Ander, un artesano ambulante, ha dejado atrás una aciaga fase de timidez hacia las mujeres, lo que no quiere decir que le vaya bien en el amor, pues alguna herida le queda en su corazón a pesar de su corta experiencia amorosa. Se da cuenta de ello cuando se encuentra con Nieves, y le retrotrae a un recuerdo no tan lejano.

1

La ruta seguida en el calendario de festejos por Ander le llevó a mediados de mayo al Mercado Medieval de Elorrio, pueblo donde vivía Nieves, y le hizo acordarse de ella y de sus prisas por llegar a algo en lo que Ander no estaba muy convencido. El sexo, así sin más, Ander lo esquivaba. Pero, a día de hoy, el gallardo caballero de férrea armadura de estalactita de entonces se había convertido en solo eso: «gallardo caballero». Si viera a Nieves en el mercado seguro que seguiría con sus veinte años y sus triquiñuelas. Nunca una vela había dado tanto de sí.

Sin embargo, hacía de eso un año; en un año da demasiadas vueltas la vida, y Ander no esperaba encontrarla en el mercado, con sus apariciones inesperadas ante su tenderete, sus mentiras a medias y sus preguntas ingenuas rayanas en la impertinencia sobre los modelos de su mercancía, tras las que, sin darse cuenta Ander, Nieves desaparecía al ver que alguien se arrimaba a su puesto, para reaparecer si lo encontraba vacío. Le gustaba darle palique, y a él no le importaba, pues así no tenía el puesto vacío; un puesto vacío suponía tener malas ventas. Hoy no se daría el caso: lo tenía de bote en bote, y las transacciones eran bastante aceptables. Nieves no saldría a escena porque no se alimentaba de los aplausos del público. Pero el destino es reservado y discreto a veces, y otras, travieso y juguetón, aunque no se le ponga obstáculos ni los medios para jugar. Y durante este tiempo transcurrido esperaba que Nieves hubiera cambiado. A pesar de tener el puesto lleno, Ander notaba su falta.

A la mañana siguiente, domingo, último día del mercado, Ander ordenaba unas pulseras descolocadas por el trajín de haber ido por decenas de manos; levantó la vista, y allí apareció Nieves, radiante, dulce, junto a un joven mayor que ella.

―Hola, Ander. No te olvidas de mi pueblo.

Lo dijo con esa sonrisa pícara, tan peculiar en ella, y una mirada risueña, también muy particular.

―No esperaba verte ―mintió Ander, quizá por no querer verla con ningún joven.

―Te presento a Fabio, es mi primo.

―Encantado ―le dijo, aunque bien podía ser su novio o su amante, porque de Nieves, él podía esperarse cualquier cosa: un novio o un amante por tarta.

Hasta ahí llegaron las presentaciones.

―Se marcha esta tarde a Bilbao. Solo ha venido a pasar el fin de semana al pueblo.

El tal Fabio parecía no tener boca, lo que sí tenía era una mirada incierta: lo mismo miraba fijamente a los ojos, como agachaba la cabeza y clavaba la vista en las puntas de sus zapatos.

―Pues yo aquí sigo, como siempre repartiendo felicidad a la gente con mis productos.

―Ya veo. Has renovado los espejos y las pulseras. Me gusta cómo han quedado.

Innovarse o morir, Nieves.

―Bueno Ander, te deseo buenas ventas. Marcho con mi primo, tenemos un poco de prisa.

Esa fue la fugaz conversación que mantuvieron. Se dieron media vuelta, y desaparecieron. Ander dudó sobre si ese «marcho con mi primo» era porque se iba ella también con él a Bilbao, o si se iban sin más a otro estand. A Ander todavía le quedaban horas de ventas, después coger su Opel Corsa e irse a Algorta.

A la hora de la comida hizo un receso; tapó el puesto con un toldo y se fue a un restaurante. Hoy no buscaba bacalao al pil-pil, eso quedó en aquel restaurante de Bilbao donde lo abordó Helena con la que perdió su virginidad al mes siguiente. Pero agua pasada no muele molino, y su aparición estaba olvidada, o así lo quería; le había venido a la cabeza por lo del bacalao al pil-pil, aunque bien podía ser por unas bolas de helado, o el repiqueteo de sus tacones cada vez más cerca de su mesa, todo mera asociación de ideas, aunque en este restaurante donde estaba ahora, Helena no aparecería. Igual que Jessica y Vanessa, captadas por ella en el chat de mayores de 20 años, las cuales seguirían en busca de almas solitarias. Vanessa quería conocer a Gonzalo-2002, en quien se haría pasar Ander, capturado en las redes de Helena inesperadamente tras laboriosa búsqueda.

