Él siempre me pidió que renegara de la idea misma de familia. Es irónico. Hoy no dejo de gastar lágrimas por su muerte, la de mi padre.
He bajado del tren en esta misma estación cientos de veces, pero nunca había tenido esta sensación de final de viaje. Han sido tres días de periplo por los recuerdos de mi infancia, mis frustraciones de juventud y los inconfesables de mi familia. Todo ello de lo que me alejé tantos años atrás, cargada de preguntas pero colmada de ilusiones.
Tres días en los que he vuelto al barrio y a la casa de mi niñez. Tres noches en vela, aturdida, viviendo como un sueño la realidad de estar enterrando a mi padre. Tres días en los que al fin me encontré con su familia, mis abuelos y tíos, de los que tanto oí hablar y a los que nunca conocí.
Mas ahora, he sentido un hondo alivio al salir del tren, por fin en casa, de vuelta a mi refugio, de vuelta con Lucía. Todavía no ha amanecido, agradezco el aire casi helado refrescándome la cara, al fin siento algo de claridad en mis pensamientos después de horas en el tren sin poder dormir. Le he pedido a Lucía que venga a recogerme; necesitaba una bienvenida. Hemos acordado vernos en la cafetería de la estación, a apenas cien metros de las vías tras subir unas escaleras. Entro en ella como una colegiala, cargada con una mochila y aferrada, abrazada, a la carpeta que custodia el manuscrito; es lo único que me acompaña de mi padre, le pidió a mi madre que me lo entregara tras su muerte. Aun no he tenido coraje para abrirla.
La cafetería muestra una actitud casi misteriosa, hay un absoluto silencio y me encuentro a solas con una camarero que coloca pausadamente manteles de papel sobre la mesas, me dirijo al fondo para sentarme en la mesa más recóndita, junto a un ventanal, tras él puedo ver los primeros atisbos de luz del día. Absorta, las rodillas juntas, el manuscrito sobre mi regazo.
—Buenos días, Alba, mi vida. ¿Cómo te encuentras? —Lucía aparece y me saluda con un beso sereno que es casi una caricia.
Y se agacha junto a mi silla, me toma la mano, se dirige a mí tal y como es ella; con la expresión seria y una mirada directa pero cercana. Su pelo corto y sus pupilas negrísimas me desnudan como siempre; en silencio. Apenas unos segundos después me venzo entre sollozos y me entrego a sus abrazos.
Pasado un tiempo, el camarero nos saca de nuestra isla con su presencia y su actitud vacilante. Lucía se sienta frente a mí y le pide dos cafés.
—Alba, ¿qué es eso que no dejas de agarrar sobre tus rodillas?
—Llevo preguntándome lo mismo toda la noche. ¿Qué significa esto, Lucía? Ahora, tras toda mi juventud sintiéndome ignorada, resulta que mi padre quiere instruírme, educarme… Parece que me ha legado un texto, unas reflexiones, no lo sé. Casi doscientas páginas de su puño y letra dirigidas a mí. No he sido capaz de leerlo todavía.
Dejo caer la mirada para recordar los sentimientos de antaño, cuando comenzaba a tomar conciencia del mundo y la adolescencia hervía en cada uno de mis poros. Fue entonces cuando percibí por primera vez la indiferencia de mi padre. Recuerdo cómo me acercaba a él con mis primeras inquietudes y deseos de adolescencia, pidiendo permiso para comenzar a explorar el mundo. En esos momentos cualquier jovencita espera condiciones, prohibiciones, límites… Yo siempre recibía un lacónico «haz lo que quieras». Creo que la vida me preparó un sarcasmo cruel: cuando cualquiera desearía la permisividad de su padre, yo anhelaba lo que veía en mis amigas, preocupación, vigilancia, represión quizá. En ese cuadro puesto del revés yo sentía que me estaban dejando huerfana.
—¿Recuerdas, Lucía, lo que te he contado a veces? Aquello de que me vestía prácticamente como una prostituta en el salón de mi casa, junto a mi padre leyendo el periódico. Me explayaba en cada uno de los detalles que me convertirían en un escándalo andante, delante de él, exponiéndome, deseando que se avergonzara de mí. Y nada —Lucía echa a reír y por un segundo siento pudor, la risa nos alivía a las dos por fin—. Con apenas dieciséis años, me encargaba de aclarar que llegaría muy tarde y no me esperara dormido. Mi padre me contestaba con un cordial «pásalo bien». Y en el ascensor, saliendo para ver a mis amigas, me adecentaba temerosa de parecer una fulana. El mundo al revés.
