Plano General

1

El futuro vende, a la gente le gusta creer en ese humo, imaginar cómo adopta las formas de todos sus planes y sueños, pero nadie puede decirte si llegarás a mañana, de lo único que tienes certeza es del pasado. El pasado es el espejo en el que confirmas tu existencia.

Paco A. G. (así firmaba desde que dejó de considerar suyos aquellos apellidos) llegaba todos los días cinco minutos antes a la oficina para no tener que intercambiar los “buenosdíasvayatiempocómova” con los demás. Tenía la mirada fija en los archivadores que rodeaban su mesa, cajones repletos de historias de otras vidas, introducidas ya en su ordenador pero condenadas, de todos modos, a envejecer en el papel, en los caracteres de una máquina de escribir. Querían retirar esos armatostes, tapaban el ventanal y las vistas a la ciudad, pero a él no le molestaban, se habían convertido en su refugio.

La mañana del lunes transcurría tranquila, dibujaba curvas en un informe aún por leer. Paco vendía seguros, pero para él lo mismo hubiese sido vender unicornios. “Solo puedes ser un buen vendedor si estás convencido de lo que vendes”, su padre tenía razón, ya no era un buen vendedor. Sin embargo, salir de ruta en el destartalado Fiat Uno de la empresa había sido una aventura en ocasiones. Viajar le permite a uno dejar de preguntarse cuál es su lugar en el mundo.

Sus compañeros le veían a menudo leer el diario en la cocina o caminar hasta el bidón de agua situado tras los archivadores; nadie más iba allí, el agua estaba caliente porque lo habían colocado junto al ventanal. No sabían que a Paco le gustaba contemplar cómo los rayos de luz atravesaban el bidón y se descomponían en los colores del arco iris. Un espectáculo efímero que irrumpía en el paisaje gris de la oficina y que solo él admiraba. Tenía que fotografiar aquello. Después de unos minutos se le veía volver a su mesa sin haberse servido agua. Si hubiese querido agua fresca tendría que haber cruzado toda la oficina para llegar al otro bidón, el que estaba en sombra, y saludar al resto de empleados, muchos menos tras los últimos despidos. Así que Paco se pasaba la jornada sin beber. La chica que se sentaba junto al bidón en sombra deseaba que se acercase alguna vez; si no vistiese siempre tan desaliñado sería su chico perfecto: delgado, casi atlético, con ese cabello negro y ondulado imposible de peinar… solo le sobraban las gafas y la timidez, si es que no se trataba en realidad de simple desidia. Un día, ella le lanzó un papel arrugado en forma de granada dentro del cubículo. Él nunca lo abrió y nunca supo que le proponía “un café en el bar de abajo si sales de tu trinchera”.

De vuelta a casa se detuvo en la portería y mientras buscaba las llaves en el bolsillo se quedó mirando la puerta del garaje. Solo tenía que atravesar aquellas fauces de hierro para acercarse a su plaza, no había ido desde hacía más de un año. Al fondo, en la penumbra, su Ducati le recordaba a un oso hibernando con un ojo abierto. La observó a distancia, con prudencia. Dio unos pasos y se detuvo ante la motocicleta. En un impulso su mano casi llegó a tocarla, deslizó sus dedos en el aire siguiendo la silueta del depósito. Acariciaba unas formas que ya solo estaban en su memoria. Esas suspensiones delanteras en horquilla, dobladas hacia atrás por el impacto, recordaban el modo en que Paco se inclinaba y se encogía hacia sus adentros cada día más. La moto y él miraban cabizbajos, como avergonzados.

Subió las persianas del salón de casa, crujieron y tuvo que tirar con fuerza para que se levantaran. Vio las ventanas de unos pisos habitados por las siluetas de familias cenando por turnos para no tener que hablarse, de amigos viendo el partido para olvidar que seguían en paro, de parejas saliendo a fumar al balcón para no estallar dentro y salpicar de reproches las paredes, o de gente solitaria que se mantenía a flote en el oscuro mar de la ciudad. ¿Se fijaban quienes vivían allí en ventanas negras como la suya? ¿A quién importaban los párpados bajados de un piso durmiente? ¿A quién podía resultarle interesante su vida? Una estrella fugaz, ningún deseo que pedir. Definitivamente no iba a poner cortinas, hacía más de un año que había quitado las que le gustaban a mamá, eran espantosas. Las pocas cosas que quedaban de sus padres estaban en cajas. Quería llenar el piso con su presencia, tener una vida propia, pero los recuerdos llenaban los rincones que había vaciado. Quitaba una lámpara y allí parecía seguir al día siguiente, a veces incluso se veía a él de niño, jugando a encenderla y apagarla para ver cómo su sombra aparecía y desaparecía proyectada en la pared. Aparte de algunas revistas, libros de viajes, unas tallas africanas y fotos que colgaba en un corcho de su antigua habitación no había añadido apenas adornos. Aún no había hecho suyo el piso que sus padres le dejaron cuando se jubilaron y se mudaron al apartamento de Alicante.

