La sangre no es agua

La sangre no es agua

Judith Armele

07/03/2018

Juan Manuel, el mozo, se acercó con una sonrisa que multiplicaba las arrugas de su cara. Había visto cómo bebía un sorbo de mi café ya frío y cerraba la computadora con los ojos humedecidos y una sonrisa en mi boca.

—¡A que sí, a que lo terminó! Péreme tantito… —me dijo con una voz entre expectante y orgullosa mientras volaba a entregar un pedido a la mesa de al lado—. ¿Puso el punto final?

A pesar de que le había insistido mil veces para que me tuteara, era casi imposible que un mexicano que atiende a una güerita extranjera en un café pueda permitirse hacerlo. Ya me había acostumbrado.

—Sí ­—le respondí entre lágrimas—. No sé cómo resultó, pero tampoco quiero saber.

Me levanté de la silla para poder recibir esos brazos extendidos que en un impulso me esperaban. En todos esos meses de tardes compartidas, Juan Manuel y yo nunca habíamos tenido contacto, pero su presencia en el café poco a poco se había transformado en mi sostén; me traía un café en el momento justo, la quesadilla o el bisquet cuando mis tripas sonaban y yo ni me daba cuenta de que tenía hambre; o venía a conversar un ratito cuando, no sé cómo, notaba que estaba estancada. Entonces, me hacía reír contándome un chiste o alguna anécdota que nunca sabré si era real. Cuando alguna palabra que me decía viajaba en mi cabeza hacia atrás a algún punto de la historia de mis personajes, inmediatamente sabía que tenía que desaparecer para dejarme continuar e inventaba que lo llamaban de alguna mesa.

Mis tardes en el café habían sido la manera que, sin buscarla, había encontrado para poder terminar la tarea que en un principio había surgido natural y luego había dolido como un parto. Esa historia estaba metida tan dentro de mi piel y corría tan fuerte en mi sangre que poder sacarla, compartirla, contarla, había sido como un período de varias cirugías luego de un accidente grave. Durante todo este proceso, a veces me sentí una niñita indefensa, otras una mujer protectora y algunas más una joven confundida. Sentí en mi piel los dolores de mis padres niños, vibró en mi sangre la esperanza de sus corazones lastimados al conocerse y lloré sus desencuentros como si los estuviera viviendo yo, nuevamente.

Juan Manuel soltó el abrazo, perturbado por lo que se había permitido hacer, y pude ver que las lágrimas visitaban sus ojos. Creo que sabía que a partir de ahora no nos veríamos más. Respiré hondo para absorber el olor a café de olla y pan dulce de ese lugar que había sido mi refugio todo este tiempo. Le pedí un último café. Me senté en la mesa y volví a abrir la computadora. Cerré el archivo que había dejado abierto y busqué entre los documentos guardados ese primer capítulo que había brotado de mí casi sin que yo me diera cuenta…

JUAN – UN NIÑO ENCERRADO EN EL CUERPO DE UN HOMBRE

A la edad en que un niño debe jugar, él conoció la pobreza, la guerra, el hambre y el abandono.

Durante el verano de 1980 en Montevideo, Uruguay, la sequía había provocado que la energía eléctrica fuera escasa. Como medio paliativo se realizaban apagones programados, o sea un ahorro obligado por el gobierno. En la casa de Malvín esos apagones eran la excusa perfecta para que la familia se reuniera en torno a la mesa de la cocina, lámpara de mantilla de por medio, y los niños pidieran al unísono o en discordancia un cuento distinto y repetido a la vez. Juan era feliz. Estaba muy lejos de su infancia, muy lejos de su tierra y muy lejos de esas situaciones que lo habían marcado, pero en su interior todo estaba muy cerca. Miraba a sus dos hijos, a su mujer, su adorada mujer y a esa niña que era la luz de sus ojos, y a veces no podía creer lo lejos que había llegado. Aunque nunca lo había dudado, quizás porque nunca se había planteado adónde quería llegar. Sólo tuvo una meta muy clara siempre: quería ser médico. Y lo había logrado.

