1. Un extraño encuentro
Todavía no había amanecido cuando el bus procedente de Madrid entró en la estación. El niño se cubrió bien con un viejo poncho, recogió el macuto y la guitarra casi más grande que él desde el maletero y se la colgó atrás en la espalda, luego cruzó la plaza adyacente y se perdió en las callejuelas de Sevilla.
Sobre esa ciudad su abuelo le contó muchas cosas: le contó de mujeres hermosas con piernas tan fuertes que podían hacer voltear pesadas faldas sin ningún esfuerzo. Le contó de cuando los payos se apoderaron de Triana, echando a los gitanos y quitándole el alma a la ciudad. De Sevilla le contó también de la Giralda, de las procesiones en semana santa y de la torre del Oro sin dejar de mencionar a los naranjos de esa ciudad. Nunca nadie pero habría podido describirle con simples palabras el olor de los azahares en la madrugada y de cómo este llenaba aquellas calles adoquinadas.
El muchacho caminaba cansado sin ninguna meta. El viaje no había sido muy cómodo: en el asiento a su lado un hombre gordo le había quitado todo el espacio y sus ronquidos eran como un martillo neumático en sus oídos . Necesitaba buscar un sitio tranquilo donde poder descansar. En sus rodeos llegó hasta la catedral y levantó los ojos al cielo intentando escudriñar la diosa vendada encima del campanario pero desde tan abajo y tan cerca de la torre, le fue imposible. Se alejó unos metros aprovechando que en el lado norte los edificios dejaban respirar a la iglesia y finalmente logró ver a la Giralda en toda su majestuosa altura. Luego, con una tacha más en su imaginaria guía turística, se dio la vuelta y se adentró en el barrio de Santa Cruz.
Por sus estrechas calles escasamente alumbradas sólo se oía el eco de sus pasos que rebotaba entre pared y pared y más allá, en las cimas de los arboles de algún jardín, unos pájaros insomnes se contaban historias con sus gorjeos. Cuando llegó a una pequeña plaza rodeada de plantas y arboles de naranjos decidió sentarse y descansar. Las blancas uñas de los azahares, cayendo al suelo, contribuían a decorar la plaza como un ornamento más. El chico buscó con los ojos algún banco para poder descansar pero no vio ninguno y finalmente se sentó en los peldaños alrededor de un viejo pozo cerrado, justo en el centro de la plaza, apoyó la guitarra y el macuto a la verja que lo cercaba y se quedó contemplando aquel lugar tan hermoso. Recogió algunos pétalos y los estrujó entre los dedos, untándose después las manos y el cuello con su esencia. Mientras el olor del azahar le cosquilleaba la nariz, Yago se acordó de cuando su abuelo le recitaba los versos de un poema: ‘entre naranjos y azahares fueron pasando pausadas noches de lunas serenas junto a claras madrugadas’ pero no lograba recordar el nombre del autor. Se agachó para coger unos pétalos más cuando desde una esquina oscura a su espalda una voz le habló:
–¿Qué recoges? ¿Es mío?
El susto lo hizo levantar de sobresalto y la guitarra resbaló al suelo librando un siniestro acorde que resonó en toda la plaza.
–¿Quién eres? –le preguntó el chico, afinando la vista entre las sombras. El misterioso personaje no hizo caso a su pregunta y siguió:
–Enséñame tus manos. ¿Qué escondes? ¿Es lo qué busco?¿Es mío?
El muchacho se dio cuenta entonces de que sus manos seguían cerradas en puños.
–No tengo nada –le dijo enseñando sus palmas y dejando caer las flores–. Sal de ahí…¿Quién eres?
Un remolino de viento hizo levantar las flores caídas vistiendo la plaza de blancos copos de nieve con olor a azahar. El ser escondido en la oscuridad saltó fuera, aterrizando con destreza en los peldaños del viejo pozo.
–Mírame –le dijo lamiéndose una pata.
El niño dio unos pasos atrás. Delante de él, con su pelo negro y con los ojos del color de las olivas acerbas, un gato le estaba hablando.
–Soy el gato Abel. ¿Te he asustado? –le preguntó, viendo al chico dar pasos de gamba.
–No. Me alejé para verte mejor –le dijo el joven–. Eres un gatito muy guapo.
–Y tú, un humano muy singular –consideró Abel–. Lo normal es que las personas huyan cuando me oyen. Esto de hablar es un mal rollo.
–A mí me gustan los malos rollos –le dijo el joven, recogiendo del suelo la guitarra– y sobre lo de huir, depende de lo que digas ¿no?
–¿Qué quieres decir con esto? Los malos rollos siempre acaban mal.
–No. No siempre. Los malos rollos hacen la vida más interesante. Mi abuelo siempre lo repetía.
El gato Abel se quedó estudiando al chico.
–Si tú lo dices… –contestó, olisqueándolo, sin convicción– ¿Y tú quién eres?¿De dónde vienes?
-Me llamo Yago y vengo desde lejos –le contestó estirando los labios en una sonrisa inocente.
–¿Y a qué has venido aquí desde tan lejos? –preguntó después el gato, haciendo hincapié sobre esa última palabra.
–Viajo para crear música ¿Quieres que te toque algo? –y pellizcó las cuerdas de su guitarra.
–Vale –le contestó el otro, saltando desde el pozo hasta el peldaño más abajo. Luego se sentó sobre sus patas traseras y se quedó en espera mientras el joven afinaba el instrumento.
–Te cantaré algo sobre aquella vez que estuve en Valladolid.
–No se dónde está esta Valladolid pero tú toca. Yo te escucharé.
