CAPÍTULO 1

ELISA GIRÓ A LA DERECHA para salir a la carretera general. Era una de esas horas de luz tímida y sonidos alejados que siguen a un amanecer en el campo, esa hora en que la vida sigue aún en suspenso, esa hora que tanto le gustaba porque el mundo ha conseguido ya que callen los grillos y aún no ha empezado a molestar el canto de los pájaros, esa hora en que un oído avezado puede incluso distinguir el siseo de una víbora saliendo de su madriguera. Las yemas incipientes de los pámpanos parecían también desperezarse entre hierbas y terrones adustos, para dar su verde sosegado a los campos.

Había pasado tres días en La Rioja porque Mimí, su madre, necesitaba que se entrevistara con el alcalde del pueblo al que pertenecían sus bodegas y que hiciera otras gestiones. A ella no le venía muy bien porque era el momento de los exámenes finales, tiempo de mucho movimiento y reuniones del claustro de profesores y, aunque en la Facultad no necesitaba excusar su asistencia, no eran días en que estuviera bien visto que un profesor se ausentara. El problema era que a su madre no se le podía decir que no. Al menos ella nunca había podido y no sabía si existiría un ser en el mundo capaz de hacerlo, ni siquiera los dos maridos que había tenido Mimí.

Salió muy temprano de la casona cercana a las bodegas. La guardesa la había despertado con uno de esos desayunos mezcla de dulce y salado que ya sólo daban en el campo y Elisa pensó que, si todo iba bien, podía llegar a Madrid a la hora de comer. Además los viernes Irene, su hija, solía comer en casa. Pararía sólo a mitad de camino para tomar un café y por la tarde dormiría una buena siesta. Al día siguiente, como todos los sábados, iría a comer a casa de su madre y le contaría las novedades. Le llevaría los papeles que guardaba ahora en una cartera de piel color canela y anagrama de Loewe colocada en el asiento del copiloto. Se la había regalado Enrique por su cumpleaños, el último regalo justo antes de dejarla.

Un sonido insistente como de bombeo mecánico empezó a acercarse por su espalda. Cuando se detuvo en el Stop antes de desembocar en la general, un viejo Seat León de color mandarina se le pegó por el lado derecho con modales de amo. Iba lleno de colgantes en el espejo retrovisor y cuajado de pegatinas con anuncios de discotecas de la zona, entre las cuales distinguió la de la discoteca Penélope, esa con una chica pálida de flequillo negro y pamela, discoteca que nadie supo nunca dónde estaba. Su conductor, un veinteañero de pelo engominado y de punta, acompasaba su cuerpo al ritmo del bakalao golpeando la chapa con la mano izquierda que había sacado por fuera de la ventanilla. Acompañaba también el ritmo machacón adelantando la barbilla en un movimiento espasmódico, mientras la observaba con ojos algo extraviados y enrojecidos que no la tranquilizaron lo más mínimo. Era evidente que venía de una noche agitada. En la mano con la que golpeaba la chapa, se distinguía una sortija con lo que parecía una abultada calavera de color cobre. Cerró automáticamente las cuatro puertas, aunque se sentía segura en su Volvo. Él entonces le hizo un gesto obsceno con la lengua al que ella respondió levantando el dedo corazón, lo que hizo resbalar hacia el codo y con tintineo las ocho pulseras de plata que llevaba en la muñeca. Siempre había pensado que la plata brillaba de un modo especial en una piel como la suya, una de esas pieles de tonalidad entre blanca y dorada difícil de encontrar en una española, y que debía a sus abuelos maternos: francés alsaciano y alemana.

El joven respondió al dedo de Elisa con varios acelerones. No, no tendría que haberse dejado llevar por ese impulso levantando el dedo; no en esas circunstancias, sola en una carretera perdida. Todo el mundo le decía, y Enrique también se lo dijo mientras estuvieron casados, que tuviera cuidado con sus impulsos, ya que el de enfrente no siempre era alguien calculable y podía encontrarse con una persona violenta y en una situación difícil. Esa era la máxima de su marido, no calentarse nunca, darse tiempo para pensar la mejor solución. Aunque eso sólo valía para los negocios, porque ella conseguía ponerle a menudo fuera de sí. Hasta que terminó por acusarla de haberse pasado de la raya y se fue de su lado. Y ya estaba harta de esa separación. Ya era hora de gestionar bien las cosas para que Enrique volviera a su vida. Le daba igual que su madre dijera que ya estaban divorciados porque claro, su madre quería que se emparejara mejor ahora. Tampoco le importaba lo que pensara su amiga María de Lezo, prima de Enrique, que la miraba dubitativa cada vez que hablaban del tema. Su marido volvería a su lado. Era cosa de vida… o de muerte.