Salim, su hijo mayor, volvió a pedirle el cuento de la guerra, esa famosa Guerra del Chaco en Paraguay. Juan, en su mente se fue un poco más atrás en el tiempo, hasta una parte de la historia que conocía solo porque se la habían contado…

En 1920 su abuelo Fadel emigró desde el Líbano, cruzando fronteras y navegando mares y océanos en un viaje largo y peligroso hasta llegar al Paraguay, un país de América del Sur sin costa, pero lo suficientemente evolucionado para afincarse y desarrollar su negocio. La migración de libaneses hacia América Latina durante y luego de la Primer Guerra Mundial fue constante y cuantiosa. Así se creó una colonia libanesa muy fuerte en varios paises de Latinoamérica; los inmigrantes se integraron de manera muy fácil a pesar de las diferencias radicales y, a su vez, las comunidades locales los acogieron y se beneficiaron del gran impulso, tanto comercial como intelectual, que traían consigo. Un primo del abuelo Fadel había emigrado un tiempo antes a Brasil y luego había bajado hasta Concepción en Paraguay para instalarse. Por eso la opción para Fadel era solo una: llegar a Concepción. Venía con pocas maletas, mucha esperanza y buenas ideas. Es verdad que en Paraguay se hablaba otro idioma muy distinto a su árabe natal, pero no importaba, saldrían adelante; todo se aprende en esta vida. Para ayudar, traía las joyas, esas joyas que les abrirían puertas y caminos que sólo el dinero abre. Con ellas había conseguido la fábrica de jabón y esta fábrica había instituido el apellido de la familia con un gran peso en la comunidad.

No había llegado solo a Paraguay, sino que habían viajado con él su mujer y sus siete hijos: tres mujeres y cuatro hombres. Su mujer era abuelita Zahira. El tiempo no sería condescendiente con ella. Esa cruel enfermedad haría que, a una relativamente temprana edad, cuando ya no pudiera evitar perderse en los recovecos de su cerebro, la tarea de las mujeres de la familia fuera vigilar que no escapara desnuda, cubierta tan solo por su largo cabello que le llegaba a las rodillas. La foto de abuelita Zahira sería un ícono para la familia y ese cabello, aunque no con el peso de la historia de Lady Godiva, sería un símbolo. Abuelita jamás permitió que lo cortaran, y cuando su enfermedad le impidió controlar ciertos aspectos de su vida, el abuelo Fadel mantuvo la prohibición como muestra de respeto y amor a su mujer. Nadina, Selina y Celia eran las tres hermanas mujeres que llevaban la sangre libanesa como un estandarte. Más adelante en el tiempo cada una de ellas tendría oportunidad de demostrarlo.

El mayor de los cuatro hermanos, Esteban, era escritor, errante, despreocupado y la oveja negra de la familia. Lo material no le importaba y menos el negocio familiar de la fábrica de jabón. Pasaba los días leyendo, escribiendo y metiéndose en la cama de cuanta mujer encontraba. Iba dejando hijos desparramados a su paso; Juan fue el primero de ellos. Las tías eran las encargadas de ir juntando esos hijos ya que, para ellos como para toda familia de inmigrantes libaneses, mantener a la familia unida era lo principal. Eso y el negocio familiar.

—¡Pa! ¡Papá! Dale, por favor. El cuento de la guerra. Te quedaste como en blanco… —increpó Salim, casi enojado, sacando por un momento a su padre de su ensoñación.

—Sí, hijo, dame un minuto nomás, ya casi llego… —murmuró Juan mientras Salim lo miraba extrañado intentando descifrar qué había querido decir; pero cuando iba a preguntarle, su padre estaba de nuevo viajando en su cabeza…

Un día que no recordaba ni podría recordar nunca, las tres tías lo fueron a buscar a la casa de su madre y así llegó a Concepción y a la vida de esa gran fábrica de jabón. Su abuelo lo impresionaba mucho. Era alto, elegante y tenía una fortaleza y orgullo que lo hacían aparecer ante sus ojos como un ser inconmensurable. A su padre casi no lo veía; seguía entrando y saliendo de diferentes camas y gastándose los dedos con el lápiz y el papel: su pasión era escribir. Juan era un niño en extremo introvertido, callado, se podría decir que un niño con un alma asustada. Casi no había podido conocer a su madre. Había vivido con ella muy poco tiempo, tan poco que no fue suficiente para crear recuerdos. Ni siquiera podía recordar su olor, el tono de su voz o la calidez de su piel. Por eso las tías eran su refugio. Ese trío de mujeres lo acompañaría toda la vida, en todas las circunstancias. Cuando las necesitase, aparecerían, a veces las tres juntas, a veces una sola; cerraría los ojos y las evocaría y a veces hasta las vería sin cerrarlos.