—Jajaja, reconoce que era una persona especial, a veces resultaba cómico. De todas formas, siempre has tenido a tu madre, quizá ella quería jugar sola aquel rol que pedías. Nunca comprendí bien por qué esa actitud de tu padre te dolía tanto. Nunca te faltó de nada, tu madre le complementaba.
—Lo que yo nunca comprendí fue que mi madre quisiera a alguien tan diferente a ella. Ella que era tan jovial, tan viva y humana.
Me tomo una pausa mirando la claridad que por fin se ha impuesto tras la ventana. El día se despierta espléndido. Me sobreviene una sensación de melancolía alrededor de la figura de mi padre. Quizá no sea justo reprocharle con tanta severidad lo que en definitiva era un reflejo de lo que anidaba en lo más profundo de… quizá su pasado. Creo que nunca llegué a conocerle. Siempre vestía una mirada lánguida, con aquel aire desentendido, sus ojos parecían haber vivido ya todos los desengaños. Nunca he podido saber qué provocó aquel gigantesco desgarro en él.
—¿Sabes? Mi padre solía disfrutar confundiéndome con la historia de un hombre, un religioso, con el que hablaba a menudo cuando era joven. Me decía «él me inculcó el amor a la familia como pilar fundamental, era un hombre de tradiciones, no recuerdo dónde había leído algo que me repetía: al nacer caemos desnudos sobre un mar inmenso en tempestad, es entonces cuando nos conceden por barcaza una familia, valores y costumbres por norte, no lo olvides si quieres hacerte un hombre».
—¿Y?
—Terminaba burlonamente: «pues bien, yo, tu padre, deseo que mantengas tu desnudez, te pido que zozobres». Lo hacía con un aire solemne y, cuando me veía pasmada, le asaltaba una carcajada. Era demasiado niña para comprender su ironía.
He estado hablando mirando a la nada. Mientras, Lucía me calmaba con su silencio. Nos levantamos para pagar la cuenta y nos dirigimos al coche para volver a casa. Intuyendo lo que me voy a encontrar en las páginas de mi padre, no paro de preguntarme con rabia por qué. «Nunca he dudado de que te quería. Tu padre, a pesar de su imagen formal, de alguna manera era un rebelde», intenta consolarme Lucía.
Tras salir de la estación, la ciudad ya ha empezado a rugir y nos impele a recuperar la rutinaria normalidad. Lucía conduce mientras yo sigo sentada con la carpeta sobre mis rodillas. «Supongo que las contradicciones son lo que nos define» murmullo para mí misma. Abro la carpeta y aparece ante mí una nota firmada por mi padre.
Querida Alba:
Pronto acabarán mis días. Me voy tranquilo y satisfecho por haber acabado mi historia, la que tienes entre manos. Escribirla fue un acto de sanación personal. Durante años me atormentaron los motivos por los que llegué a ser lo que fui. Perdí mucho tiempo hasta descubrir que necesitaba de una brutal sinceridad conmigo mismo. No supe hacerlo de otra manera que reconstruyendo mi historia, mi propia vida, en forma de novela.
Sabes que siempre quise que crecieras creando tu propia visión de la vida, paso a paso, enfrentándote a la página en blanco completamente desnuda. Yo tuve que hacerlo mellado y dolorido cuando quizá ya era demasiado tarde. Enfrentado a una terrible imagen de mi mismo. Y es que no hay mayor mezquindad que ser connivente con uno mismo, permitir que tus propios actos te conviertan en lo que eres.
Déjame que te preste mi puñado de letras.
Y me abordan y dicen así:
Capítulo 1
Ya habían pasado varios años desde que ingresó en la universidad. A pesar del transcurrir del tiempo, que todo lo desgasta, Sebas mantenía el entusiasmo del primer día. Escuchaba con atención, estudiaba con diligencia y trabajaba con empeño. Supongo que podríamos decir que Sebas era un estudiante modélico. Aquellos de los que admiran y respetan a sus profesores. De esos que viven cada nuevo curso como un descubrimiento y cada tarea como un desafío. En cambio, en sus antípodas, muchos de sus compañeros vivían aquella etapa desinteresados y ajenos a lo que se les intentaba transmitir, avanzando como un artículo más en la cadena de montaje. Pero, para Sebas sonaba una melodía en aquel concierto que le hacía sentir orgulloso y respetable. Le habían encomendado una misión: crear riqueza y empleos.