El chaval siguió dando acelerones que a ella le hacían sospechar que en el momento en que avanzara, él le cerraría el paso buscando un conflicto que le dejara unos eurillos para amortizar las copas que acababa de tomarse esa noche… y quizá también lo que hubiera consumido entre copa y copa. Pero por otro lado Elisa temió que si esperaba mucho tiempo a salir a la general, aparecieran por allí otros mastuerzos como aquel y le hicieran pasar un mal rato. Enrique le habría dicho que no se fiara de un drogado que no tenía nada que perder. Metió primera de forma ostentosa como para avanzar. Su vecino metió primera y la mandarina rugió en un alarde de potencia, Elisa agarró el volante con las dos manos y arrancó haciendo ademán de salir de allí a toda prisa, imitando los gestos de un corredor de Fórmula 1, pero frenó cuando no había recorrido ni medio metro. El chaval hizo una arrancada como para gastar los cuatro neumáticos que llevaba y varios más, pero al haberse quedado ella casi en el sitio no pudo rozarla. Vio cómo al incorporarse a la general el chico le hacía un nuevo gesto obsceno con el mismo dedo que ella había utilizado antes, mientras la miraba por el retrovisor y se perdía con mucho ruido de latas roncas. Por suerte aquel bobo sólo quería eso, asustarla un poco y marcar potencia.

En el momento en que vio alejarse el Seat notó cómo se le aflojaba todo el cuerpo, tanto que casi ni coger el volante podía. Si Enrique la hubiera visto hacer ese gesto al del bakalao habría dicho que era una provocación de ella, seguro, y diría que no entendía por qué le gustaba ponerse en peligro. Se le pasó fugazmente la idea de su propio cadáver en medio de la carretera. Sobre la cabeza la pamela de la joven con la que se anunciaba la discoteca Penélope y su misma palidez, aunque con cabello pelirrojo oscuro y no moreno como el del anuncio. Al lado de su cadáver, y manchado de sangre espesa, el cuchillo que habría dejado caer el chico del Seat antes de marcharse.

Aquello le había dejado un runrún molesto en el hueco que se abría espacio entre el estómago y el pecho que casi no la dejaba conducir. Algo a mitad de camino entre el miedo y la excitación que le arañaba el vientre. Decidió encender el primer pitillo del día y dar tres caladas rápidas y profundas. Luego lo tiró por la ventanilla sin apagar, total no estaba allí Irene para censurarla con sus exageraciones sobre los incendios, el cambio climático y el ecosistema. Cerró la ventanilla. Aunque estuvieran en primavera, las madrugadas eran muy frescas.

Sí, su hija y Enrique siempre estaban dispuestos a pensar de ella lo peor. Pero esta vez no la habían visto. En realidad, a Enrique hacía dos años que no lo veía, desde que se encontraron en el intento de conciliación anterior al divorcio. Calculó si habría envejecido mucho, si seguiría teniendo sólo las patillas grises o, recién cumplidos los cincuenta tendría ya todo el cabello de ese color.

Esperaba no tener más encuentros desagradables en la carretera. No tenía ganas de tontunas después de haber pasado los últimos tres días analizando legajos, encargando fotocopias y visitando ayuntamientos en nombre de su madre. En la Facultad había comentado a unos compañeros que tenía que ir a La Rioja al entierro de un familiar, y que a partir del lunes volvería a incorporarse. Nadie sabía que su madre era propietaria de las bodegas Bahrein, ni había contado en la Universidad ni en ningún otro círculo que todo aquel imperio vinícola estaba a punto de pasar a ser de su propiedad, y desde luego pensaba seguir sin contárselo a nadie. Menuda cara se le quedaría a su hermano, a Fede, si se enterara de lo que su madre y ella iban a hacer con las bodegas. Pero era lo que merecía su hermano: quedarse sin nada. Eso merecía.