Estaba cansado de tirar de él mismo, ya no podía con aquel cuerpo que poco a poco iba cediendo al verdugo de la dejadez. Setenta y cuatro quilos, pesas demasiado para llevarte a la cocina y darte de comer, no cenarás, así no tendré que llevarte al lavabo para que te alivies, asearte y tenerte que traer de vuelta al salón. Se dejó caer en el sofá y puso la vista ante un National Geographic, luego vio Fata Morgana por enésima vez. El desierto no hacía más que ensanchar el espacio mental en el que se hacía más y más pequeño, hasta que desaparecía.

Despertó al rato, cerró las persianas. Antes de acostarse pasó junto al retrato en el que posaba con sus padres; él en medio, los hombros no se tocaban, era un intruso en su matrimonio.

2

Martes, ¿o era ya miércoles? En el semáforo de la esquina se detuvo y contempló la Gran Vía infinita. Aquel peatón iluminado en rojo le caía bien; le recordaba al profesor bajito, con mejillas y nariz de borrachín que tuvo en el internado al que sus padres lo mandaron por robar en una tienda con otro amigo. Verde. Ese era el estricto profesor de gimnasia que les ponía marcando el paso como en una escuela militar. Y Paco, como entonces, volvía a desobedecer deteniendo su paso en el centro de la avenida para admirar la simetría perfecta de edificios alineados a cada lado, un decorado de cartón piedra para una escena de figurantes. Desde el accidente, en ocasiones pensaba que estaba haciendo trampas al destino, caminando despacio, mirando demasiado donde pisaba, con un ritmo que demoraba la llegada de cualquier acontecimiento.

En el metro leía los titulares de la crisis. No sabía por qué prestaba atención a aquellas noticias, en realidad no le interesaba lo que fuese a pasar. Así que ese día no quiso dedicar más tiempo a los desastres financieros, mientras se dejaba llevar una jornada más por la inercia de aquel vagón se le ocurrió saltar a su balsa de náufrago, la tableta sobre la que solía navegar a la deriva en el mar de aburrimiento vital. Su dedo se deslizó por la pantalla y le arrastró hasta una isla de vegetación misteriosa y oscura; un blog de fotografías seleccionadas por su impacto mediático durante el año anterior. Y así fue, como aquella mañana, vio la foto por primera vez. Su mirada cayó sobre aquella imagen y ya no la pudo levantar en minutos, en millones de minutos. La pantalla mostraba un plano general de un barranco sobre el que aparecían tres figuras luchando a muerte: un hombre, o casi un gigante en cólera, arrojaba a otro al vacío por encima de su cabeza desde el filo del abismo, mientras una mujer joven intentaba impedirlo con todas sus fuerzas agarrada a sus hombros. El pie de foto rezaba: “FOTOGRAFÍA DE UN CRIMEN, AUTOR: DESCONCIDO” ¿Qué era eso? ¿Se trataba de un suceso real? ¿Quién habría hecho la foto? Amplió la imagen. La fotografía era una nítida reproducción de la violencia más extrema. Un acto criminal reflejado con todo detalle, captado por una cámara con rigurosa y mórbida definición. El asesino, de gran corpulencia y rostro grotesco, desencajado por la ira, arrojaba a aquel pobre diablo por el barranco mientras la chica tiraba de él en vano para evitarlo. Se podía apreciar el polvo bajo las puntas de sus camperas. Arrastraba literalmente a la chica como un toro; sus brazos alzados como una cornamenta acababan de lanzar a su presa. Y todo ocurría en un paisaje de inquietante belleza, sobre una loma roja salpicada de matas amarillas y verdes, iluminada por una puesta de sol de pleno verano, casi de postal. El mal irrumpiendo en el paraíso. Creía estar ya inmunizado contra todo tipo de ataques de violencia visual lanzados desde las pantallas de televisión, las de los ordenadores o desde las páginas de los diarios. Pero esa imagen era un puñetazo imposible de esquivar, como cuando vio la fotografía del miliciano de Robert Capa, solo que en la que tenía delante el asesino aparecía con claridad. Asistía al drama en directo, el espectáculo a distancia, indoloro, desde la barrera, donde la sangre no salpica. Estaba ante otro de esos sucesos reales de los que se hace una película, un libro, o se habla durante años. La televisión debió lamentar que no se tratase de un vídeo; imagen en movimiento con la brutalidad de la textura digital, como la escena del avión impactando contra las torres gemelas, como la inminencia de la muerte para José Couso, grabada por él mismo. El dolor ajeno, tan conmovedor y perturbador en su poder de atracción. Un poder capaz de estimular la adrenalina hasta convertirla en anestesia para los sentimientos. Recordó la foto de la niña muriendo de hambre en Sudán, acechada por el buitre que espera a que la muerte la devore y deje sus restos. El fotoperiodista Kevin Carter recibió el Pullitzer. Poco después se suicidó. De acuerdo, esas fotografías son, a menudo, pruebas de la injusticia, su testimonio impide ocultar la verdad. Pero, ¿hasta dónde es uno capaz de llegar por conseguir la imagen más horrible, la foto que gana el premio?