Tía Celia, dulce, suave, romántica y enamorada de un militar muy pobre, pero con la alegría contagiosa de una persona entera que no se dejaba tocar por las cosas malas de la vida; Tía Selina, la cocinera, la dueña de los sabores libaneses que siempre tenía algo delicioso para compartir y una sonrisa para regalar; tía Nadina, la mayor de todos los hermanos, era fiel y recta hasta en exceso y por ello muy dura; un desengaño amoroso había hecho que cerrara su corazón para siempre y congelara parte de él transformándose en un ser en apariencia frío, un “sargento de caballería”, como la llamarían las siguientes generaciones de la familia. Increíblemente, Juan vio en ella la figura materna. Se refugió en su dureza y con ella fue creciendo su coraza que lo protegía del exterior. Mucho tiempo después, algún ojo que lo mirase con el amor de una hija y la comprensión que genera la empatía descubriría que esa coraza lo único que hizo fue guardar muy adentro y bien protegido a ese niño; mucho tiempo después seguiría siendo un niño dentro del cuerpo de un hombre.

La vida de Juan en Concepción se desarrollaba con normalidad. Iba a la escuela, estudiaba mucho, le gustaba estudiar. Matemáticas era su materia preferida. Le gustaban los números porque no había opción de dos respuestas: era blanco o negro. Los matices no los podía manejar. Después de la escuela iba a la fábrica de jabón donde siempre estaba su abuelo, alto, elegante, seguro. Allí trabajaba haciendo tareas simples, pero que le generaban alguna moneda que se acostumbró a atesorar. En la fábrica pasaba las tardes entretenido, aprendiendo y mamando la estirpe de su abuelo que era muy respetado. No cabía otra posibilidad.

Una mañana la vecina trajo a la casa unos zapatos para regalar puesto que a su hijo ya le quedaban chicos, y en esa época no se acostumbraba tirar las cosas si todavía podían utilizarse. Tía Nadina los recibió agradecida, pero con el orgullo de su raza: no era una limosna, eso nunca. Juan se los probó y le quedaban chicos. No importaba, arrugó sus largos dedos y dijo gracias. Zapatos nuevos, y no los que tenía hasta ahora, implicaba que ya no se iban a colar las piedritas por los agujeros de las suelas. Con el pasar del tiempo y luego de unos cuantos calzados que no eran de su tamaño, sus dedos se deformarían y se transformarían en una de las huellas en su cuerpo que recordarían esa época de su vida.

Con los zapatos nuevos fue a la escuela orgulloso y volvió feliz. Comió rápidamente una de las delicias que tía Selina había preparado y se fue silbando a la fábrica. El ambiente estaba raro. El abuelo estaba encerrado en su escritorio con otras personas y los trabajadores tenían cara de susto. Pronto se enteraría que la Guerra del Chaco había comenzado, esa guerra que enfrentó a Bolivia y Paraguay en años de lucha. Poco a poco los trabajadores de la fábrica fueron llamados a pelear. Tía Celia lloraba despacito por las noches y durante el día las ojeras y bolsas de los ojos eran una clara señal de que no había podido dormir casi nada; su novio estaba en la guerra. El abuelo decidió que Concepción no era un lugar seguro para las mujeres de la familia y para los niños más chicos —para ese entonces las tías ya habían recogido a dos niños más, sus hermanos de distinta madre— y organizó todo para que se fueran a Asunción, la capital. Así, todos se fueron de la casa y en Concepción quedaron solo el abuelo y él. Casi no había clases, por lo que pasaba la mayor parte del tiempo en la fábrica ayudando al abuelo. Producían menos jabón, pero algo se hacía. Ya no comían las delicias que cocinaba tía Selina; ya no estaba para elaborarlas y ni siquiera se conseguía la materia prima para poder cocinar. La casa les quedaba enorme. Tenía miedo por las noches, pero ir a dormir al cuarto del abuelo era algo inconcebible; los hombres debían ser fuertes. Fueron pasando los días y algunos meses. La rutina cambiada se había transformado en una nueva rutina. Nadie podía sospechar que algo haría que nuevamente todo volviera a moverse para volver a establecerse en una forma inconcebible.

