CAPITULO 1
La pirámide. La llamaban la pirámide. Aunque un niño grande podía escalarla: se levantaba apenas tres metros por arriba del suelo, un poco más. Tenía la altura de una persona, una persona que para verla a los ojos debes levantar la barbilla. Nadie nunca la llamó, nadie la llama por otro nombre. La Pirámide. Quien la miraba levantaba la barbilla, la mirada. Siempre. Los niños la rondaban. Los más pequeños eran los más audaces, los más confiados, la visitaban como las cocinas donde sus abuelas y madres podían darles alguna golosina. Los niños más grandes la rondaban en secreto, tímidos, como rondaban los senderos por donde caminaban hacia la plaza las muchachas cargadas de flores. Los pequeños la rondaban en grupo. Los más grandes, siempre solos.
La Pirámide es el centro del gobierno. Magos y cazadores iban y venían, se saludan, se detenían a conversar. Entraban y salían de alguna de las decenas de chozas en el complejo. Unas chozas eran pequeñas, sólo uno la habitaba, asomándose por la ventana. Otras eran enormes, de ellas salían una, dos, tres columnas de humo. Cualquiera podía caminar ahí pero nadie que no diera órdenes se quedaba ahí: había centenas de esclavos, y algunas decenas de señores. Las mujeres siempre iban cargadas de cestos verdes, cestos negros, cestos rojos, cestos cubiertos de lienzos blancos. Los niños corrían junto a ellas. A veces eran sus hijos, pero lo normal era que fuera cualquier niño que buscara asomarse, espiar,saber. Pedirle a algún pequeño llevar un recado o mejor,pedirle buscar a alguien entre las calles, en las chozas más grandes era un regalo. Como cualquier adulto con dulces había hombres que los arrojaban pródigamente.
Fuego. Prendió aroma a fuego. Un altar o una cocina se habían encendido cerca. Enseguida también encendió el aroma a sangre. Entonces era un altar. La ciudad se anunciaba, se abría en sus aromas. El tiempo podía medirse por los aromas de sus cocinas y de sus altares.Todos los aromas agradables a los dioses nunca, nunca se extinguían. La ciudad se olía desde lejos. Se olía hasta los cielos. Los perfumes ásperos de la sangre y del carbón, y el aroma dulzón del copal les daban confianza sus habitantes: los dioses los protegían. A veces flores o hierbas se quemaban y cargaban de acidez al aire. El chile y las frutas quemadas picaban los ojos y la nariz.
Desde este centro la ciudad no podía verse. Los hombres, los niños, las mujeres, los altares, las chozas, los montículos, la Pirámide, la muchedumbre impedía ver la ciudad entera. Desde una verdadera Pirámide podría verse todo: el Centro, la muchedumbre, la Ciudad entera y toda la Tierra. Desde este centro no se veía nada a más allá de cinco metros en la hora principal del día. Conforme pasaba el día y la gente se guardaba, la ciudad crecía. Ya cerca de la noche se extendía hasta el lago. Al amanecer el lago dominaba la vista. Ciudad y lago. Los aromas no cesaban fuera de día o de noche. De día y de noche. Aromas de día, aromas de noche. Si, como dicen, los dioses se ocupan de los hombres, no podían estar muy lejos de México Tenochtitlán. Ninguna ciudad los atendía más, ninguna ciudad buscaba complacerlos más, ninguna ciudad estaba más al pendiente de hacer que los dioses la tuvieran presente. Ninguna ciudad pedía más atención de los dioses. Como los niños rondaban la pirámide, los hombres de México Tenochtitlán rondaban, buscaban, vigilaban, atendían todo el día y todos los días a los dioses.
- – Las heridas se curan. Los dioses nos protegen. Pero a cambio debemos ganar cada asalto, cada pelea, cada incursión. Hablamos de la guerra y no debemos dejar de hablar de la guerra. Deben pensar en las historias que les relato. Ustedes contarán las suyas a los que vengan. ¿Cuál es tu favorita, joven?
- – La del asalto de Huitzilin a Tlatelolco.
- – ¿Por qué?
- – Porque Huitzilin fue muy afortunado, y…
El rostro de repente apagado del mago le cortó la palabra.