Ander tuvo el presentimiento de que Nieves no se había ido con su «primo» a Bilbao; en cuanto abriera el puesto aparecería de improviso con la idea fija de invitarle a una menta poleo en su casa.

Terminó de comer y volvió al puesto. Para su sorpresa, cuando tenía preparado el tenderete, apareció Nieves, sola, sin su iluminada sonrisa. Ander miró a su alrededor y no vio a su primo.

―Aquí estoy, Fabio ha ido a preparar la maleta de viaje ―dijo seria, y le leyó los pensamientos a Ander.

Y lo soltó sin tristeza por su partida, pero con un poco de pesar, pues la seriedad no se le difuminó al nombrar a Fabio.

―Yo mañana prepararé mis bártulos, trabajo de tarde, pero no es lo mismo, claro, ya te contaré a su debido tiempo ―continuó con una intriga; por ahora había dejado las mentiras. Ander debía de tener paciencia.

―Te invito a un café en mi casa cuando termines.

―Solo tomo infusiones ―mintió.

―¡Ah, ya! Se me había olvidado. No has cambiado en este año.

―Espero que tú sí hayas cambiado.

―¿A qué te refieres? ―dijo Nieves, y volvió la cabeza para otro lado.

―A tus velocidades… ―Y Ander dejó la frase en el aire.

―Mira, Ander, lo mismo pienso yo de ti ―le cortó.

―Tendrás que reconocer, Nieves, que aquella escena de la tarta fue una situación demasiado preparada y precipitada por tu parte. En todo este tiempo he vencido la vergüenza a las mujeres. ―Y le salió a Nieves una sonrisa maliciosa, la primera desde que se había arrimado al puesto. Ander no sabía por qué le invitaba a su casa, aunque se lo imaginaba―. Pero, por si lo piensas, no te hagas ilusiones, tengo mis ritmos, y los de hoy no van al compás del vaivén de las ventas.

―Escena la tuya que saliste despavorido, como si te persiguiera un toro. Me hizo gracia, nunca me había ocurrido con nadie.

―En eso soy único. Bueno, sea como fuere, me quedan todavía cuatro horas. Si esperas, te acompaño.

―Entonces estaré por aquí, ya sabes… ―Ese «ya sabes» los conocía de sobra Ander: apariciones espontáneas al librarse el puesto de clientes, aunque hoy estuviera lleno y él fuera el que más vendía. Razón no le sobraba a Nieves en la opinión de la renovación de los espejos y las pulseras de Ander.

La verdad que Ander no echó en falta la ausencia de Nieves; de cada cinco clientes que le requerían alguna consulta sobre sus artículos, dos o tres compraban. Todo su reclamo era dejar bien a la vista los espejos, que reflejaran el semblante de las clientas al probarse algún artículo.

Entre botas, cinturones, bolsos, carteras y carteritas de cuero; pulseras de hilos de múltiples colores; pendientes de plata o de cristal, piercings; anillos y broches, igualmente de plata de las más diversas formas; collares de abalorios; originales ceniceros y relojes de arcilla, y unos espejos esmerilados de bronce, a Ander se le fueron al aire las cuatro horas, y una vez cumplidas, cuando recogía el tenderete, ya tenía encima a Nieves con una disimulada sonrisa.

―¿Te ayudo?

―No te molestes, he vendido casi toda la mercancía. ―Y se quedó plantada sin decir nada más―. Estoy en unos minutos.

Ander acopló la mercancía sobrante en un carrito para estos menesteres y le pidió a Nieves si le podía acompañar al coche. Al ver el auto, se echó a reír.

―Estos ya ni los fabrican. ―Y se rio―. ¿Cuántos años tiene?

―Los justos como para no haberme dejado tirado nunca en la carretera, ni siquiera por una descarga de última hora de la batería.

―Claro, si te cabe toda la mercancía…

―Al viajar casi siempre solo, como ocurre en los Mercados Medievales que se vende bastante, pliego el asiento de atrás y lo convierto así en biplaza, en un deportivo de doce años. Pero claro, mi Corsa no le llega ni a los neumáticos.

―Mientras te traiga y te lleve, tú preocupado.

―Bien dicho.

