Veintisiete de marzo

I

El “Azur” atracó hace más de una hora. Como cada vez que llega un barco mercante al puerto, el muelle compone una danza de trayectorias precisas. Circulan estibadores y vehículos extraños, como una fauna robótica, mecánica, que sólo sale de su guarida cuando uno de estos enormes animales marinos atraca en el puerto.

Hoy, la niebla de la mañana difumina un poco el ajetreo que se apodera del lugar. Las grúas se despiertan, estremecen sus hierros de un azul oxidado, y desplazan lentamente sus brazos en lo alto, hasta situarse con los cables a plomo por encima de los contenedores que aplastan la cubierta del buque.

En la explanada adyacente al muelle, aguardan mujeres, algunas con niños pequeños. Tienen el rostro tenso, pero les asoma una alegría a punto de estallar en la voz y en la mirada. Acaban de instalar la pasarela. La tripulación aparece a lo lejos, por ahora fantasmal. Una mulatita, de unos dos años, con un gorro lila en la cabeza, da saltitos alrededor de su madre, gritando “¡Papá!”. Los hombres bajan, formando una especie de cadena de ADN, algo desordenada, donde se hubieran engarzado todas las razas, como genes de algún ser mitológico de esta era global. Poniéndose de puntillas de forma nerviosa e intermitente, las mujeres buscan al novio o al marido, que al fin podrán abrazar.

Alicia también espera. Entró hace media hora en “El Tatuaje”, la taberna del puerto y, sentada a una mesa, mira por el ventanal la niebla que se afina, dejando adivinar el bullicio que provoca la llegada del “Azur”. Aparenta unos veinticinco años. Pelo frondoso, castaño y corto. Ojos de un color que oscila entre verde y miel. Está atenta y seria. Sobre la mesa de fórmica rojiza, una pequeña mochila color celeste y, a un lado, contra el ventanal que la enmarca, una fotografía de un joven, con uniforme de capitán.

“Tu primo se fue sin despedirse. Tu padre dice que ese asesino no volverá”. Pasaron diez años, casi once desde aquel día.

Se van produciendo los encuentros. Marineros y mujeres funden su emoción en abrazos y exclamaciones de alegría, que diluyen la irrealidad de esta mañana de niebla.

Alicia se levanta, guarda la foto en su mochila, sale de la taberna y mira a través del alboroto que se ha formado. Destaca un hombre alto, uniformado de blanco, que avanza, decidido, en su dirección. Alicia afianza la mochila celeste en el hombro y da unos pasos, que parecen escapar a su voluntad, hacia el hombre de blanco.

¡Es él! ¡Es Carlos! No hay duda, es él.

En efecto, el hombre uniformado de capitán de la marina mercante que se acerca, es el joven que aparece en la foto. Rubio, mismas facciones finas y ojos claros, grises y achinados. Alicia solo percibe una sensación de vacío en la sangre y de piedra en el estómago.

No creo que me reconozca, o quizás sí. Ahora tengo el pelo más corto y disimulé mi aspecto salvaje. ¡Carlos! No hay duda, es él.

Alicia se detiene frente al hombre. Siente de pronto una ráfaga de recuerdos que pulveriza la piedra del estómago.

¡Carlos! ¡Por fin, otra vez con Carlos!

– ¡Carlos! ¡Qué alegría verte!

El capitán mira a Alicia con extrañeza y luego, indiferente, sigue su camino con la misma decisión. Alicia se interpone.

– ¡Soy Alicia! ¡Tu prima! ¿No te acuerdas de mí? ¡Alicia!

El hombre la vuelve a mirar con la misma extrañeza.

¿Qué le pasa? ¿Por qué no me contesta? ¿No me reconoce?

Alicia lo abraza, pero ante la frialdad del hombre que la aparta a un lado, le pregunta desconcertada.

-¿Qué ocurre? ¿No me reconoces? Soy Alicia, tu prima. La hija de tu tía Irene. La nieta de la abuela Sara.

El hombre parece molesto.

– No tengo ninguna prima que se llame Alicia. Y tampoco me llamo Carlos. Me temo que se ha confundido de persona. Perdone, pero me esperan.

No puedo equivocarme. Imposible. Es el mismo hombre de la foto. El mismo Carlos que yo recuerdo, aunque ahora está más fuerte, más guapo.

Los dos están ahora frente a frente, ante la vieja puerta de madera del “Tatuaje”.

– No te burles de mí ¿quieres? Sé que eres Carlos, Carlos Durán. El Capitán de ese barco.

– Sí, eso es cierto, soy el Capitán de ese barco, pero no me llamo Carlos. Mi nombre es Raúl Crel.

Alicia siente que la sangre se le hiela, que pierde la vista y la voz, como si sufriera un colapso en el cerebro. El hombre, sin prestarle atención, entra en “El Tatuaje”.