- – No fue afortunado. Los tlatelolcas son torpes y Huitzilin supo aprovechar su torpeza. Él conocía su torpeza: viajaba cada dos días a Tlatelolco y tenía muchos amigos ahí. La suerte tiene poco que ver. La buena suerte no existe. Porque la mala, la mala suerte si existe.
Miró directamente a los tres jóvenes que guardaban silencio desde que mencionó Tlatelolco.
- – No deben apenarse por los errores de otros. Pero no deben olvidarlos. Tú, ¿cuál es tu historia favorita?
Este muchacho no vaciló. Aprendía.
- – Una vez, cuando Tezozomoc era joven, compro diez esclavos. Su casa es rica, siempre necesitaba esclavos. Tezozomoc llego sólo al mercado. Se dirigió sin vacilar a la choza más grande. Todos le abrían paso, los traficantes caían delante de él, se empujaban entre sí. Pudo escoger lo que quiso, pagó todo con las piedras rojas más valiosas. Cuando llego al puerto, no pudo meter los esclavos en su canoa. Compró otra. Le dio hambre, compro comida para él y sus esclavos, y tuvo que comprar otra canoa. Al final del día, se quedó sin piedras rojas. Sólo llevaba su cuchillo, adornada de jade y de oro. Su madre se la había regalado cuando tuvo su primera esclava. Navegó. Tezozomoc le gritaba a los esclavos, pero apenas dejaron atrás el mercado, los siete de una canoa se adelantaron y escaparon. Tezozomoc le ordenó a los otros alcanzarlos. Pero en lugar de obedecerlo, lo arrojaron al lago. Perdió todo, y su cuchillo se perdió. Esa es la historia que más me gusta, maestro.
- – Bien. Ahora tú, dibuja el lago, ya sabes qué hacer.
El joven interpelado se sobresaltó. Los niños que rondaban el centro desde la periferia no sabían nada de estas pequeñas penas. Como los niños no saben nada de la vergüenza rosa, de las ácidas confusiones que son el pan de cada día para todos los muchachos que se atrevían a buscar y hablar con una muchacha. Que eran el condimento de todas las comidas de todos los jóvenes que entraban en la pirámide. Se recompuso: había vacilado. Con una vara dibujó el contorno del lago. Los demás ya le habían hecho espacio: debió tomar dos metros del suelo para su dibujo. Luego los puertos: más de un centenar.
- – Bien. No has olvidado ninguno. ¿Qué se carga aquí?
- – Aquí llegan sobre todo los cazadores. Hay patos, huevos, puede haber mercancía del norte, hay carne de venado.
- – ¿Y qué?
- – Buen lugar para traficar. Muchas cosas raras, a veces gemas rojas, a veces mercancía de Michoacán.
- – ¿Aquí?
- – Vienen los de Tlatelolco: maíz, pero también alhajas, ropa, herramientas…
- – Bueno para robar, si puedes.
- – Pero hay que estar preparado señor, esas canoas no van nunca solas, van siempre en grupos de cinco, de diez.
- – ¿Aquí?
- – Esclavos, para Azcapotzalco.
- – Señala los puertos para esclavos.
El joven brazo señaló sin error doce puntos. La mayoría en el norte, menos en el sur, y uno sólo en el centro, en Tenochtitlán.
- – Si un esclavo escapa, ¿qué hacemos?
Enmudecieron. De repente el examen era otra cosa. Tres jóvenes bajaron la cabeza. Directamente a ellos avanzó el mago.
- – ¿Qué hacemos si un esclavo escapa, joven?
La pausa duró un brevísimo instante pero todos la percibieron. El joven no levantó la cabeza de inmediato ni respondió de inmediato. Esto ya no era un examen.
- – El esclavo no debe escapar.
Y sacó despacio de entre la ropa un objeto. Una brillante hoja nueva de obsidiana. Un ojo cerrado. Reflejó la luz de la pequeña fogata. El destello fue como si alguien abriera una ventana. Nadie habría adivinado que el muchacho tuviera un arma entre esas ropas blanquísimas, ligeras, monacales. Los demás miraron con cuidado: siempre era útil saber dónde se podía esconder el arma.
- – Hay que mirar siempre a los esclavos, no darles las espaldas. No hay que mostrar nunca, nunca el arma: debe esta oculta siempre. Y si uno intenta escapar hay que matarlo junto a los otros, con el arma.
