1

Esa mañana en el café Prückel de Viena, contaba las monedas y rebuscaba en todos los bolsillos, mientras al otro lado de la ventana la nieve caía ajena a mi bochorno. La camarera me miraba impaciente: a pesar de venir a menudo, había olvidado que este era uno de los pocos establecimientos de la ciudad donde no se podía pagar con tarjeta.

– Voy a tener que ir a sacar dinero- admití al final. La camarera chasqueó la lengua

-¿Cuánto tienes?

-Tres cincuenta- dije forzando una sonrisa.

-Está bien. Vete, ya me lo pagarás- respondió metiendo las monedas de cobre sin contarlas en una de esas carteras que sólo llevan los camareros de la capital austríaca.

La observé alejarse. Me sorprendió que me tutease. Después de tres meses viniendo casi cada mañana había desechado la posibilidad de un guiño de complicidad como ese, y mucho menos en febrero.

Recogí los papeles que tenía esparcidos por la mesa a toda prisa y apuré el vaso de agua, no quería llegar tarde a la Universidad. Me precipité a la salida y habría seguido corriendo si el frío no me hubiese golpeado en el mismo instante en que puse un pie fuera del establecimiento: el Stadtpark estaba absolutamente cubierto. Me subí la bufanda y recorrí a paso ligero pero precavido los veinte metros que separan el café de la estación del tranvía, sin prestar la menor atención al parque cubierto de nieve que me había fascinado un par de meses atrás.

Podría haberlo hecho mientras escribía en el café o al sentir la bofetada del frío, pero fue mientras esperaba a mi tutor frente a su despacho, cuando me acordé de mi madre y del verdadero motivo de mi empeño en escribir la tesis doctoral.

2

Corría 1995 y la relación que yo tenía con los libros, a excepción de esa burda imitación de cartón con la que juegan los niños, era mediada y, más que de amor, era de cierta desconfianza: no creía que los adultos fueran capaces de encontrar las palabras en aquella maraña negra. Lo único que tenía claro es que eran en mi familia objetos de máximo interés y no entendía que hacía yo esa tarde con mi madre, que lloraba, al otro lado del escaparate de Crisol, si además llovía a cántaros. Por eso, cuando me propuso ir a tomar un chocolate caliente con la abuela Luisita acepté entusiasmada.

La abuela Luisita era, en realidad, mi bisabuela, y mi madre todavía recuerda maravillada sus manos: de unos dedos larguísimos, pero más gordas que las de mi abuela, llenas de venas y de arrugas por la frenética actividad de preparar sus ceremonias de felicidad. Yo no recuerdo sus manos, pero si recuerdo sus ceremonias, sus chuches y sus regalos, y que aquella tarde en San Ginés, mi madre la miraba sin ver mientras yo apuraba mi chocolate.

Años más tarde me enteré de qué hacíamos mi madre y yo fuera de la librería, y de por qué no fue capaz de contarle nada a su abuela. Mi padre había decidido que una cría como yo y su mujer, profesora de Literatura en la Universidad, no éramos dignas de entrar a la librería Crisol y arruinar su experiencia mística. Mi madre no le había dicho nada porque sabía que una señora de su edad no creía en el maltrato.

Aunque ahora sé que hubo otras antes, aquella es la primera vez que recuerdo haber huido con mi madre. La siguiente fuga de la que tengo recuerdo, y que fue además definitiva, habría de suceder tres años más tarde, en un pueblo de Gredos. Para entonces yo ya sabía leer y tenía una amiga que habría de acompañarme toda la vida: mi hermana. Precisamente fue ella, por aquel entonces poco más que una bola de quince meses, la excusa desencadenante de aquella huida.

-¡Ese niño es un animal y deberían encerrarlo, como a ti y a la Bestia!- gritaba mi madre a mi padre mientras metía nuestra ropa en bolsas.- Y nosotras nos vamos ahora mismo de aquí. Voy a llamar a un taxi. Nos habéis visto el pelo en este pueblo de mala muerte.