II

La abuela de Alicia, Sara, está en su despacho. Un gran reloj clásico preside el lugar, entre los libros de una gran estantería. Sus agujas de marfil ribeteadas de oro marcan las once y siete minutos.

Sara enciende el ordenador. Aparece una foto de una estrella de diamantes sobre un fondo negro aterciopelado, a modo de salvapantalla. Pensativa, se levanta y cruza la estera de geometrías, agrisada, algo sucia. Se detiene al lado de la ventana que da al jardín.

Eso que dice Alicia, de que Carlos no es Carlos, me cuesta mucho creerlo. Si ese hombre es idéntico al de la foto, como dice, ¿cómo no va a ser Carlos? La escuchaba muy mal, por el bullicio del puerto. Pero dijo que ese “doble” se llamaba Raúl, Raúl no sé cuántos, no se la entendía bien. Le dije que hablara con él y que le pidiera su dirección al menos, o un teléfono. El capitán del “Azur” es Carlos, no puede haber dos capitanes de un mismo barco. Pero Alicia no cree que sea una broma. Es muy extraño. Y esta niebla que no termina de despejarse.

Sara coge una cartera de tela amarilla plastificada, recostada a los pies del sillón. Encima del escritorio, la abre y revisa rápidamente los documentos con un aleteo de los dedos. Saca una carpeta e inspecciona su contenido. Extrae un papel, con sello oficial, arrugado y con manchas. Deja la cartera en el suelo, y se sienta con el papel en las manos.

La maldita orden de embargo. Esta Irene es un desastre. Menos mal que no la rompió. Estaba borracha como siempre. Esta hija mía va de mal en peor. Tropezó en el jardín con la orden en una mano y un vaso de whisky en la otra. Así quedó la orden, hecha un asco. A veces no la aguanto. “¡Pobre mamá, con un hijo loco y una hija alcohólica! ¿Cuál habrá sido tu pecado?”. Eso dijo. Y soltó otra carcajada que terminó mezclada con una especie de grito desesperado.Eduardo al oírla apareció furioso, con su ridículo guardapolvo de pintor y un pincel en la mano. El desgraciado le dio un bofetón sin mediar palabra y le atravesó el pincel en la cara. Claro que Irene le arrojó a los ojos el poco whisky, que quedaba en el vaso. Lo suficiente para que ese imbécil se pusiera a gritar medio ciego, como un histérico. Sus cuadros son espantosos. Lo peor es que a mi hija le parece un genio. El alcohol le ha destruido el cerebro. No la entiendo. Y lo que menos entiendo es que siga enamorada de él. Siempre lo defiende. ¿Cómo se puede defender a un maltratador? Es estúpido. Piensan que Carlos evitará el embargo, que las joyas de Carlos salvarán la situación. Pero el plan se complica. Aunque no es posible que ese hombre no sea Carlos.

Suena el teléfono móvil, que vibra y recorre la superficie lacada del escritorio, hasta que tropieza con un libro de tapa roja con una pequeña foto de un microchip verde en el centro. Sara se levanta con rapidez y contesta:

– Alicia, hola. ¿Ya hablaste con él? (Pausa) Sí, ya sé, “El Tatuaje”, la vieja taberna del puerto. (Pausa). Pues tienes que insistir. (Pausa). Yo acabo de volver del abogado. No hay nada que hacer. Tengo la orden de embargo. No tenemos mucho tiempo. (Pausa). Eso es imposible. Ese hombre tiene que ser Carlos. No me puedo creer que no sea Carlos. Sería una cosa de locos. (Pausa). Sea quien sea, no se te puede escapar. Si es idéntico, como dices, tiene que ser Carlos. Algo extraño ha podido pasarle. Dile que quiero hablar con él. (Pausa) Sí, dile que necesito verle. (Pausa). Confío en ti, cariño. Le diré a Jorge que Carlos aún no llegó. Después de comer iré al hospital a verlo. (Pausa). No sé si llegaré a tiempo para cenar con vosotros, tengo que hacer una gestión en la ciudad. (Pausa). Sí, claro, avísame. Besos y suerte.

Sara deja el móvil sobre el libro rojo y se sienta ante el ordenador, donde brilla la estrella de diamantes.

No quiero hacerlo, pero es muy probable que tenga que venderla. Veamos.”

Pulsa la tecla de “Enter” y aparecen dos opciones en la pantalla: “Sara” y “Georgos”. Elige la primera opción, abre el navegador y escribe: “Cotización brillantes”.