- – Tu hermano no la llevaba…Indica ahora dónde se cargan flores y coronas.
Esta vez sin torpezas el muchacho señaló los diez puertos en los que se cargaban flores y en los que por lo tanto siempre había mujeres jóvenes. Ganada así la atención de los jóvenes, la lección sobre el comercio de esclavos en el lago continuó.
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Como siempre se había levantado con el alba. Como siempre, ya estaba retrasado. El banquete de la tarde se complicaba: los cazadores de patos no llegaron. Por retraso o por pereza. Siempre podía castigarlos, volvería a castigarlos. Pero el mal estaba hecho: no había suficientes patos para el banquete. ¿Debía enviar ya, ya mismo canoas a Tlatelolco, llegarían a tiempo? ¿O debía enviar a esas mismas canoas al sur a que probaran suerte y buscaran aptos ellas mismas? ¿Encontrarían suficientes? ¿Todos los muchachos y hombres en las canoas sabrían cazar?
Entró a la enorme sala. Blanca. Limpísima. Fresca y perfumada. Los adornos avanzaban, casi estaban listos y faltaban cinco horas del banquete. No faltaban manos: entre sirvientes, concubinas, mujeres del pueblo, esclavas y esclavos…Azcapotzalco siempre tenía suficientes trabajadores aquí, en el palacio. El problema era allá, en el campo, en el lago, en los talleres…
Tantas manos, y siempre había retrasos. Si de él dependiera… Si él pudiera ordenar, mandaría a esta decena de mujeres a cultivar, y a esta otra decena a recoger flores. No es tan difícil adornar con flores. Es más difícil tejer la tela, armar los vestidos. Y teñir, teñir era difícil… Por eso las telas coloreadas en azul, verde, granate eran costosas, costosas… Y la joyería. La joyería era estupenda, y difícil. A la señora la había seducido la idea de tener un grupo de mujeres dedicado en exclusivaa hacerle sus vestidos y sus adornos. Lástima, lástima que el señor tuviera tantas mujeres… Tenía tantas que ninguna podía enamorarle. Ninguna podía seducirlo, ni mucho menos hacerle cambiar de opinión. Así que lo que había querido ella, lo que la hermosa señora había querido y pedido, no contaba ni contó.
El señor de Azcapotzalco tenía todo. ¿Qué le importaba entonces lo que los demás quisieran? ¿Qué importaba lo que todos los demás tuvieran o perdieran?
El eunuco apresuró el paso. Por el ruido fuera del salón supo que algo demandaba su atención. Ojalá, ojalá hubieran llegado los patos.
Las mujeres se jalaban del cabello y gritaban como si las estuvieran matando. Mucho más: como si sus maridos las arrastraran por la plaza para divorciarse de ellas en el templo. Enfureció. ¡Encima debía parar este pleito de comadres, con todo el trabajo, con todos los retrasos! Cogió un palo de entre las flores: tener muchos esclavos era malo porque al final la mayoría se hacían perezosos, pero tener muchos era bueno porque cuando golpeabas a uno, o hasta cuando matas a uno el trabajo andaba mejor por algunos días. Vaya, no había pensado en eso. La furia ayudaba a pensar.
No había llegado a la entrada de Palacio cuando el ruido se hizo más fuerte con la voz grave de un hombre. Dos segundos después vio al azteca: daba de varazos a las mujeres. El Mayordomo ya estaba en la puerta. Todos los esclavos lo habían visto y volvieron hacia él la vista, deteniendo su entretenimiento. El azteca golpeó otra vez a las mujeres. Se sorprendió al ver al Mayordomo, o fingió sorprenderse, pero tan encantadoramente que cuando se detuvo y lo saludó, zalameramente, exageradamente, teatralmente pero sin un asomo de burla, casi con sinceridad, todos bajaron la voz. No callaron: era sólo el eunuco. Pero ya no gritaron: el Mayordomo del señor de Azcapotzalco podía castigar mucho. El azteca repitió su saludó. Cuando saludas a un eunuco esclavo debes exagerar tus ademanesy halagos. Pueden ser los únicos que reciba en el día. Puedes darle el mejor día del año con un adornado, efusivo saludo, y si sabes aprovechar su desgracia te ganarás un aliado importante.