Amplió el resto del texto que acompañaba el pie de foto: “Un expresidiario es fotografiado cuando asesina a un joven en Peñarroja. La historia de un crimen pasional resumido en una imagen producto del azar. Una imagen que recorrió el mundo el pasado año, imprescindible en nuestra selección por la inmediatez de su violencia. Cada vez que la contemplamos está ocurriendo ante nuestros ojos. Como ya sabemos, la forma en que fue tomada la fotografía resulta también insólita; según la prensa y la policía se utilizó el disparador automático de la cámara, aunque nunca se ha podido contrastar con el dueño de la misma esa información. Sigue siendo un misterio cómo llegó esta imagen a la prensa. Un año después de que fuese publicada por primera vez la policía sigue protegiendo la identidad del dueño de la cámara, al que no nos ha sido posible contactar para conocer más detalles…”

Clicó sobre algunos enlaces a las principales noticias sobre el crimen, que aportaban solo algunas respuestas a los primeros interrogantes que se abrían en las arrugas de su frente: “ASESINATO FOTOGRAFIADO POR AMIGO DE LA VÍCTIMA. Sucesos. 16/08/2010 – 07:14. Ayer, en la pequeña localidad de Peñarroja se producía un crimen pasional sin precedentes. La tragedia ocurrió en el área natural de La Peña, cuando la víctima de treinta y tres años, Francesco Andreotti, un excursionista italiano y su novia, una chica del pueblo, se preparaban para salir en una foto con su amigo mientras éste programaba el disparador automático. En ese momento apareció el asesino, José Romero alias “Sparring”, que acababa de cumplir dos años de condena por robo y encontró a su exnovia con la víctima en el lugar de los hechos. Sparring propinó una paliza al joven italiano, después lo arrojó por el barranco de La Peña ajeno al amigo de la pareja que, escondido tras las matas, presenció los hechos y logró escapar con la cámara alertando a tiempo a la Guardia Civil, que cortó el paso a Sparring a la salida del camino forestal. La policía ha tomado declaración al dueño de la cámara y a la novia de la víctima…”