Ese pueblo de mala muerte era un pueblucho de Ávila, que por aquel entonces, consistía en poco más que un par de casas como la nuestra, una plaza con panadería y, por supuesto, una carnicería. La Bestia era un mastín negro de ojos rojos del que mi padre creyó ser dueño, al que sacrificaron después de engullir la nalga de una cartera y desgarrar el nervio ciático de una poetisa de un mordisco. Ese niño era el extraño hijo del matrimonio anterior de mi padre, que estaba jugando a meter gol usando la cabeza de mi hermana como portería. Mi madre llamó a un taxi que nos llevo a la estación central de Ávila, desde donde volvimos a Madrid, y, efectivamente, jamás volvió a poner un pie en esa casa o en ese pueblo de mala muerte.

A pesar de que se creyese desaparecido el estigma, ser madre soltera en los años 90 y a principios de milenio no fue fácil. Mi padre se encargo de echar a mi madre de la Universidad y de vetar su acceso a otros círculos, y ella tuvo que cambiar las cerraduras, que desenamorarse y, por último, que mudarse con nosotras. Huimos otra vez, y volveríamos a hacerlo alguno de los fines de semana alternos o domingos que teníamos que pasar fuera de casa. Pero la otra huida de la que hube de acordarme aquel mediodía en el tranvía de vuelta a casa, mientras el estómago me rugía bajo el efecto del café, fue de la mía propia.

A finales de agosto, cuando observaba Madrid a diez mil metros de altura a través de la ventana del avión, estaba convencida de que había conseguido llevarme sólo recuerdos sin espinas.

3

La mayor desgracia de Ambra no fue no conocer a su padre, sino que todo el mundo se empeñase en recordar a ese brillante poeta austríaco que se quito la vida treinta y cinco días antes de que la pequeña diese su primer alarido. Su desgracia fueron los poemas que escribió a mujeres desnudas a mediodía, los versos limpios de lugares comunes, las notas de suicidio que dejó antes de tiempo. Fue, por huir de esa sombra, por lo que no estudió Filología alemana y jamás sucumbió a la tentación de juntar siquiera dos palabras para formar un verso.

Amputada su única pasión, le quedaba solamente el oficio de la supervivencia. A tal fin se graduó en la escuela de hostelería y empezó su carrera de camarera. Tres años más tarde era la única mujer que trabaja fuera de la cocina y de los baños del café Prückel de Viena.

No obstante, de aquella inclinación le había quedado la costumbre de observar a la gente e imaginar sus vidas; un vicio tan obvio que lo descubrí mucho antes de que ella me lo confesase, en la siguiente visita que hice después de que perdonase mi deuda. A veces después de servir un café volvía la vista y se quedaba mirando al cliente durante unos segundos, otras volvía con la excusa de haber olvidado qué tarta habían pedido y en varias ocasiones la vi remoloneando apoyada en la barra con la vista clavada en alguna mesa. Lo que no imaginé es que de esta manera podía haber llegado a conocerme mejor que yo.

Empezamos a hacernos amigas un día que me pilló mirándola mientras miraba y, sonrojada, se acercó a mi con el pretexto de recoger mi taza de café.

-¿Qué estás escribiendo?- me preguntó.

-Ahora mismo escribo una disertación para la Universidad.

-¿Una disertación sobre qué?

-Sobre poesía austríaca en la segunda mitad del siglo XX- precisé. Me dirigió una mirada asesina y fugaz se marchó mucho más rápido de lo que había venido.

A pesar de esta desafortunada toma de contacto, su curiosidad y mi insistencia hicieron que entablásemos conversación después de eso y aquel café frente al Stadtpark terminó por quedarse pequeño.

La primera vez que nos encontramos fuera de su trabajo fue un sábado de primavera. Uno podía esperar ya tranquilamente en la calle por la noche sin que se le congelasen los huesos y así, frente al café, yo me sonreía a mi misma pensando que por fin había conseguido hacer una amiga en la ciudad. Ambra salió unos minutos después de acabado su turno, se disculpó por la tardanza y me preguntó dónde quería ir. Yo me encogí de hombros.

– Entonces vamos al bar del filósofo- decidió.

4

Cuando tenía diecinueve años, mi hermana volvió a casa del colegio diciendo que mi profesor de Filosofía seguía hablando de mi. Yo no le di importancia, mi antiguo profesor se había convertido en mi amigo y si hablaba de mi era porque mis apuntes seguían circulando entre los alumnos dos años después de que hubiese acabado el bachillerato. Tres semanas más tarde me dijo que sus amigas decían que nos habíamos acostado; unos días después oyó decir a una profesora que yo era una lolita o que al menos me vestía como una.