Yago empezó a tocar su canción. Las cuerdas vibraban alegres y, a pesar de algún error, la música del joven poco a poco despertó el interés del felino que no paraba de mover la cola, siguiendo con ella el ritmo. Una insólita alegría se apoderó del gatito mientras el viento volvía a levantar las flores y tanto los arboles de naranjo como los rosales parecían iluminados con una extraña luz blanquecina que los revestían por completo. Cuando más tarde el giro cambió y los tonos se hicieron más melancólicos, el gato se levantó sobre sus cuatro patas y le mandó parar.
–¿Qué pasa? –preguntó el chico.
–Hay un sonido triste –le contestó, mirando perplejo los dedos del humano aún apoyados sobre las cuerdas.
–¿Cuál? ¿Este? –e hizo vibrar un Fa.
–No, este no…otro.
–¿Quizás este? –siguió Yago moviendo los dedos sobre el La menor.
–¡Sí! –exclamó el gato, dando un paso atrás–. Por favor, no lo hagas más.
–¿Cómo puedo tocar sin el La menor? Es un acorde muy importante.
–No sé si es importante pero suena muy triste.
–Lo siento, gatito, pero esta es mi música y en mi música siempre hay La menores.
–Como quieras –dijo el gato zanjando el tema–. Si esta es tu música, estupendo, pero a mí no me apetece escucharla más.
Yago miró al gato, desorientado. Intentó tocar el estribillo de la canción saltándose el La menor pero no sonaba nada bien.
–Pues nada –dijo apoyando de nuevo la guitarra en la verja del pozo. Se miró alrededor falto de argumentos y notó cómo más allá de los techos, el cielo ya había abandonado a la noche del ayer su oscuridad.
–¿Y tú qué estás buscando? –le preguntó al gato, para hacer conversación.
–Algo que he perdido.
Yago se quedó mirando al gato Abel con expresión interrogativa y éste, viendo que el chico pedía más, añadió:
–No se qué es. Sólo se que lo perdí y es algo importante.
–Mmm…un mal asunto.
–Sí. Un mal rollo –remató el gato, perdiendo su mirada en el suelo.
–Anímate gatito Abel –le sonrió Yago–. Ya te dije que me gustan los malos rollos. Te ayudaré a buscar lo que perdiste.
–¿Tú? –lo escudriñó el felino–. Si apenas me conoces.
–Ya nos hemos presentado ¿no? Ademas el sentido común me dice que si un gato habla, hay que escuchar lo que tiene por decir.
Las farolas se apagaron. El día amanecía fresco por las calles de Sevilla. La furgoneta del panadero entró en la plaza dando la vuelta y dejando a su paso el olor de los molletes recién hechos.
–¿Tienes hambre? –le preguntó.
–Vamos. Te invito a desayunar. Antes he visto una cafetería llena de cosas buenas que pero estaba cerrada. Apuesto lo que quieras que ahora está abierta y con este frío seguro que nos viene bien algo caliente.
Pocos cientos de metros más allá, delante del viejo edificio en el número tres de la plaza de los Pilatos, el panadero aparcó su vehículo sin prestar mucha atención al vado de enfrente. En la primera planta del edificio, en una amplia habitación de estilo barroco, una mujer, cómodamente sentada en su butaca de estilo Luis XIV, removía su té con una cucharita de plata, dejando disolver un terrón de azúcar.
–Adelante –le dijo al panadero aun antes de que este se anunciara.
El hombre entró y cerró la puerta a su espalda. Agachó la cabeza delante de su señora.
–Espero que el viaje haya sido de vuestro agrado, Madame.
–Por favor, querido, cierra las cortinas. ¿Quieres? –Le pidió amablemente, sin hacer caso a la cortesía del hombre.
El panadero hizo por acercarse a las ventanas pero Madame lo paró levantando sin prisa su mano.
–Antes límpiate con esto –le ordenó, ofreciéndole un pañuelo blanco e inmaculado con olor a violetas–. No querrás llenar de harina las cortinas ¿verdad?
Su labios se doblaron en la más amable de las sonrisas.
–Por supuesto que no, Madame… con vuestro permiso.
Cogió el pañuelo y se lo pasó cuidadosamente entre las manos aunque no había nada que limpiar. Luego corrió las pesadas cortinas de terciopelo rojo con bordaduras doradas hasta que la habitación quedó en la penumbra.
–Así mejor, querido. El sol de la mañana es tan vulgar… –dijo dando un sorbo a su té– ¿Y bien?
–El muchacho ha llegado, mi señora y como habíais sagazmente previsto, el gato ha aparecido.
–¿Ha recordado algo? –preguntó la dama, incorporándose en la butaca.
–Aún no, Madame, aunque…
–¿Aunque qué, panadero? ¡Habla!
Su voz había perdido por completo su amable compostura.
–Teníais razón. El chico tiene la esperanza.
Madame quedó un momento en silenció. El hombre sólo veía una silueta oscura y no lograba descifrar su expresión.
–¿Estás seguro? –le preguntó, al rato.
–Si, mi señora –y sacó del bolsillo de la chaqueta una enorme naranja que posó en la mesa, al lado de la tetera.
–Ya veo –dijo, volviendo a apoyarse en el respaldo y juntando las palmas de las manos delante de la cara–. Ya sabes lo que tienes que hacer. Tráeme la esperanza. Los sellos no se deben romper . Ahora ve, querido. Necesito descansar. El viaje ha sido muy largo y agotador.
SINOPSIS
Un niño con un legado ancestral y un gato que no recuerda su pasado. El destino los hizo encontrar para salvar el futuro de la humanidad mientras las fuerzas del mal tienen su propio plan de venganza. Mito e historia se mezclan en esta emocionante aventura que tiene lugar entre las calles de la capital andaluza
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