Llegaron al coche, que no estaba muy retirado del puesto del mercado, y Ander introdujo el género bien ordenado con los espejos protegidos ante posibles daños con unas mantas. Lo cerró, y, como no recordaba el camino a casa de Nieves, se colocó a su lado y la acompañó. Hicieron todo el trayecto en silencio. Ander pensó en las intenciones de la invitación de Nieves, porque cabía la posibilidad, aunque fuera sin tarta, de volver a la carga para acabar lo que hace un año no terminó. Pero hoy no encontraría resistencia por parte de Ander si iban a la par, algo muy importante. Que hubiera quitado el miedo a las mujeres no significaba amoldarse a compases impetuosos. Ander prefería untarse de chocolate un dedo para ser lamido por su partenaire y no a una felación precipitada en cuanto le desabrochaban, sin preámbulos, la cremallera del pantalón. En eso no había cambiado. ¿Lo habría hecho Nieves y sus prisas? Ander lo dudaba, pues era inherente a su personalidad. No la conocía de mucho, pero en cuestión de sexo se comportaba como un volcán.

2

Entraron en una calle del Casco Viejo y se detuvieron en una puerta junto a una panadería, que Ander recordaba bien.

―Es aquí, en el segundo. Nos vendrá bien hacer un poco de ejercicio pues no hay ascensor. ―De esto también se acordaba.

―Por mi parte, sí; tantas horas ante el puesto sin moverme ni tres pasos, ida y vuelta, no te puedes hacer idea cómo cansan. Para esto de la venta ambulante debo estar en plena forma física, de lo contrario, no se aguantaría tanto tiempo de pie. En verano, antes de empezar a trabajar, me gusta caminar por la playa en cuanto sale el sol.

Dicho esto, Ander se quedó callado. Aunque el silencio fuera pertinente, le contaba demasiado de su vida, como si la conociera de siempre, y ante su mutismo, Nieves se animó a hablar sin pedirle a Ander que lo hiciera.

―Mi situación es todo lo contrario: doy demasiados pasos largos, y te aseguro que hasta acostumbrarse una, se pasa mal.

Ander no quería preguntarle en qué trabajaba, prefería que le saliera a ella motu proprio. De sincerarse, que fuera por ambas partes. Pero llegaron al segundo piso y ahí quedó la conversación. Sacó un manojo de llaves del bolso que le colgaba en bandolera, abrió la puerta y le invitó a pasar. Ander se fijó que durante ese año había puesto cuadros en el recibidor y en el pasillo. Tiraron a la derecha de este ―a la izquierda se iba a la cocina, ¡cómo no iba a recordar eso!― y pasaron directamente a un espacioso salón con plantas de interior: bonsáis, orquídeas, kalanchoes, cactus, bromelias… Ander no apreció ningún balcón con entrada por el salón. Dedujo que si optaba por este tipo de plantas era porque no le quedaba más remedio. Los sofás no estaban enfrentados, los dos que tenía ―uno de una plaza y el otro de tres― estaban orientados totalmente hacia el televisor, infirió con ello que vivía sola. A veces le gustaba jugar a suposiciones, aunque no diera una en el clavo. Frente a los sofás, una mesa baja con las patas de madera y sobre ella descansaba una solitaria revista puesta boca abajo.

―Ahora vuelvo, voy a la cocina a por una infusión y un chocolate.

Mientras esperaba cogió la revista, le dio la vuelta, y se extrañó que fuera de cotilleo. No entendía cómo alguien puede gastarse un simple euro en leer causas y azares de las demás personas. Y más con todos los programas de televisión donde se cotillea hasta la marca de calzoncillos. Pero donde esté una buena foto sacada por un anónimo paparazzi parece ser que nada lo igualaba. La dejó en la misma posición cuando apareció Nieves con la infusión en una mano y el chocolate en la otra.

Si empezaba a hacerle preguntas no pararía, sobre si no tenía balcón para colocar plantas de exterior, si vivía sola, si la revista era suya, todo lo que le intrigaba por ahora, sin contar dónde trabajaba o cuál era su trabajo. Decidió formulárselas si salía la conversación, y esta llegó, precisamente, al primer sorbo del té una vez quedó templado.

―Te preguntarás qué hago con tanta planta, si les pongo música clásica, si les hablo al regarlas y todo eso…

―Pues no me lo había cuestionado ―le cortó un poco tajante Ander―, por el contrario, sí me intriga saber si tienes balcón.

―¿Balcón?