Supongo que fue él, porque le iba el trabajo en aquel infundado rumor, pero igual fui yo la que, espaciando las tardes que quedábamos en los bares de viejo de la calle Ibiza y rompiendo con los lazos con los amigos que teníamos en común, se aseguró de que el único lugar donde se nos pudiese ver juntos fuese en mi viejo cuaderno de apuntes. Mi afición por la filosofía fue también diluyéndose entre mis lecturas, que se estaban haciendo cada vez más líricas, hasta que me di de bruces con Thomas Bernhard y mis amigas feministas me hicieron rescatar la habitación propia de Virginia Woolf que yo había abandonado en mi adolescencia. Fue en esa época, en un viaje a bordo de la línea 6 a Ciudad Universitaria, cuando decidí que no quería ser lingüista, ni catedrática, sino novelista. Puse en ello todo mi empeño, añadiendo lecturas a las lecturas y escuchando audiolibros en la ducha. El tiempo que empleaba en leer las novelas que leía por placer se lo quite al estudio de los tratados para comprender las novelas que tenía que leer, hasta el punto que llegue a leerlos en el baño y en la cola de la panadería y perdí por no buscarlos todos los subrayadores de los que antaño era inseparable, sin que se viese perjudicada mi comprensión de aquello que leía por decisión propia o ajena.

Por supuesto, mis profesores no notaron nada, sobre todo porque a los catedráticos no les importan sus alumnos, y de mi sueño de ser escritora sólo le hablé, embriagada, a mi amiga Clara, que sí estudiaba Filosofía.

5

Pensé que el nombre se lo había puesto Ambra, pero estábamos en la puerta, me di cuenta de que el establecimiento se llamaba verdaderamente Bar del Filósofo. Sólo ligeramente más grande de lo que parece a la entrada, con una luz lúgubre y música metal de fondo, me pareció que la única bebida posible era una cerveza grande, mejor oscura. Mi acompañante, sin embargo, pidió una coca cola light.

-Entonces, ¿qué haces en tu tiempo libre?-. En los meses que llevaba en la ciudad había averiguado que esa era la pregunta preferida de los austríacos; la solían formular más o menos en los tres primeros minutos de conversación y, aunque al principio yo había pensado que su finalidad oculta era el apareamiento, en realidad, se trata de una manera inocente de otear si merece la pena pasar más tiempo con el humano que tienen delante. A diferencia de a sus compatriotas, a Ambra le costó más de veinte visitas al café y diez minutos de caminata en un silencio que sólo rompimos para hablar del tiempo. Eso me había dado tiempo para ensayar la respuesta.

-Senderismo, salir a tomar algo, cocinar, tocar la guitarra…

-Desde que has llegado aquí, has ido tres veces al campo, como mucho, y al Kahlenberg como muy lejos- dijo tajante.- Por no hablar de tus uñas: te has dejado la guitarra en España.

-Está bien, no tengo tanto tiempo para andar como quisiera- admití-, pero la guitarra la tengo aquí, aunque no haya tocado mucho.

-¿Entonces qué haces?

-Leer, beber café… y es verdad que voy al teatro.

-Te lo creo- me dijo, sonriendo esta vez.

-¿Tú qué haces? A parte de trabajar, quiero decir.

-No mucho. Antes sí me gustaba andar y hacer tartas, pero estoy harta de verlas en la vitrina del Prückel, y para lo otro no me queda mucho tiempo. Ahora voy al cine.

-Yo también- no había pisado uno desde que llegue, pero quería hacer una amiga-, y brindar. Por salir más noches a tomar algo- propuse ridícula. Ella chocó su vaso con el mío, riendo.

En realidad, me moría de ganas de preguntarle por qué aquella mañana en el café había salido corriendo cuando le dije que escribía sobre poetas austríacos, pero juraría que la había visto bajando la mirada cuando dije que me gustaba leer y mi instinto me decía que si quería caerle bien, lo mejor era esperar para plantear esa pregunta. Así, hice una lamentable exhibición de mis conocimientos del cine que se proyectaba hace dos años y escuché con relativo interés su enumeración de los parajes más bellos de Austria.

-Podríamos ir un día a uno de esos sitios.

-Sí, pero no hoy- bromeó-. ¿Pagamos? Al final trabajo mañana también.