Esa calurosa tarde, mientras estaba con el abuelo en la fábrica de jabón, se oyeron cascos de caballos y sonidos de metal. Estaba llegando el ejército, los contrarios; eran muchos. El abuelo le gritó que se escondiera en el cuarto de máquinas. Muerto de miedo y de calor guardó silencio, un silencio inmenso, durante un tiempo eterno. Solo podía escuchar gritos y golpes. Luego silencio y susurros. Pasos, cosas que se caen. Risas. Nuevamente ruidos de cascos de caballo, pero esta vez alejándose. Sin poder moverse, permaneció en ese cuarto oscuro y caluroso durante un largo tiempo. Cuando se animó a salir, recorrió la fábrica; buscó a su abuelo, pero ya no estaba. No estaba en ningún lado. Tenía 7 años y estaba a cientos de kilómetros del resto de su familia. Las mujeres y los niños estaban en Asunción sin saber nada y sus tíos y padre estaban peleando en la guerra. Apagó las máquinas de la fábrica. Cerró las puertas que pensó debería cerrar y se fue a la casa. Nunca antes había tenido tanto frío, a pesar del día caluroso. Miedo, frío, hambre. El tiempo pasó y él seguía solo en la casa, días y noches, noches y días. A veces hasta creía oír las voces de sus tías que llegaban: «Juanito, ¿dónde estás? Vamos a comer. Preparé kibbeh que tanto te gusta…» Pero esas voces estaban solo en su cabeza porque cuando salía corriendo a la cocina a buscar a tía Selina, allí no había nadie. Comía galletas con gusanos porque era lo único que quedaba en la despensa de la casa. Y se encerraba cada vez más. Fue en esta época que la coraza se terminó de formar y guardó muy dentro de sí a ese niño temeroso, asustado y valiente. Se sintió abandonado, pero aprendió a dejar pasar los días siguiendo una rutina estricta.

Debe haber transcurrido un par de meses antes de que una vecina se diera cuenta que estaba solo en la casa y se lo llevara a la suya. Esa misma vecina envió una carta a su familia en Asunción que demoró otros tantos días en ir a buscarlo.

—Papá, debe haber estado buenísimo vivir solo y estar con los soldados, ¿no? —dijo Alan, el hijo del medio, con toda la inocencia de un niño criado en otra realidad completamente distinta.

—Sí, hijo —le respondió Juan, mientras la luz de la lámpara de mantilla se reflejaba en esas pequeñas gotas que querían asomar de sus ojos.

No tenía sentido contarle a su hijo que a la edad en que un niño debe jugar él conoció la pobreza, la guerra, el hambre y el abandono.

SINOPSIS

Esta es una historia que tiene como punto de partida el Líbano, pasa por Paraguay, se establece en Uruguay y es revisada y narrada desde México. No es una historia de amor, sino de vida.

Una familia que recorre el mundo desde el Líbano hasta el Paraguay para asentarse y formar una vida lejos de su tierra devastada por la Primera Guerra Mundial.

En Paraguay, un pequeño que conoce la guerra, el hambre y el abandono hasta transformarse en un niño encerrado en el cuerpo de un hombre; una niña que conoce y se defiende del maltrato, el abuso y el desamparo, lo que la convierte en una fortaleza rebelde. Dos almas desvalidas que se cruzan en los senderos del Tapé Avirú en busca de una “tierra sin mal”.

Vaivenes de la vida de personas comunes que superan como pueden los dolores de su infancia, emigran buscando cumplir sus sueños sin saber que encontrarán mil y un inconvenientes en una tierra que los arrullará con el olor a mar y el sonido del viento en las hojas de los árboles. Seres que se aman, se odian, luchan, avanzan, retroceden, se encuentran y desencuentran, y a pesar de todo, siguen viviendo porque de eso se trata este breve momento que llamamos vida.

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