III

A cierta distancia, sigue la faena de descarga del “Azur” en el puerto. El sol, aún pálido, colorea con tonos pasteles, esas enormes cajas, que se balancean por el aire y se reflejan, a escala reducida, en el ventanal del “Tatuaje”, la taberna del puerto. Alicia empuja la vieja puerta de madera y entra. Tensa la mirada. Intenta neutralizar el bullicio del lugar. Al fondo, detecta la cabeza ahora descubierta de su primo Carlos. Porque sigue pensando que ese hombre tiene que ser Carlos. Está tomando un vino, sentado a una mesa junto al ventanal, por el que mira, distraído, al “Azur”, que se percibe a lo lejos, como una gran geometría blanca, algo irreal. Alicia sortea la animación de los clientes, hasta detenerse frente a él.

– Disculpa, pero me gustaría hablar un momento contigo. Es importante. ¿Me permites?

Sin esperar ningún permiso, Alicia separa la silla vacía que está frente al que dice llamarse Raúl Crel, y se acopla entre el respaldo y el borde de la mesa con una flexibilidad casi líquida, que parece agradar al hombre.

– Estoy esperando a alguien, pero aún no ha llegado. ¿Qué es tan importante?

Alicia descuelga la mochila celeste de su hombro y la deja encima de la mesa, al lado de la gorra de capitán donde se lee el nombre de “Azur” sobre el festón dorado.

– ¿Ese alguien es Sara, la abuela Sara? Ella no pudo venir.

– No espero a ninguna abuela, ni a ninguna prima. Te repito que no soy ese tal Carlos. A ver si te queda claro de una vez. Aquí está la prueba.

El hombre saca una cartera del bolsillo interior de su chaqueta.

– Está bien, no quiero molestarte. Pero el parecido es asombroso. Eres como su doble.

Me gustaría decirle que no importa cuáles puedan ser sus motivos para suplantar a Carlos. Un nombre no es tan importante. Muchas personas llevan una doble vida. Pero su mirada no miente. Su sonrisa es la misma de siempre. Tiene esos pequeños pliegues en la comisura de los labios, como patitas de gorrión, que solo con estirarse levemente, despejaban todas las amenazas de mi cielo de niña. Me gusta como abre su cartera y saca ese pequeño carné. Sí, no hay duda, es Carlos.

Alicia examina el carné que le tiende Raúl (o Carlos). Lee en voz alta.

– Nombre: “Raúl Crel”. Cargo: “Capitán”, Barco: “Azur”.

El hombre sonríe desafiante.

– Exacto: Raúl Crel, capitán del “Azur”. ¿Está claro ahora, o no?

– Es increíble que seas el capitán de ese barco – dice Alicia incrédula-. Carlos Durán, mi primo, también es el capitán del Azur. Mira, le mandó esta foto a mi abuela.

Alicia saca de su mochila celeste la foto de Carlos vestido de capitán y se la enseña.

– No sé cómo conseguiste esa foto. Tampoco entiendo qué pretendes de mí. Si me permites, tengo que irme, la persona que espero debió de tener algún impedimento.

– ¿Te quedarás unos días en la ciudad? Me gustaría volver a verte. ¿Puedo llevarte a algún sitio? Tengo el coche en el parking del puerto y hasta la noche tengo tiempo.

– Pues la verdad es que me vendría bien que me llevaras a casa de mi abuelo. Quedé aquí con él y es extraño que no haya venido. Tampoco contesta mis llamadas.

SINOPSIS:

En el puerto de una ciudad indefinida, acaba de atracar un barco, el “Azur”, del que baja la tripulación. En “El Tatuaje”, la vieja taberna del puerto, Alicia espera al capitán de ese barco, su primo Carlos. Han pasado casi once años desde que Carlos se fue de casa de su abuela Sara, la misma noche en la que mataron al abuelo Ricardo. A pesar de ser idéntico a Carlos, el capitán dice no ser Carlos, sino Raúl Crel, capitán del Azur, al igual que Carlos.

Así comienza esta novela que sucede en dos partes. La primera está a su vez compuesta por dos partes. Una que se titula “Veintisiete de marzo” y la segunda, “Veintiocho de marzo”. En realidad, los dos días son un mismo día en el que ocurren fenómenos extraños, que se irán desvelando y explicando gradualmente a lo largo de esta primera parte (al igual que “Georgos”, el título de esta obra). El lector irá entendiendo que se ha producido una interferencia entre dos universos paralelos, en los que alguno de los personajes están desdoblados. Habría un “mundo” parecido al nuestro y otro en el que existe una evolución tecnológica y mental, que permite este encuentro entre universos. En la segunda parte, que sucede en los últimos días de marzo, tomará protagonismo, la hermana de Raúl Crel, Lucrecia, una joven escritora del segundo mundo que escribe literatura cuántica.

La novela es una alegoría de la incomunicación entre individuos (vistos aquí como universos paralelos), que solo se podrían comunicar desde una orquestación cuántica.

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