Los dos hermanos se habían encontrado por última vez hacía unos meses; fue en casa de su madre, de Mimí, que cumplía 75 años. Fede había ido solo, y según el sentir familiar hizo bien, en fin, hizo lo único que podía hacer, ya que su madre no tragaba a la nueva novia de su hijo, Cristal, una cubana —sudaca, le decía Mimí—, madre soltera de un niño de siete años, Raúl, al que Fede pensaba dar su apellido al casarse con la madre. Cristal tenía además otra mancha imperdonable para la hija de alsaciano y alemana que era Mimí; la mancha era el color cacao de su piel. Y le faltaba algo: pelos en la lengua. Tampoco decía una sola palabra de más, como si su pensamiento y su palabra tuvieran una relación de transparencia mutua. Por eso sólo había estado una vez en casa de Mimí y no era ya bienvenida. Todos esos ingredientes y el ambiente denso que se respiraba, fueron los responsables de que Irene calificara la comida de cumpleaños de su abuela de «comida para hipertensos», lo que había extrañado a Elisa por dar pruebas de un humor poco frecuente en su hija.

Después de que Mimí soltara unas cuantas perlas contra su futura nuera, Fede había defendido a Cristal de los insultos de su madre y se había defendido de los afanes invasores de ésta. Luego había comunicado a la familia el día y hora de su boda civil que iba a celebrarse un mes más tarde, invitando a todos los presentes, tras de lo cual había abandonado la casa materna a paso lento, con la parsimonia de la gente que lleva desde la pubertad fumando costo. Lo hizo sin terminar de comer. Su madre le había despedido con una de esas frases que a ella tanto le gustaban. Frases que la hacían parecer una especie de oráculo de la fatalidad, una especie de pitia del siglo veintiuno: «Si insistes en consentir que el monstruo de Leviatán se introduzca en un linaje limpio, atente a las consecuencias».

Mientras torcía hacia la señal que indicaba bar y gasolinera, Elisa pensó que justamente venía ahora de ocuparse de algunas de esas consecuencias. Tenía que acompañar a su madre la semana siguiente a la Notaría para terminar de fraguar todo el plan que la haría propietaria absoluta de las bodegas cuando aquélla faltara. De esas bodegas que, según Mimí, tanto habían influido en el afán de Enrique por casarse con ella, porque como decía refiriéndose a los Latres, la familia de Enrique: “Esas familias españolas de tantos apellidos, tantos bargueños antiguos y tan pocas perras…” y las erres de Mimí, tan parisinas, eran como un redoble de tambor que certificara la veracidad de lo dicho.

Era más bien un mesón típico de aquellas carreteras. Junto a la puerta unas columnas móviles contenían las carcasas de discos de El Fary, la Pantoja y algún otro cantante modernito con tupé que le resultaba desconocido. Junto a ellas, en un mostrador, unas cajas de Fardelejos muy azucarados y otras de Ahorcaditos esperaban abiertas a tentar a los clientes. Le llevaría una caja de Ahorcaditos a Irene que se pirriaba por las almendras. En la barra pidió un café solo; no, mejor con leche para matar el sabor a torrefacto que tenía en estos sitios. Sí, su madre siempre había hecho hincapié en las razones de los demás para estar con su hija y que nunca tenían que ver con sus virtudes. Por eso decía que Enrique se había casado con ella al olor del vino, y que Sonsoles era su amiga porque seguro que le gustaba Fede o, más bien, las bodegas que había detrás de Fede. En cuanto a María de Lezo, según su madre la llamaba para salir porque, al ser ella tan fea y Elisa tan guapa, a la fuerza habría siempre en su entorno hombres interesantes, alguno de los cuales se quedara con la amiga fea. Por supuesto, si alguna amiga del colegio venía a jugar más de dos veces a casa, era porque Elisa tenía los mejores juguetes traídos del extranjero. Y siempre creyó lo que su madre decía. Cada vez que Mimí hacía un comentario de ese tipo, ella sentía que algo empezaba a arañarle las tripas desde dentro, lo que la asustaba mucho. Entonces se quedaba muda y como paralizada, el pensamiento se le detenía y el cuerpo se le aflojaba como si la avisara de que no iba a poder sostenerla mucho tiempo más. Se perdía. Se perdía Elisa en esos momentos como si acabara de ser abducida por unos extraterrestres.

