoras, protegidas.

Pues para pertenecer a la soledad, estaba muy bien acompañado.

También he incluido a mi abuela paterna ¿ te acuerdas Marina? que preparaba entonces su boda en el Hotel Palace. Un día se lo cruzó, allí. Supongo que a su vuelta de la estancia, la de Rilke,en Toledo. No le dijo nada claro, pero mi abuelo le saludó en alemán y él, amable, se tocó el sombrero.

La abuela, los días siguientes fue al hotel con una edición de “Los apuntes de Malte Laurids Brigge” en francés, pero ya no volvió a verle. Pero, ella, ellos, se habían cruzado con Rilke. El mejor regalo de boda.

Recordó su boda, también allí y cómo no, la muerte. La muerte, qué absurdo… qué insensatez, vivir así, para acabar muriendo siempre. Porque cualquiera que fuese su estado de ánimo o su interés, al final todos sus pensamientos acababan en él. En él, que durante años desde la adolescencia, lo había sido todo para ella. ¡Qué vacía se sentía sin él! ¡Cuánto lo echaba de menos y cuánto lo necesitaba aún !

Hemos terminado la liquidación de gananciales. Volvió a la partida de nacimiento que había dejado sobre la mesa para Ana.

ARGUMENTO; El olvido, la amistad y la muerte. Un Madrid que nunca quiso morir así.

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