-¿En serio, otra vez siete días a la semana?

-Sí- respondió tajante.

-De acuerdo, pido la cuenta.

Insistió en pagar su parte. No lo acepté, le debía dinero.

6

Una noche cuando tenía ocho años, mi madre me pidió que me quedase despierta un poco más tiempo de lo normal. Yo había adoptado la costumbre de cerrar la puerta y encender la luz para leer hasta tarde, así que no me suponía mayor esfuerzo. Puso el vídeo de Kramer contra Kramer y lo paró en una escena en la que, justo antes de que suene el teléfono, Dustin Hoffman prepara desbordado el desayuno a su hijo.

-Quiero que aprendas que, a veces, son las madres las que se van y los padres los que cuidan de sus hijos-. Reflexionó un segundo-. Pasa pocas veces, pero puede ocurrir. No todos los hombres son tan malos como tu padre.

Yo no le di mayor importancia entonces y, una vez acabada la película, me fui a dormir sin leer y sin pensar apenas en ello.

Aún así, no por puritanismo, sino por la firme convicción materna de que a tan tierna edad los hombres no iban a traernos nada bueno, mi hermana y yo nos educamos en un colegio femenino. Cuando alcancé la adolescencia, empecé a relacionarme con los hombres con el mismo grado de curiosidad que de recelo. A pesar de eso, me sabía heterosexual y conseguí mantener una relación de tres años con un estudiante de Informática, que una vez acabada, sólo me dejó un montón de ideas de cómo no quería que fuesen mis relaciones sexuales posteriores.

Cuando me mudé a Viena, ya me relacionaba poco con los hombres y con más recelo que curiosidad.

7

Cuando llegue a casa aquel sábado sólo me esperaba la ambiciosa estantería vertical que estaba construyendo. Había seguido un criterio de clasificación pragmático, repartiendo mis tesoros en tres categorías inconfundibles, pero no definitivas: los libros que había leído, los que todavía no y los que posiblemente nunca acabaría de leer. Les dirigí a los últimos una mirada que era un mero trámite, para sentarme tranquilamente delante del segundo montón con la misma emoción con la que los clientes del Prückel elegían un trozo de tarta de de la vitrina que repugnaba a Ambra. Le había prometido a mi madre que leería Nada de Carmen Laforet, pero decidí desafiarla una vez más, a ella y a mi patria, llevándome a la cama Deseo de Elfriede Jelinek y una bolsa de plátanos.

A juzgar por las cáscaras que encontré al día siguiente, no llegué a comer más de dos plátanos antes de quedarme dormida. Me levanté pronto, con la boca seca y dolor de cabeza, había dormido mal. Había soñado que iba al supermercado y la cajera era Jelinek. Se me apareció, sin embargo, igual de poderosa que hacía unos meses encima del escenario del Akademietheater, recitando las líneas que ella misma había escrito. En esta ocasión, sin embargo, cuando abrió la boca para decirme a cuánto ascendía el importe total de mi compra, no logró emitir ningún sonido. Lejos de sorprenderse por haber perdido la voz, me señaló, obstinada, el datáfono. En lugar de la tarjeta, yo le tendía, estúpida, una novela suya empapada para que me la firmase.

Esa mañana diluviaba en Viena, mientras yo, sentada en el borde de la cama, me agarraba la cabeza con una mano y sostenía la bolsa de plátanos con la otra, esperando a que mis compañeros de piso abandonasen la cocina para poder hacerme un café en paz.

Además de todo, apestaba a tabaco y a secretos.

8

El uno de enero del año anterior volvía a mi casa en taxi, llorando. No tuve fuerzas de entrar en el primer momento, así que baje la calle…

SINOPSIS: MATRIARCADO es el sistema que la madre de Laura instauró en su casa cuando se divorció de su exmarido y es también de la historia del periplo de esta estudiante, que ha dejado atrás una historia de abusos, por Viena. Allí conoce a Ambra, una camarera que huye de la trágica sombra de su padre y de las períodicas crisis de su madre borderline. Su encuentro supone para ellas la confirmación de que, incluso en una sociedad hostil, no están solas, al igual que no lo estuvieron sus madres. Es la historia de dos mujeres que nunca fueron totalmente inocentes, de sus confesiones y de sororidad.

Tu puntuación:

URL de esta publicación:

OPINIONES Y COMENTARIOS