Qué diría Enrique si supiera todos los trucos legales que su madre y ella estaban poniendo en marcha. Alguna vez, justo antes de la separación le había avisado su marido contra Mimí: «algún día el viento cambiará y tu madre verá más interés en ponerse en contra tuya». Pues que dijera lo que quisiese, porque para trampas las de él con la red de financiación que había montado en la sombra para el partido. Claro que, en teoría, ella no sabía mucho del tema. Pero sí que sabía. Sabía lo que había ido indagando a escondidas de su marido. De todos modos, a partir del momento en que la abandonó, ya no era cosa de Enrique lo que Elisa hiciera con su vida. No, no lo era. Y al afirmar esto para sí, mientras pulsaba por dos veces el botecito de sacarina, juntó las mandíbulas, levantó la barbilla y enderezó el cuello, de modo que se le marcaron en éste bajo la piel dos líneas en forma de cuerdas tensas.

Lo malo es que si lo que ella hiciera ya no era cosa de Enrique, él tampoco volvería a mirarla con esa furia que le era propia y que a ella le hacía sentirse tan viva. Y eso sí que no, podía prescindir de algunas de las comodidades que tenía cuando estaban casados, podía prescindir de esa sombra de un hombre tan útil en la vida de toda mujer casada… o viuda. Pero de su mirada no. Su mirada era la máquina que a ella la conectaba con la vida. Eso la hacía sentirse a veces como un vampiro que necesitara su dosis cotidiana, no de sangre, sino de la ira de su mirada. Por eso llevaba ya dos años perdida y, salvo enredar con su madre para dejarle ventaja a ella en la herencia e intentar conseguir la cátedra, no había nada que le diera un poco de calor. Era como si su interior estuviera vacío, el mundo también lo estuviera y ella no hiciera sino vagabundear por sus bordes como hace la hormiga dibujada por Escher, cuando pasea sobre la banda de Moebius y no se sabe si va por dentro, si va por fuera, como si su destino, a falta de Enrique, fuera sólo bordear un vacío y nada más.

Esperaba no volver a encontrarse con la mandarina rodante cuando volviera a salir a la carretera. Mientras disolvía la sacarina y miraba el ojo de vidrio de la ardilla disecada que había sobre el repecho de la chimenea de aquella cafetería —un solo ojo—, pensó que finalmente bien podía decirse que era Enrique el responsable de todo lo malo que sucedía en su vida… Pero no, a decir verdad la culpa era de una mirada de Enrique, tan sólo una mirada que él le había dirigido antes de que todo lo que merecía la pena hubiera tenido lugar en su vida, antes de que Enrique Latres y otro amigo de la pandilla, Víctor Ruiz de Collantes y Ramos de Valsaín, se disputaran el amor de Elisa; antes de casarse y de que su hija naciera, antes de que el partido llegara a sus vidas y antes incluso de que Sonsoles, su amiga del alma, la repudiara. Fue tan sólo una mirada de Enrique, y ni siquiera una mirada, sino un destello de furia que se desprendió de ella y actuó por su cuenta como en rebeldía. Fue ese destello de furia y no su nacimiento, lo que en el calendario de Elisa marcó el inicio de su vida. Tenía entonces once años y aquel estaba siendo un verano raro.

SINOPSIS

Elisa siente que bordea un vacío desde que su marido la dejara. Tendrá que arreglárselas entre una madre omnipotente que le ordena la vida, sus intentos de recuperar a su marido, implicado en la financiación ilegal de un partido político desde tiempos de la transición, un antiguo pretendiente al que usará para sus fines, y una hija que le muestra que se puede vivir sin esclavizarse a una madre. Posesión, locura, venganza, serán los ingredientes que alimentarán la novela. Como música de fondo, la angustia, siempre la angustia a la que Elisa acaba dando identidad: un caníbal interior que la persigue desde la infancia.

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