- – ¡Silencio mujer! ¡Mi señor Xichotl! ¡Perdón y misericordia! ¡No quise interrumpir tu trabajo! ¡Pero estas mujeres! ¡Sagan, salgan ya! ¡Recojan todo y llévenlo a las barcas, que las pacas estén en orden! ¡Las flores apartadas de las legumbres! ¡Las legumbres deben llegar frescas a Tlatelolco, partan ya hombres!
Casi nadie notó que el azteca dio una orden en el Palacio de Tezozomoc, y que la orden se acató. Los dos o tres que lo notaron, no dijeron nada: a los esclavos les da igual qué señor les grite, pero recuerdan y temen al que los golpea.
- – ¡Partan ya! Tenoch, no pierdas el tiempo con los esclavos. ¿Vienes por la guardia, o a llevarte a tus hombres?
- – Cumplo tus órdenes señor Xichotl; si no ordenas otra cosa, debo llevarme a los veinte jóvenes que guardaron la plaza. Si no mandas otra cosa, deben ir a la pobre, humilde Tenochtitlán para trabajar las chinampas.
- – Sí, sí. Ya lo había previsto. No nos hacen falta, pero espera solo un poco: el Señor puede estar cerca y ordenar otra cosa.
- – Obedezco. Mi señor Xichotl, en mi canoa hay varias ofrendas para la casa del señor, ¿puedes tu gracia revisarlas y ver si son dignas?
- – ¡Patos! Tenoch, toma a tus hombres y no te demores más, cada visita tuya es siempre bienvenida.
- – Señor, con tu venia. ¡Suban hombres! ¡Que los dioses te guarden fiel señor y Mayordomo en el Palacio de Tezozomoc!
El azteca subió ágilmente a la canoa, sin dar la espalda al Mayordomo. Avanzaron en el agua, el azteca saludó inclinándose, hasta que el Mayordomo subió las escaleras del puerto y regresó a sus tareas.
Xichotl nunca contó cuántos hombres partieron en ellas. Nunca descubrió a los cinco esclavos fugados en los botes aztecas. Nadie extrañaba esclavos en una casa tan grande y en la que había tantos sirvientes. Xichotl se hubiera matado si supiera que tan regular y normalmente era espiado por los agentes aztecas.
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SINOPSIS:
El agua alimenta el fuego. El agua incendia al mundo. Este lago, este lago bendito, enorme, fertilísimo, este valle de vida arde. Azcapotzalco no debe mandar más. Azcapotzalco no da gloria a dios. Sus obras están llenas de vanidad, su mandato ofende a dios: Azcapotzalco vive para su vanidad. Insulta al dios. Azcapotzalco ha derrotado a todos sólo por nosotros: Azcapotzalco es un perro castrado. Ladra. Pero no tiene fuerza ni poder. Su mandato ofende a dios. ¿Cómo puede mandar si somos nosotros las manos, si somos nosotros el filo y el resplandor? No debe mandar más. Azcapotzalco es débil. Azcapotzalco se ha construido enormes edificios, una plaza enorme, decenas de puertos a los que llegan todas las cosas del mundo. Pero todos son esclavos. Todo lo que se mueve en Azcapotzalco son hormigas. Azcapotzalco no se ha dado un ejército: sus hijos prefieren disfrutar todo el día, como perros echados al sol. Juegan, y ofenden a dios: dios detesta el vacío y la vanidad. Dios no juega. Dios sostiene al mundo, como nosotros sostenemos la corona. Hay que darnos prisa, hay que abandonar a Azcapotzalco. Ofenderemos a dios si seguimos sosteniendo su corona. No debemos sostener esa corona: debemos sostener la corona del dios. Debemos sostener al sol. Azcapotzalco se sostiene por nuestra mano, y por el miedo a los dioses viejos,por el temor a los dioses que todavía se veneran allá. Pero no son dioses. ¿Cómo pueden ser dioses si no se ofenden ante el juego, cómo pueden ser dioses si no se ofenden con la vanidad de los hijos de Azcapotzalco? ¿Qué dios no se ofende cuando toda la ciudad sirve para alimentar la gula, cuando toda la ciudad sirve para halagar a unos pocos, qué dios es dios si respeta la vanidad?
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