El quince de agosto. La foto del asesinato había sido tomada el quince de agosto de dos mil diez, el mismo día en que él había caído de su moto. Hacía tres semanas que se había cumplido un año del accidente. Caer. La víctima caía por un barranco, él había caído por otro cuando se salió de la cuneta. Otra rima visual en su mente. Volvió a la foto. Esta vez sus ojos buscaron el rostro en aquel cuerpo suspendido en sus últimos instantes de vida, la mueca desencajada impedía distinguir sus facciones. Se fijó en los cabellos despeinados, algo más claros que los suyos. El muchacho llevaba tejanos, camiseta y deportivas de color azul eléctrico, Paco vestía así en vacaciones, tenía unas zapatillas de la misma marca. Y los dos tenían treinta y tres años. Ya fuese por las meras coincidencias o por su tendencia a la autodestrucción, quiso verse en la figura de aquel desdichado. A Paco le obsesionaban las imágenes simétricas. Versos escritos por el azar en la calle, en la naturaleza… Rimas que encontraba a menudo a su alrededor; los edificios enfrentados de la Gran Vía, la imagen recurrente de una montaña duplicada en el reflejo de un lago, retratos de gemelos, fotografías de un mismo lugar que apenas ha cambiado en muchos años, como las de Gustavo Germano, donde familiares de desaparecidos, secuestrados y asesinados por la dictadura argentina, posan en el mismo lugar antes con sus seres queridos y ahora en su ausencia. En una ocasión, al abrir el diario se encontró con dos fotos de guerra en cada página; en la izquierda un coche ardía tras estallar un paquete bomba en Irak; en la derecha otro coche se quemaba después de un tiroteo contra los talibanes en Afganistán. Otra vez, desde su ventana vio que ocurría lo mismo en las dos aceras; un hombre sacaba al perro a un lado y una mujer hacía igual al otro, los dos eran caniches y se ladraron enfadados quizá por tener una copia enfrente. Una marca de coches hizo un anuncio de televisión con esa idea: un travelling recorría una calle, al final el coche era la única asimetría. Rimas visuales, imágenes con eco. Ya de niño le había atrapado la belleza de las simetrías observando a su madre frente al espejo del baño cuando se maquillaba. También había rimas del destino. Los onces de septiembre. Incluso había tenido la impresión de que algunos hechos terribles impactaban de tal modo en un lugar que provocaban un eco en otro. Le había llamado la atención que, tras un accidente aéreo, otro avión había caído horas después en otro lugar del mundo.

Se había pasado su parada. Apretó el paso, llegaba tarde. El chico de la foto cayendo por el barranco y todo su mundo chocando contra el suelo aquel sábado, un día antes del accidente, cuando supo, después de treinta y tres años, que era adoptado. Como dos actores que de pronto salen del papel y revelan al público un secreto de la trama, aquella tarde sus padres dejaron que el café de atrezzo se enfriara y le dijeron la verdad. Se quedó vacío por dentro, como si un viento le hubiese atravesado llevándose todo cuanto creía ser. Qué estúpido se sintió, hasta había llegado a pensar que se parecía a papá. Y en el fondo, no le afectó tanto saber que era adoptado, sino haber sido estafado. Ya hacía tiempo que el mundo le parecía una farsa. Todos fingían estar satisfechos, incluso felices. No había más que fijarse en las fotos que la gente colgaba en las redes sociales. Todo pose. Todo artificio. Todos mentían. La multinacional era un ente que se alimentaba de los egos de los vendedores: os ayudaremos a triunfar (y eso nos hará más ricos a nosotros). Sus antiguas amistades, sus compañeros de oficina, los clientes, su ex, todos le parecían lo mismo: figurantes. Poco a poco había ido perdiendo la sensación de realidad. Ya no era más que otro extra de la película. El espejo del ascensor le devolvió la imagen de un desconocido; ¿quién era ese autómata de mirada apagada? Por fin llegó a su “trinchera”, donde protegido de la vista de los demás por sus archivadores imprimió la foto del blog…

Sinopsis

Ambientada en plena crisis económica y de valores, en la novela encontramos a un protagonista y unos secundarios entre los veintitantos y la treintena, víctimas del poder de las imágenes, la violencia, la alienación y la soledad. La fotografía, difundida en la red, de un tipo lanzando a otro por un precipicio empieza a obsesionar a Paco A.G., un agente de seguros sumido en plena crisis existencial. La violencia de esa imagen y el paisaje que la enmarca acaban por arrastrarlo al lugar del crimen, Peñarroja, un pueblo perdido de la Mancha. Allí finge ser fotógrafo de una revista y conoce a la chica que forcejea con el asesino en la foto, al joven que la disparó y a otros personajes relacionados con la tragedia. A medida que se familiariza con ellos, Paco A. G. toma distancia de su vida anterior y se propone seguir viajando. Pero el pasado es siempre una parada obligatoria. Tras visitar Alicante para comunicar su decisión a sus padres, la noticia de la fuga del asesino le lleva de vuelta a Peñarroja. Paco no quiere marcharse sin despedirse de la chica de la foto…

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