Acababa de graduarse en Ciencias Empresariales y, ávido de especializarse, estaba comenzando estudios de posgrado en mercadotecnia. Cientos de proyectos empresariales piaban en su cabeza con la frescura ingenua de la juventud. Déjame que te enseñe cómo era un día en la vida de Sebas durante aquellos ilusionantes años de su vida.
Sebas aparcó su coche a primera hora de la mañana en aquella inmensa cuadrícula que era el aparcamiento de estudiantes. Al salir del coche miró a un lado y a otro como esperando encontrar algo. Lamentó no encontrar a ningún compañero en los alrededores: el coche era nuevo, se lo había regalado su familia por haberse graduado. Al fin y al cabo, Sebas seguía siendo un joven de poco más de veintidos años y necesitaba exhibir sus logros; o quizá, simplemente, todavía no había aprendido a disimularlo. Echó a andar su figura espigada y delgada, una figura que apenas había mudado desde que era un chiquillo. Con el pelo liso, siempre organizado, cubría parte de su mirada con un flequillo color tostado; una mirada que frecuentaba ser ausente y algo reservada, una mirada limpia y de ojos claros. Vestía un atuendo formal, con chaqueta y zapatos, aunque remarcando su juventud con una camisa algo suelta. Todo aquello no eran más que símbolos con la misma carga: él ya se había graduado, ya no era un adolescente recién llegado.
Una vez en el edificio, tomó el pasillo que acostumbraba para llegar al aula de costumbre y cruzar la acostumbrada mirada con aquella atractiva chica. Sebas siempre perdía el envite y apartaba la mirada primero. La seguridad e insolencia de esa joven funcionaban de imán. De piel morena brillante, sólo su mirada dura y severa desviaban la atención de sus carnosos labios. Aunque de aspecto menudo, siempre aguardaba frente al aula como retando al que llegaba mientas se apoyaba en la pared. Una aparente madurez y un coche nuevo bastaban con muchas de las chicas de ese edificio pero, por desgracia, no eran suficiente en este caso. Se necesitaba algo de lo que Sebas adolecía.
Entró en el aula por fin y comenzó la clase. La lección versaba sobre técnicas para asociar actitudes y emociones a una determinada marca. «Hacer penetrar en el mercado un nuevo producto», no había desafío más interesante para Sebas en aquella etapa de su vida. No importaba qué fuera, productos de consumo cotidiano, un plan de telefonía, servicios intangibles o incluso, por qué no, ideas. El mercado no era rígido, se podía moldear y manipular, era plástico como lo es el sistema nervioso. Un campo abierto y estimulante.
Pronto terminó la clase y Sebas salió comentando lo expuesto en un corrillo de compañeros. Se sentía mucho más integrado e interesado en el nuevo grupo de compañeros desde que comenzó el programa de máster. En años anteriores, el único punto de la improvisada reunión habría sido los insinuantes labios de la chica de la mirada insolente. En estos nuevos tiempos, los proyectos y las inquietudes alrededor de la mercadotecnia tenían cabida. Poco después, Sebas había dejado a sus compañeros y golpeaba la puerta de uno de los despachos del edificio.
—Pasa, pasa, Sebastián, te estaba esperando —le decía su tutor mientras agitaba sus manos pidiendo mayor cercanía—. Ya he leído tu borrador de proyecto y tenemos que comentarlo.
Sebas se adentró en terreno ajeno con su habitual estilo respetuoso y discreto. Discutieron diferentes aspectos de su proyecto; concluirlo era indispensable para superar el máster. Sebas quería incluir las nuevas tecnologías y las redes sociales en sus métodos, pero, aunque esos nuevos canales ofrecían novedosas e interesantes posibilidades, también entrañaban riesgos. Su carácter abierto e impredecible, restaban control sobre la imagen del producto al profesional de la mercadotecnia. Un reto muy complicado: influir sin ser influido en redes participativas. Uno no podía permitirse ser influido cuando su objetivo era precisamente tener el control. Quizá pienses que, al surgir estas cuestiones, sentirse concernido es una posibilidad: ¿entonces el objetivo de la mercadotecnia es, en definitiva, controlar el comportamiento de la gente? Pero no era el momento, Sebas ni siquiera atendía a este tipo de reflexiones todavía, su visión de las cosas permanecía confiada. Déjame confesarte que en esos tiempos, para Sebas, todo se cimentaba sobre motivos nobles y un orden justo.