―Sí, esa extensión de la fachada, a veces cubierta por el piso superior.

―Sé de sobra qué es un balcón. Mi pregunta venía porque no has visto las demás estancias de la casa. Tengo uno hermoso en mi habitación.

―¿Con más plantas? ―preguntó Ander, dejando el guion aparte.

―Ni una siquiera. Lo utilizo para leer los días soleados y me gusta que esté desocupado.

―Claro, para leer. ¿Revistas del corazón, quizá?

―Si lo dices por esta revista… ―Y llevó la vista a la mesa― no es mía, y si quieres saber de quién es, te diré que es de mi compañera de piso. A ver si acabamos con este interrogatorio. Es más, parecemos una pareja de novios. Luego te cuento algo al hilo de esto. ―Otra intriga más. Tanto misterio le dejaba a Ander con la mosca detrás de la oreja.

―Tienes razón, perdona. Como eres poco comunicadora de ti misma, hablemos por hablar, sin preguntas.

―Perdona si te he molestado con mi brusquedad, no ha sido mi intención, pero al principio soy muy reservada con quien no es mi amigo.

―Y yo no entro ahí.

―Ander, solo te conozco de diez minutos como quien dice, y cómo te ganas la vida, eso para mí no es ser amigos. Digamos que eres, por decir algo, un conocido.

―Me halagas en concederme ese privilegio: un conocido. Te voy a ser franco: esperaba encontrarte hoy en el mercado. No me preguntes por qué, pero me he acordado de ti.

―Qué casualidad, a mí me ha pasado lo mismo, y ojo, no fue porque quedaran las cosas a medias el año pasado, sino por tener que comerme la tarta yo sola. ―Y esbozó una ligera carcajada al salirle lo de la tarta.

―Y sin probarla por mi parte. Lo mal que lo pasé. Te aseguro que no se volverá a repetir. Fue por estas fechas cuando hacías los años si no me equivoco.

―No te rías, pero los cumplo mañana.

―¡Qué pena, Nieves! Como no voy a poder felicitarte en persona, si me das tu número de móvil te llamo mañana, fijo ―se lo dijo, con la intención de que le contara dónde trabajaba e ir a su trabajo para darle una sorpresa―. O tu dirección y te envío un ramo de violetas, como prefieras. ―Y se rio―. Cumples veintiún años, veintiún violetas.

―Veintiún primaveras, la mejor estación del año, y no porque naciera yo.

―Yo soy de agosto, y siempre trabajo por esas fechas, bien en las fiestas de Bilbao, o en las de Portugalete si no coinciden, pues nací el último día de sus fiestas, villa marinera que tiene un Mercado Medieval de lo más afamado. En las del Puerto Viejo de Algorta, anteriores en unos días, no soy partidario de poner ahí el puesto por ser donde vivo, prefiero pasar desapercibido. Mi regalo de cumpleaños es meterme en un restaurante y obsequiarme con una buena botella de vino tinto y pedir lo que más me guste de la carta sin mirar los precios.

―El año pasado fue la primera vez que lo celebré en esta casa, y tú fuiste el único invitado. Antes vivía con mis padres, y ya sabes, con la independencia tienes cosas que te puedes permitir, como, por ejemplo, estar rodeada de amigas o una compañera de piso. La tarta del año pasado era única, solo para las visitas, a las amigas las invité a comer en un restaurante vegetariano.

―Te agradezco por lo que me tocó ―dijo con ironía.

La conversación trascurría amistosamente hasta que volvió a tomar la palabra Nieves:

―¿Me puedes hacer un favor, Ander? ―Sin aguardar su respuesta, continuó―: A ver cómo te lo explico… No quiero que me juzgues mal.

―Puedes empezar por donde quieras, aunque yo prefiero por el final ―dijo esto, para que no le mintiera mucho―, es más ameno.

―Te voy a hacer caso a medias. Fabio no es mi primo. ―«De campeonato, mentirosa de campeonato», pensó Ander―. Es un juego que nos traemos entre los dos. Yo trabajo en un café en Bilbao, El Sótano, junto a la Escuela de Ingenieros, y descanso los fines de semana y festivos. Él es profesor en dicha Escuela. Lo tengo de cliente todos los días en el desayuno y también cuando no imparte clases. El Sótano es lugar de culto de alumnos y profesores. Con tanta asiduidad viene Fabio al café, que nos hemos hecho amigos hasta hoy. Pero he decidido dejar el juego… (continuará).

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