Ausencio Tolondrón Tobías, con más parsimonia que la acostumbrada y con más solemnidad de la debida, miró por última vez aquella estancia repleta de ataúdes vacíos.
Un tufo a barniz y a humedad hacía más luctuoso el lugar. Y si a eso añadimos la frialdad, el silencio y la escasa luz que llegaba desde la calle, perfectamente podríamos situarnos en el interior de una funeraria.
Y ese era el rótulo que sobre fondo negro acristalado y en letras doradas llenaba toda la fachada: POMPAS FUNEBRES “LA ASCENSIÓN”
Pues bien, Don Ausencio, repasó con su vista cansada cada uno de aquellos ataúdes que habían convivido con él en los últimos 10 años. Eran sarcófagos de madera de pino ribeteado con tallas de hojas de acanto en forma de intradós y roto a intervalos, por figurillas de angelotes mofletudos que parecían resoplar el lustre que les atrofiaba.
El interior, majestuoso, tapizado en sedas, unas blancas y otras violetas, gozaban de una almohadilla supuestamente para que el difunto reposara su cabeza en paz.
Las tapas, apoyadas sobre la pared, carecían de florituras y sólo la imagen de un crucificado de calamita dorada o plateada al humo, hacían suponer el elevado coste de cada uno de aquellos arcones.
De ahí que permanecieran almacenados tantos años.
-Parece que sólo se mueren los pobres- solía decir Don Ausencio cada vez que sacaba de la trastienda los ataúdes más baratos, nada ostentosos y peor rematados.
-Morirse es caro, Don Ausencio.
-Ya, pero buenos duros que os deja el difunto-
Ahora contemplaba con tristeza la funeraria que había regentado durante lo últimos sesenta años y a la que hoy, día de San Saturnino, echaba el cierre.
Tan sólo hacia veintiocho días, en las fechas era meticuloso, que había vendido su última corona de marabú negro tachonada de orquídeas de terciopelo.
-Don Ausencio, ¿nos podría también rotular una cinta en la que se lea el nombre de quienes se la regalamos?
-Pero si Genaro, tu difunto abuelo, no se va a enterar de quien paga el sepelio.
-Es por mis primas, que no han querido colaborar en la colecta.
– ¿Y para quién va a ser la casa de la huerta?
-Para mi padre.
-Ya. ¿Y el plantío de los chopos?
-Ese, para mi hermano el mayor, que fue quién los plantó.
– ¿Y la tierra que linda con la parcela del tío Nemesio?
-Me imagino que para mi padre también.
-Hija mía y encima quieres que tus primas colaboren en el pago de la corona
cuando tu abuelo las ha dejado más secas que el ojo de un tuerto.
Y rotulaba con purpurina dorada la cinta con cada uno de los nombres que le iban dictando.
-Ya no hay entierros como los de antes. Aquel boato, aquel incienso que olía a rosas…
-Coño, Ausencio, olería a incienso, digo yo.
-Bueno, mi expresión era simplemente metafórica.
Llegado a este punto, engolaba la voz, centraba su pajarita entre los dos picos del cuello de su camisa y se dejaba oír en medio de aquella camarilla que componía la tertulia de la sobremesa después de haber jugado al tresillo y a perrina el tanto.
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