Tras la reunión, Sebas se dirigió a la cantina para comer algo, tenía la cabeza algo nublada por las casi dos hora de reunión y las reclamaciones de su estómago. Trataba de cazar a alguno de los huidizos camareros cuando alguien le palmeó la espalda con una fuerza fuera de lugar. Creía que le habían golpeado por accidente, cuando reconoció a su atacante.
—Joder, Sebas. ¡Qué bueno encontrarte por aquí! Sabía que andabas por esta facultad pero no conseguía verte. ¡Claro, cómo eres ya un señor licenciado! —dijo su viejo amigo Guille, mientras mantenía el efusivo palmeo que tanto desconcertaba a Sebas. Su atuendo blanco contrastaba con su pelo oscuro y tupido. Guille era ligeramente más bajo que Sebas, pero más fuerte.
—Vaya, no me esperaba, qué sorpresa… —alcanzó a decir Sebas, algo aturdido e incómodo. Ambos eran viejos amigos de la infancia. Se habían perdido la pista mutuamente hacía ya casi dos años, sólo alguna llamada esporádica y algún amigo en común les mantenían unidos. Los dos comenzaron los mismos estudios de empresariales hace varios años en diferentes universidades, pero ni siquiera esa coincidencia consiguió mantener una amistad moldeada al calor de largos veranos de infancia. —Voy a estudiar el último año de la carrera aquí. No me gustaba mi facultad —dijo sabedor de la sorpresa de Sebas—. Estoy seguro de que aquí sabrán valorar mi talento —terminó con sarcasmo.
—Bueno, si le echas horas, el último curso no es difícil, aunque tampoco te lo regalan.
—Y tanto que no te lo regalan, me va a costar veinte mil euros —respondió Guille sacando la lengua.
Siguieron conversando mientras llegaban sus pedidos, sin que Guille pareciera tener mucho interés. Su mirada se perdía desviada varios grados de los ojos de su interlocutor. Sebas se afanaba en transmitirle la importancia de su trabajo: el gran interés de su innovación teórica, su utilidad para mejorar la imagen de las organizaciones y, en definitiva, el entusiasmo y la dedicación que le imprimía. Nada de ello parecía interesar a Guille.
Pronto llegó su comida y buscaron un lugar donde sentarse, Sebas se acomodó en la silla para descubrir que su amigo no se encontraba enfrente de él. Escudriñó el lugar con la mirada hasta que lo encontró: estaba conversando con la chica de la mirada indómita. No le quedó más remedio que comer en silencio durante unos minutos hasta que volvió su amigo.
—Menudo ejemplar… ¿La conoces? —preguntó Guille a su vuelta con sonrisa maliciosa.
—Sí y no.
Breve sinopsis
Consiste en el periplo vital de Sebas (y su amigo Guille) desde la adolescencia a la edad adulta.
Dos hombres crecen convencidos de la superioridad de los valores, la moral y las costumbres de su grupo de referencia. El grupo es elitista y pudiente. Al llegar a la madurez están en condiciones de comprobar que todo aquello no es coherente con las prácticas reales de su grupo. Uno de ellos, Sebas, el protagonista, siente y carga con la violación de unos principios que había creído reales, el otro se adapta pragmáticamente a la realidad convirtiéndose en un cínico.
En una primera parte de la novela se describen episodios de la adolescencia y juventud del protagonista, describiendo su entorno y la asimilación inocente de todas sus prácticas. La única luz que por unos instantes le muestra un enfoque crítico de la realidad es un fugaz amor de juventud. Éste desaparece pronto por ser en extremo disonante para el protagonista.
Tras esta etapa, de forma paulatina, se ve inmerso dentro de un grupo de prácticas casi mafiosas y, de manera casi involuntaria, termina involucrado en varios casos de corrupción y abuso de poder. Sufre un gran conflicto interno a medida que descubre todo, pero siempre entierra su sufrimiento, renunciando progresivamente a su identidad y principios; presionado y anulado por la influencia de los que siempre fueron su familia y amigos. Incapaz de romper el marco que le rodea, alcanza el clímax de su dolorosa transformación ante una situación extrema en la que se enfrenta a la posibilidad de asesinar a un rival de su grupo.
Tras la experiencia, consigue despertar y decide comenzar de nuevo. Abatido y exhausto, reniega de todo lo que había sido su mundo desde la niñez, enfrentando una terrible sensación de soledad y vacío. En esta última parte de la novela se mezcla la desolación y el dolor de la ruptura con la serenidad de la paz interior encontrada. Durante esta época recupera a su amor de juventud.
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